¿Existe un Pensamiento Nacional?
Sin embargo, ello no obsta a que toda comunidad deba aspirar
a desarrollar una propia mirada sobre sí misma, y a la construcción de
categorías analíticas originales que le permitan cumplir con dicho objetivo.
Como es lógico, en
todo proceso identitario de comunidades multígenas como la nuestra, se
entrelazan eventos traumáticos y disgregantes, con otros plácidos y
constructivos.
Es por ello que el
desafío de cada comunidad es el del “ser”, ya que sólo desde el “ser definido
como entidad” se puede cooperar o confrontar eficazmente. Es allí donde aparece
el pensamiento puesto al servicio del ser colectivo, es allí donde un
pensamiento nacional cobra una vital significación.
El Pensamiento Nacional es una actitud y ámbito de reflexión
que, desde lo local, aspira a mantener la mayor autonomía posible respecto a la
producción simbólica emergente de los centros tradicionalmente exportadores de
paradigmas con pretensiones globales. “Un
pensamiento nacional es de hecho una teoría de lo nacional y está situado en un
espacio y un determinado tiempo histórico”. El Pensamiento Nacional aspira
al desarrollo de una teoría de lo nacional.
“El posibilismo y la
imaginación suelen ser deprimentes cuando se contrasta el sueño con la
realidad. No es así en este caso. Porque nos reconforta todo lo que se ha
podido salvar y todo lo que se ha hecho a pesar de una “intelligentzia” rectora
que trabajó en contra del destino común y que hasta ha presentado nuestras
derrotas como victorias. Pues hubo otra inteligencia, esa sí argentina, que
desmedrada y todo, salvó lo esencial. Fue ese oscuro instinto de los caudillos federales,
la clara visión de un patrón de estancia, que aplicó al gobierno las normas del
sentido común, no dejándose confundir por las añagazas de la “intelligentzia”. ARTURO
JAURETCHE.
Como se imaginarán, me inclino efectivamente por tal
posibilidad, bajo la premisa fundamental de que el Pensamiento Nacional es una
experiencia reflexiva que, pretendiendo derribar las barreras determinadas por
contenidos ideológicos concebidos en otras geografías, coloca a lo nacional en
el centro del análisis. Este modo de especular, sostengo, se concentra en la
realidad concreta, y promueve en tanto, un aprender que implica desaprender las
deformaciones ideológicas impuestas por una superestructura cultural que nos es
total o parcialmente ajena.
Para comprender este tópico hay que coincidir en el hecho de
que el pensamiento humano, en tanto histórico, se encuentra inmerso en un
contexto determinado por las relaciones de poder que son inherentes a nuestra
especie. Sin concebimos al poder como la capacidad o potencia para inducir a
otro u otros a realizar una acción determinada, veremos que él se manifiesta en
todas las relaciones humanas desde las inter-individuales más simples hasta las
relaciones internaciones más complejas. Siguiendo con esta misma línea de
reflexión, así como en el intercambio de bienes materiales, el poder se
manifiesta cabalmente a partir de la existencia de desigualdades materiales entre
los individuos y entre las naciones, igual fenómeno se revela en el tránsito de
productos de orden simbólico. En materia de pensamiento, el poder juega
poderosamente al momento de imponer tal o cual ideología y, por tanto, la
producción intelectual participa de igual dinámica que la material.
Así como se ha intentado hacer creer que el “libre mercado”
regula mágicamente el mercado de bienes, se ha procurado formar creencia que en
materia de pensamiento la libertad es absoluta.
Se instituye en una necesaria y bienaventurada estrategia,
cuyo objetivo es el de establecer o determinar un ámbito propio de reflexión
que adquiera cierta distancia de aquellos centros “exportadores” de
pensamiento.
En síntesis, el Pensamiento Nacional deviene no solamente
como habilidad para neutralizar los efectos de ciertos paradigmas
civilizacionales que se intenta imponer aunque contrasten con nuestra realidad,
sino también como herramienta del desarrollo y construcción a futuro, a través
de la puesta en potencia de los recursos políticos, tecnológicos, ideológicos y
culturales que tiene a su disposición nuestro país, para proteger y promover
sus convicciones y sus intereses.
