“El que mata tiene que morir”, sentenció una conductora de televisión. Cabe preguntarse: ¿qué pensará esa conductora de los asesinos de David Moreyra, a quien mataron a golpes porque sospechaban que era responsable de un robo? ¿Pensará que debemos matar a las 50 personas que lincharon a David? Creería que no.
Cacho Castaña sostuvo: “Acá con trescientos ladrillos solucionamos todo. Trescientos ladrillos nada más, hay que hacer un paredoncito y listo”. Ahora bien, ¿Cacho estará indignado por la muerte a palazos de Lucas Navarro, un pibe de 15 años? Pienso que no.
Pero, ¿por qué a cierto sector le indigna un robo y le es indiferente un violento asesinato? Porque el miedo no es al que mata. Es miedo a un sector social. A “Ellos”, los jóvenes pobres.
“Ellos” se presentan en el imaginario colectivo como la representación del mal, como peligrosos. Ocupan el lugar de chivo expiatorio de nuestra sociedad actual. Es sobre quienes canalizamos nuestros miedos y angustias.
En ese sentido, vivimos con un miedo exacerbado a ser víctimas de un homicidio en situación de robo, frente al cual el discurso dominante sólo plantea soluciones irracionales y violentas.
Porque no importa que la mayoría de los homicidios sean por discusión o riña y sólo 15 por ciento se cometan en situación de robo. No importa que mueran muchas más personas en accidentes de tránsito que en robos. La irracionalidad nos lleva a cruzar los semáforos en rojo por miedo a ser interceptados por un joven pobre.
En ese marco, en la sociedad actual, a un joven pobre que responde a ese estereotipo le será difícil ejercer sus derechos. Será víctima de las arbitrariedades del sistema penal y estará expuesto a la irracionalidad de una sociedad atemorizada.
Mataron a David. Una persona que tenía derecho a crecer, a vivir, a ser feliz. A equivocarse y a aprender. Eso debería darnos miedo.
* Licenciado en Comunicación Social.
Docente de la UNRN.
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