Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
En abril de 1964, Brasil tenía 70 millones de habitantes. Pasado medio siglo, los brasileños son poco más de 195 millones. O sea: mi país está hecho por generaciones formadas (o más bien deformadas) por años de dictadura, a la que siguieron el primer civil en ocupar la presidencia, José Sarney, y luego el primer presidente electo por voto popular, Fernando Collor de Mello. Una dictadura sucedida por un remedo de gobierno, primero, y por un desastre truculento, después.
Sarney, que a lo largo de la dictadura fue uno de sus líderes políticos, fue el primer presidente civil gracias a una jugarreta del destino. En 1984, no hubo elección presidencial. Tancredo Neves, un conservador austero, fue electo por sus pares del Congreso, pero murió sin haber asumido la presidencia. Sarney era el vicepresidente. Y así, en una ironía amarga, el primer presidente civil desde 1964 era un hombre que había defendido al régimen que impedía elecciones.
De todas formas, bajo su presidencia se levantaron las leyes de excepción y se votó una nueva Constitución. Diputados y senadores, electos por voto popular, impulsaron la redemocratización.
En 1989, los brasileños fueron convocados a las urnas por primera vez desde 1960. Eran millones de electores que jamás habían votado para presidente. Ganó Collor de Mello, apoyado por el empresariado y los grandes conglomerados de comunicación, que temían la victoria de Leonel Brizola, en aquel entonces el líder más consistente de la izquierda, o de un dirigente sindical radical, Luiz Inácio Lula da Silva.
En septiembre de 1992, Collor tuvo su mandato suspendido por el Congreso, por corrupción desa-forada. Ha sido el primer, y hasta ahora único, presidente depuesto por el Congreso, gracias a la voracidad del apetito indomable con que él y su grupo se lanzaron sobre todo lo que estaba al alcance de sus ojos.
En 1994, fue electo Fernando Henrique Cardoso. Y el país finalmente empezó a tomar nuevo rumbo.
Brasil, con la democracia, vive una experiencia curiosa: tuvo como presidentes electos por voto popular a un profesor universitario que fue exiliado, el mismo Cardoso, y un dirigente sindical que fue preso político, Lula da Silva. Y ahora ocupa la presidencia una mujer que pasó dos años de su juventud detenida y torturada por integrar una organización armada de resistencia a la dictadura, Dilma Rousseff.
No deja de ser una especie de rescate de la historia que podría haber sido y que no fue. Una especie de tímido acierto de cuentas con el pasado, de reencuentro con un futuro impedido y postergado.
Brasil vive, desde 1985, el más largo período democrático de su historia: 29 años consecutivos de democracia representativa.
Pero aun así, y más que nunca, es esencial recordar que, de la herencia siniestra dejada por la dictadura, quedan varias cuentas pendientes, y que cada una de ellas tiene peso permanente en el cotidiano de los brasileños y de su recuperada democracia.
El país dejado por Fernando Henrique Cardoso a Lula era muchísimo mejor de lo que él recibió de su antecesor. Y el país dejado por Lula a Dilma era infinitamente mejor de lo que le tocó en 2003.
No hay cómo negar que una de las más deshonrosas manchas del tejido social brasileño, la desigualdad abismal entre la población, disminuyó de manera formidable. Docenas de millones de brasileños ingresaron, por primera vez en sus vidas, en el mercado, en la economía de consumo. Mucho falta, sin embargo, para que alguien pueda decir que asumieron sus verdaderas ciudadanías.
Les falta educación de calidad, un servicio de salud pública que es, más que pésimo, ofensivamente inmoral; una reforma agraria que sigue a pasos de tortuga renga, más la infraestructura nacional, que es absurda (carreteras, puertos y aeropuertos de asombro), y el transporte urbano que se transforma en una tortura cotidiana, todo eso sigue en las cuentas pendientes no sólo con el pasado, sino con el presente.
Y es que, en muy buena medida, esos y otros males que siguen asolando el país también se deben a la herencia siniestra de los años de dictadura.
Cuando dejaron el poder luego de 21 años, los militares legaron un país con obras faraónicas, algunas de las cuales eran y siguen siendo útiles e importantes. Pero dejaron un sistema político desmembrado, una economía en bancarrota y una deuda del tamaño del universo. Reconstruir todo eso lleva décadas y décadas, como se ve ahora.
Pero no sólo en los aspectos económicos algunas cuentas con el pasado, con esos años de oscuridad, siguen pendientes.
* En la edición de mañana el autor incluirá otros aspectos en su balance de los cincuenta años.
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