“Todo lo que nos rodea
es falso e irreal. Es falsa la historia que nos enseñaron. Falsa las creencias
económicas que nos imbuyeron. Falsas las perspectivas mundiales que nos
presentan y las disyuntivas políticas que nos ofrecen. Irreales las libertades
que los textos aseguran. Todo lo material,
todo lo venal, trasmisible o reproductivo, es extranjero o está sometido
a la hegemonía financiera extranjera”. RAÚL SCALABRINI ORTIZ.
El vocablo identidad
suele utilizarse, comúnmente, para designar la relación existente entre dos o
más realidades o conceptos que, siendo diferentes en ciertos aspectos, se
asemejan en otros. Pero, a la vez, suele echarse mano a dicho término para
referirse a las propias cualidades que indican un “ser específico” o “modo de
ser”. La identidad de cada ser humano se va configurando a partir de un proceso evolutivo de
socialización-individuación en el que aspectos psico-fisiológicos,
socio-culturales e históricos se co-determinan entre sí y con un contexto
ecológico y de interacciones de los componentes significativos del mundo único
del individuo, por ejemplo: la familia.
En tanto proceso histórico, la identidad nunca es “…integralmente definida ni definitiva…” (J.C.Filloux), es decir, va mutando con el devenir del tiempo y, a la vez, se consolida en sus aspectos distintivos.
Sobre esta cuestión, y más precisamente desde distintas corrientes de la psicología, se han ensayado diferentes planteos tales como los proporcionados, entre otras, por las escuelas conductistas, culturalista, gestalt y el psicoanálisis (aunque prime para esta corriente la existencia del inconsciente).
Ahora bien, cabe interrogarse si ciertos caracteres de este proceso identitario que se desarrolla a nivel individual pueden transpolarse a nivel social y, de ser así, analizar la vinculación existente entre dicho proceso y el de la construcción de la nacionalidad.
Dejando por sentado que descarto de plano todas aquellas teorías que vinculas necesariamente la constitución de la nacionalidad a una potente homogeneidad en los rasgos étnico- raciales (biológicos), tiendo a compartir la tesis que sostiene que “no hay nacionalidad sin identidad”. La nacionalidad es un proceso de construcción en el que se encuentran involucrados conjuntos de ser humanos diversos, que participan de un proceso identitario a partir de distintas expresiones de sentido de afinidad.
El pasado común, los valores, la lengua, las costumbres, los códigos de conducta compartidos, la memoria de lo ocurrido y vivido son, entre otras, partes constitutivas de la identidad que es igualmente “…aquello que mantiene la memoria, el recuerdo, el pasado, las etapas de la infancia, de la adolescencia y de la edad actual, las expectativas y perspectivas del futuro…” (Peña, 1997) y, por lo tanto, determinantes de la nacionalidad.
En tanto proceso histórico, la identidad nunca es “…integralmente definida ni definitiva…” (J.C.Filloux), es decir, va mutando con el devenir del tiempo y, a la vez, se consolida en sus aspectos distintivos.
Sobre esta cuestión, y más precisamente desde distintas corrientes de la psicología, se han ensayado diferentes planteos tales como los proporcionados, entre otras, por las escuelas conductistas, culturalista, gestalt y el psicoanálisis (aunque prime para esta corriente la existencia del inconsciente).
Ahora bien, cabe interrogarse si ciertos caracteres de este proceso identitario que se desarrolla a nivel individual pueden transpolarse a nivel social y, de ser así, analizar la vinculación existente entre dicho proceso y el de la construcción de la nacionalidad.
Dejando por sentado que descarto de plano todas aquellas teorías que vinculas necesariamente la constitución de la nacionalidad a una potente homogeneidad en los rasgos étnico- raciales (biológicos), tiendo a compartir la tesis que sostiene que “no hay nacionalidad sin identidad”. La nacionalidad es un proceso de construcción en el que se encuentran involucrados conjuntos de ser humanos diversos, que participan de un proceso identitario a partir de distintas expresiones de sentido de afinidad.
