sábado, 29 de marzo de 2014

Ante la continuidad del discurso antipolítico

Por Oscar Steimberg*



El discurso antipolítico encuentra, en el discurso político que elige condenar, algo que no es el error ni la posibilidad de error, sino una condición intrínsecamente perversa.

¿Y de su propio lado? Ya se dijo y se comentó por aquí: ese discurso busca representar una condición de normalidad constante, y por lo tanto imposible. Porque la idea de normalidad política es la de una continuidad sin fracturas en la previsibilidad del intercambio social. Para que insista, accidentes y fracturas deberían poder ser controlados, revertidos y borrados por los dispositivos de reaseguro de esa previsibilidad. ¿Habrá alguien tan seguro y satisfecho de su lugar como para desearlo, y sobre todo como para creerlo? Porque el problema no es únicamente el de la dificultad de pensar en un espacio de previsibilidades permanentes. También es difícil insistir en la imaginación de una serie temporal que pueda percibirse como previsible y nítida.

Giorgio Agamben se extendió, hablando de este tiempo, en el tratamiento del concepto de contemporaneidad: "El contemporáneo es aquel que percibe la obscuridad de su tiempo como un asunto que lo observa y que no cesa de interpelarlo, alguna cosa que, más que toda luz, está directa y singularmente vuelta hacia él. Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que viene de su tiempo". De un tiempo por percibirse, por significarse. Algo absolutamente innecesario sin embargo, con toda su novedad y su riqueza, si el sentido de las asociaciones y las confrontaciones del día se suponen ya conocidas, como le ocurre al sereno “hombre normal”, porque para él sólo la afirmación de su transparencia y su confrontación con el enemigo cuenta, y ese enemigo se ha simplificado para él hasta el punto de que ha llegado a consistir en las marcas de una monstruosidad. Abolidas las complejidades de toda contemporaneidad, una modernidad iluminada toma la escena, orientada hacia un futuro definido en términos de los fragmentos de un pasado discursivo presentable.

¿Tal vez la impugnación política absoluta –la antipolítica, que suprime tanto la instancia del debate como la de la negociación- parta siempre del señalamiento de una condición monstruosa en la corriente o agrupación política impugnada? ¿La argumentación política pasa entonces a adelgazarse tanto que puede convertirse en el soporte de una adjudicación de monstruosidad a la que le basta con reiterar un par de calificaciones (de lo malo, de lo perverso), sin rasgos específicos que diferencien su monstruosidad de otras, en el mismo campo social?

La monstruosidad concebida como rasgo dominante de sujetos u objetos del ámbito público o definidos en términos de su representatividad social es una monstruosidad de carencias. Los aditamentos representativos de lo monstruoso (la cola del Leviatán, los indicadores de la reconstrucción artificial en Frankenstein, la enormidad surcada por los rastros de anteriores víctimas en Moby Dick) dejan su lugar al espanto de la carencia: el político condenado es el sujeto de un hambre de lucro o de poder que no implica ninguna otra cosa. El asco político se luce en la pluralidad e instantaneidad de sus expresiones, como la adjudicación de una condición animal (yegua, cerdo, rata) que remite a rasgos considerados despreciables en el habla popular o de utilización en referencias de contenido sexual vividas o presentadas como escandalosas. Y hay otras que sólo tematizan defectos, aunque invistan gravedad en relación con una función o actividad (tortuga, burro). Y entonces crece el (cada vez más indiferenciable) horror y asco en el periodismo: el pasaje a la generalización del uso de recursos de la “prensa amarilla” en la antes contenida “prensa seria”. La asimilación de los componentes tradicionalmente identificatorios de la “prensa sensacionalista”, con sus convocaciones características de lo monstruoso.

Y la escena propuesta es la del enfrentamiento entre lo monstruoso y lo perfecto. Mediante la adjudicación de un sentido claro y simple, en cada toma de la palabra, a una anécdota reductible a la síntesis de una condición, que por su sencillez puede, simplemente, identificarse con una carencia.

Una monstruosidad de las faltas, que sustituye a la de las agregaciones para que no haya que fundamentar la definición, y por lo tanto extenderse mostrando quién sabe qué oculta complejidad en el propio discurso.

*Semiólogo y poeta

La Tecl@ Eñe Revista Digital de Cultura y Política
http://lateclaene6.wix.com/revistalateclaene#!oscar-steimberg/c1gel


 

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