Los cambios graduales que vienen generándose desde 1978 son en primer lugar cambios institucionales que operan sobre una economía planificada, muy poco monetarizada y de carácter paramercantil, heredada de la etapa maoísta. La unidad de análisis de la economía China hasta la década del 80 era la “unidad de trabajo”, una fábrica-hogar, en la cual la fábrica le aseguraba al obrero educación, salud, restauración, y un salario directo mínimo, en contraparte de su fuerza de trabajo. En ese esquema, el partido, los sindicatos, los cuadros altos, eran todos canales de disciplinamiento laboral orientado a lograr una productividad razonable.
El objetivo de las reformas fue autonomizar las empresas estatales otorgándoles personalidad jurídica en el marco de un naciente derecho privado. Y allí radica una de las claves para entender la economía china actual: la “privatización” de la economía no es la venta del patrimonio público, sino solamente la concesión de la gestión de la empresa a un grupo privado. De esa manera, en 2005 se calculaba que la mitad de las empresas industriales del país eran de propiedad totalmente pública, y la otra mitad parcialmente pública. Esos espacios de acumulación privados sirvieron para fomentar las exportaciones de industrias ensambladas que le permitieron a China afirmarse en los mercados mundiales.
Sin embargo, en los últimos años, la mirada de los especialistas se está orientando hacia aquellas empresas públicas que parecían condenadas a la “privatización” pero que se revelan como una herramienta fundamental del Estado chino para alcanzar sus objetivos estratégicos. Ellas son las que se encargan del aprovisionamiento en recursos naturales, tanto de petróleo (Cnooc), alimentos (como Cofco, que recientemente adquirió Nidera), aunque también se dedican a la fabricación y exportación de bienes industriales, como CSR –a quien Argentina le compró trenes recientemente–. Estas empresas de dimensiones monstruosas –junto a empresas privadas chinas– están empezando a generar fuertes cimbronazos en las estructuras de mercado más concentrados, siendo outsiders de peso y con capacidad de torcer decisiones de gobiernos nacionales. Los casos más resonantes tal vez son las guerras que se suceden en Africa, y cuyo principal motivo es la entrada de China como comprador e inversor en el mercado de hidrocarburos del continente.
Estas empresas públicas, asimismo, son uno de los tantos condicionantes que existen para pensar que el modo de desarrollo chino no es un modelo de “transición”, sino una necesidad, un equilibrio que puede ser perdurable. Entre esos condicionantes, el más importante es evitar que los 800 millones de campesinos inicien un éxodo urbano, cuyas consecuencias sociales serían inimaginables. Para ello resulta fundamental la articulación entre el régimen del hukou –por el cual se inmoviliza la población en su territorio de residencia– y el régimen de tenencia comunal de la tierra.
Las consecuencias políticas que se desprenden de lo dicho anteriormente son que la dirigencia china, a diferencia de la rusa, no reniega de la revolución socialista porque entiende que la planificación es lo que le permite erigirse en una clase protoburguesa. En efecto, el mantenimiento del control del Estado sobre la economía es el control de la dirigencia política sobre la economía, frente a los nuevos capitales provenientes de otros países. Paradójicamente, entonces, pareciera que algunas instituciones de la revolución siguen siendo funcionales para la “acumulación originaria” de la burguesía naciente en China, lo que podría explicar que el “socialismo de mercado”, más que una transición hacia el capitalismo liberal, es una forma atípica de desarrollo.
* Coordinador Departamento de Economía del Centro Cultural de la Cooperación.
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