El pasado común, los valores, la lengua, las costumbres, los códigos de conducta compartidos, la memoria de lo ocurrido y vivido son, entre otras, partes constitutivas de la identidad que es igualmente “…aquello que mantiene la memoria, el recuerdo, el pasado, las etapas de la infancia, de la adolescencia y de la edad actual, las expectativas y perspectivas del futuro…” (Peña, 1997) y, por lo tanto, determinantes de la nacionalidad.
En un mundo cada vez más interrelacionado y en tanto más
heterogéneo en términos biológicos, se ha determinado recientemente que los
elementos de orden simbólico comienzan a convertirse en instrumentos de algo
valor cohesivo.
Se afirma en diversos ámbitos académicos, “…que los individuos que son capaces de
tener una clara identidad de sí mismo tienden a tener una visión clara de sí
mismo…” y que “…aquellos quienes
tienen una alta ambivalencia sobre si identidad, tienden a tener más
dificultades…”. (Guanipa y Talley, 1991)
La identidad de cada
individuo se encuentra vinculada a un sentirse vivo y activo, a ser uno mismo;
en definitiva, a un “…tensión viva y
confiada de sustentar lo que me es propio, como manifiesto de una unidad de
identidad personal y cultural…”. Ello nos lleva necesariamente a la
cuestión de la estima.
Gustavo Cirigliano,
citado recientemente por José Luis Di Lorenzo en el trabajo denominado “La
búsqueda de la identidad en el debate político”, sostiene que “…la identidad nacional es la conciencia del
Proyecto Nacional y lo que se denomina como ser nacional no es una esencia
(concluida) sino una existencia (proyectada). Por eso, el proyecto de país
tiene su origen fundante en esa identidad que caracteriza a cada pueblo más que
a cada individuo…”.
He afirmado en reiteradas oportunidades que, en mi opinión,
el “desafío vital” de cada ente en particular y de cada organismo (o comunidad)
es siempre el del “ser”. Así, para quien les escribe, existe una tendencia
natural de todo ente u organismo hacia la plenitud de la vida, bajo las propias
condiciones de existencia, y en el marco de una natural interacción con el otro
y con el medio.
Esa identidad, objeto de tendencia y de búsqueda, es, sin duda alguna, el producto de una serie de variables, entre las que se destacan las étnicas, las históricas, las geográficas y las culturales, todas las cuales, por su parte, obran como antecedentes del “hoy”. Además, como hecho histórico, en el proceso identitario (búsqueda del ser), se entrelazan eventos traumáticos y disgregantes con otros, plácidos y constructivos.
Así, por ejemplo, al traumatismo de la colonización española, de las encomiendas, de la mita y del yaconazgo, se le contraponen relaciones entre hispánicos y prehispánicos, que dieron origen a una nueva identidad: la criolla, hoy quizás el componente sociológicamente más relevante de nuestra región; al traumatismo de las invasiones inglesas, la contrapuesta organización de milicias, que dieron origen posteriormente al ejercito libertador; a la masiva inmigración de fines de siglo XIX y principios del siglo XX, se le contrapone el emergente de nuevas formas culturales como el tango, hoy producto de relevante importancia simbólica y de alto valor identitario; al traumatismo de la incorporación de material simbólico exógeno de carácter colonial, el surgimiento de su contrapunto, el mismísimo pensamiento nacional. Podríamos extendernos en los ejemplos, pero creo que los ya enunciados puedo dar cuenta de esta relación y de sus consecuencias. Sobre este punto volveremos más adelante.
Esa identidad, objeto de tendencia y de búsqueda, es, sin duda alguna, el producto de una serie de variables, entre las que se destacan las étnicas, las históricas, las geográficas y las culturales, todas las cuales, por su parte, obran como antecedentes del “hoy”. Además, como hecho histórico, en el proceso identitario (búsqueda del ser), se entrelazan eventos traumáticos y disgregantes con otros, plácidos y constructivos.
Así, por ejemplo, al traumatismo de la colonización española, de las encomiendas, de la mita y del yaconazgo, se le contraponen relaciones entre hispánicos y prehispánicos, que dieron origen a una nueva identidad: la criolla, hoy quizás el componente sociológicamente más relevante de nuestra región; al traumatismo de las invasiones inglesas, la contrapuesta organización de milicias, que dieron origen posteriormente al ejercito libertador; a la masiva inmigración de fines de siglo XIX y principios del siglo XX, se le contrapone el emergente de nuevas formas culturales como el tango, hoy producto de relevante importancia simbólica y de alto valor identitario; al traumatismo de la incorporación de material simbólico exógeno de carácter colonial, el surgimiento de su contrapunto, el mismísimo pensamiento nacional. Podríamos extendernos en los ejemplos, pero creo que los ya enunciados puedo dar cuenta de esta relación y de sus consecuencias. Sobre este punto volveremos más adelante.
He sostenido recientemente que las identidades colectivas
están constituidas por un conjunto de elementos y procesos que determinan
ciertos “modos de ser colectivos”
Habitualmente, suele
recurrirse al vocablo “identidad” para designar la relación entre dos o más
realidades o conceptos diferentes en ciertos aspectos pero que se asemejan en
otros. También puede echarse mano a dicho término, para hacer referencia a las
cualidades que indican un “ser específico” o “modo de ser”. En tanto proceso
histórico, la identidad nunca es “integralmente definida ni definitiva”; va
mutando con el devenir del tiempo mientras se consolida en sus aspectos
distintivos. A nivel individual, la identidad de todo ser humano se configura a
partir de un desarrollo evolutivo de socialización-individualización, en el
cual aspecto psico-fisiológico, socio-culturales e históricos se codeterminan
entre sí en un contexto ecológico y de interacciones de componentes
significativos del mundo único del individuo como, por ejemplo, en “la
familia”.
Ciertos caracteres del fenómeno identitario que se manifiestan en el sujeto pueden percibirse a nivel social y, a partir de allí, es posible establecer una vinculación entre este fenómeno y la cuestión de la nacionalidad. Me refiero al conjunto de elementos y procesos que determinan cierto “modos de ser colectivos” y que instituyen las diferencias entre comunidades nacionales. En ese sentido, y muy a pesar de los denodados esfuerzos que viene efectuando el individualismo positivista por negarlo, el derecho a la identidad de comunidades y pueblos ha sido reconocido universalmente, posee vastos antecedentes y encuentra en el principio de autodeterminación de los pueblos su arista más difundida; obtiene, además, sustento jurídico en los mismos principios que le reconocen al individuo ese derecho.
Ciertos caracteres del fenómeno identitario que se manifiestan en el sujeto pueden percibirse a nivel social y, a partir de allí, es posible establecer una vinculación entre este fenómeno y la cuestión de la nacionalidad. Me refiero al conjunto de elementos y procesos que determinan cierto “modos de ser colectivos” y que instituyen las diferencias entre comunidades nacionales. En ese sentido, y muy a pesar de los denodados esfuerzos que viene efectuando el individualismo positivista por negarlo, el derecho a la identidad de comunidades y pueblos ha sido reconocido universalmente, posee vastos antecedentes y encuentra en el principio de autodeterminación de los pueblos su arista más difundida; obtiene, además, sustento jurídico en los mismos principios que le reconocen al individuo ese derecho.
Así como la supresión total o parcial de elementos
identitarios relevantes priva al sujeto de una parte sustancial de su ser
biográfico y, por lo tanto, omite su pasado, altera su presente y condiciona su
futuro, la sustitución total o parcial de aspecto identitarios de orden
biológico, cultural o histórico de una nación determinada, priva a su comunidad
de su propio ser.
Consolidar aquellos instrumentos de índole cohesivos que contribuyan a la reconstrucción de la identidad, presupuesto necesario y constituyente de nuestra nacionalidad.
Consolidar aquellos instrumentos de índole cohesivos que contribuyan a la reconstrucción de la identidad, presupuesto necesario y constituyente de nuestra nacionalidad.
Esa necesidad de formular una identidad común a la que hace
referencia Wallace, que obra como elemento articulador de las voluntades de los
componentes y que transforma esa serie de voluntades en una voluntad colectiva,
se encuentra fundamentalmente presente en la historia de todas aquellas
naciones que, a pesar de caracterizarse por la diversidad socio-cultural de sus
componentes, han alcanzado un notable nivel de desarrollo social y económico.
Así, en la sociedad norteamericana, el sueño americano se ha constituido, sobre todo durante el último siglo, en el basamento fundamental para articular una sociedad que no posee rasgos étnicos- religiosos- culturales comunes. En ese sentido, la imposición de un ordenamiento simbólico de características hegemónicas se hizo necesario para articular o mantener articulada una sociedad esencialmente diversa.
Para la construcción de ese orden simbólico –y en especial en aquellas sociedades como las que describimos precedentes-, necesariamente debe apelarse a elementos tradicionales e históricos.
Este apelativo a lo tradicional y lo histórico es indispensable y a su vez constitutivo de la identidad. Es el elemento que permite unir o unificar los otros rudimentos que deberán incorporarse a la hegemonía, ya que las naciones y los estados no nacen y ni se desarrollan por generación espontánea, sino a través del devenir de los procesos históricos que motorizan sus componentes y sus líderes.
La intelligentzia local vinculada al establishment negó sistemáticamente la importancia social de esta cuestión y apeló a ese término tan sólo para intentar demostrar las oscuras intenciones hegemónicas de los lideres que impulsaron el proceso de substitución de las importaciones, centrando sus críticas en interpretaciones banales y fuera del contexto histórico sobre persecuciones a grupos minoritarios o restricciones a ciertas libertades, etc.
Bajo un discurso mediante el cual se declamaba la instauración de una sociedad no hegemónica y esencialmente libertaria, se ocultaba nítidamente la intención de implantar una de las hegemonías más siniestras de la historia de este siglo en la Argentina, que se manifestó en lo social a través de la exaltación del individualismo, del canibalismo, de la atomización y de la destrucción de los valores e identidades nacionales, y en lo económico, mediante un modelo sustentado en la explotación rentística del sector financiero, de los recursos naturales y de los servicios públicos.
El ocultamiento de una intención hegemónica a través de una ideología que pretende negarla ha sido también objeto de numerosos estudios. En ese sentido, esta mecánica constituye un recurso que ha sido utilizado sistemáticamente por los sectores vinculados al poder financiero, para contrarrestar los efectos emergentes de procesos históricos que cuestionaron sus privilegios. Pero lo cierto es que, si se analizan esos procesos con cierta rigurosidad, surge nítidamente que la negación en una simple estrategia de orden comunicaciones para imponer una hegemonía.
Es por ellos que, más allá de la necesidad que hemos puntualizado en anteriores trabajos, en el sentido de que debe procederse en forma inminente a substituir el modelo económico imperante por uno que contemple mayores niveles de distribución de la renta, lo cierto es que, además, deberá comenzar a trabajarse en todos los ámbitos posibles, en la reproducción de una identidad propia, a través de la re-significación de una serie de valores colectivos y otros elementos de naturaleza simbólica que permitan articular una sociedad que se atomiza permanentemente.
Este procedimiento
En tal sentido, este procedimiento resulta indispensable para contrarrestar los efectos de la auto-denigración social que ha sido puesta en práctica sistemáticamente desde los sectores del poder.
Así, en la sociedad norteamericana, el sueño americano se ha constituido, sobre todo durante el último siglo, en el basamento fundamental para articular una sociedad que no posee rasgos étnicos- religiosos- culturales comunes. En ese sentido, la imposición de un ordenamiento simbólico de características hegemónicas se hizo necesario para articular o mantener articulada una sociedad esencialmente diversa.
Para la construcción de ese orden simbólico –y en especial en aquellas sociedades como las que describimos precedentes-, necesariamente debe apelarse a elementos tradicionales e históricos.
Este apelativo a lo tradicional y lo histórico es indispensable y a su vez constitutivo de la identidad. Es el elemento que permite unir o unificar los otros rudimentos que deberán incorporarse a la hegemonía, ya que las naciones y los estados no nacen y ni se desarrollan por generación espontánea, sino a través del devenir de los procesos históricos que motorizan sus componentes y sus líderes.
La intelligentzia local vinculada al establishment negó sistemáticamente la importancia social de esta cuestión y apeló a ese término tan sólo para intentar demostrar las oscuras intenciones hegemónicas de los lideres que impulsaron el proceso de substitución de las importaciones, centrando sus críticas en interpretaciones banales y fuera del contexto histórico sobre persecuciones a grupos minoritarios o restricciones a ciertas libertades, etc.
Bajo un discurso mediante el cual se declamaba la instauración de una sociedad no hegemónica y esencialmente libertaria, se ocultaba nítidamente la intención de implantar una de las hegemonías más siniestras de la historia de este siglo en la Argentina, que se manifestó en lo social a través de la exaltación del individualismo, del canibalismo, de la atomización y de la destrucción de los valores e identidades nacionales, y en lo económico, mediante un modelo sustentado en la explotación rentística del sector financiero, de los recursos naturales y de los servicios públicos.
El ocultamiento de una intención hegemónica a través de una ideología que pretende negarla ha sido también objeto de numerosos estudios. En ese sentido, esta mecánica constituye un recurso que ha sido utilizado sistemáticamente por los sectores vinculados al poder financiero, para contrarrestar los efectos emergentes de procesos históricos que cuestionaron sus privilegios. Pero lo cierto es que, si se analizan esos procesos con cierta rigurosidad, surge nítidamente que la negación en una simple estrategia de orden comunicaciones para imponer una hegemonía.
Es por ellos que, más allá de la necesidad que hemos puntualizado en anteriores trabajos, en el sentido de que debe procederse en forma inminente a substituir el modelo económico imperante por uno que contemple mayores niveles de distribución de la renta, lo cierto es que, además, deberá comenzar a trabajarse en todos los ámbitos posibles, en la reproducción de una identidad propia, a través de la re-significación de una serie de valores colectivos y otros elementos de naturaleza simbólica que permitan articular una sociedad que se atomiza permanentemente.
Este procedimiento
En tal sentido, este procedimiento resulta indispensable para contrarrestar los efectos de la auto-denigración social que ha sido puesta en práctica sistemáticamente desde los sectores del poder.
En ese sentido, así como la supresión total o parcial priva
al sujeto de una parte sustancial de su ser bio-gráfico y, por tanto, omite su
pasado, altera su presente y condiciona su futuro, las sustitución total o
parcial de aspecto identitarios de orden biológico, cultural o histórico de una
nación, priva a su comunidad de su propio ser constitutivo y, en consecuencia,
debe ser objeto de la misma protección que la individual.
Los modos de sustitución y o privación de dichos aspectos de un grupo social determinado son vastos e implican múltiples estrategias. Éstas abarcan desde los más aberrantes procedimientos de supresión física hasta los mecanismos más sutiles de despojo deliberado de procesos y sucesos históricos relevantes.
Los modos de sustitución y o privación de dichos aspectos de un grupo social determinado son vastos e implican múltiples estrategias. Éstas abarcan desde los más aberrantes procedimientos de supresión física hasta los mecanismos más sutiles de despojo deliberado de procesos y sucesos históricos relevantes.
“…La substancia del
pueblo, su quintaesencia de rudimentarismo estaba allí presente, afirmado su
derecho para implantar para sí mismo la visión del mundo que le dicta su
espíritu desnudo de tradiciones, de orgullos sanguíneos, de vanidades sociales,
familiares o intelectuales. Estaba allí desnudo y solo, como la chispa de un
suspiro: hijo transitorio de la tierra capaz de luminosa eternidad…” RAUL
SCALABRINI ORTIZ 17/10/45
Muchas veces son tracciones extra-materiales las que logran
imprimir una “comunión social satisfactoria”. Todo orden social positivo,
concluyó, implicaba en definitiva “un feliz y equilibrado acoplamiento entre el
campo de lo material y de lo simbólico, en el marco de la mayor inclusión
posible”
La apropiación de los
objetos materiales o de los productos
simbólicos juega un rol primordial en el desarrollo evolutivo de cada
individuo, y en especial, en el proceso de formación de su identidad. Nótese,
por ejemplo, que la disputa por la apropiación de los recursos escasos es
constitutiva en sociedades como la nuestra, y en tanto tal, uno de los
elementos determinantes en la formación de las identidades. En lo que respecta
a su faz colectiva, la apropiación por parte de las comunidades humanas de los
diversos ámbitos físicos y geográficos del planeta, como así también de la
producción cultural generada a partir de la relación de sus individuos entre sí
y de éstos con el entorno (el cual incluye a otras comunidades), resulta
nítidamente determinante en la constitución de las identidades colectivas.
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