La batalla cultural. “Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez” Bernardo de Monteagudo Más que hablar de penas, cárceles y –ahora– códigos, los que se dicen preocupados por la inseguridad deberían invertir tiempo en pensar y explicar cómo piensan ayudar a construir una sociedad más integrada.
En Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, Marco Polo verificaba cómo las urbes visitadas se apartaban tanto de la norma como de los desviaciones imaginadas por el emperador, y decía sobre Aglaura: “No hay nada de cierto en cuanto se dice de Aglaura, y, sin embargo, de ello surge una imagen sólida y compacta de ciudad, mientras alcanzan menor consistencia los juicios dispersos que se pueden enunciar viviendo en ella… todo lo que se ha dicho de Aglaura hasta ahora aprisiona las palabras y te obliga a repetir antes que a decir. Por eso los habitantes creen vivir siempre en la Aglaura que crece sólo con el nombre de Aglaura y no se dan cuenta de la Aglaura que crece en tierra. Y aun yo, que quisiera tener separadas en la memoria las dos ciudades, no puedo sino hablarte de una, porque el recuerdo de la otra, por falta de palabras para fijarlo, se ha dispersado”. La ciudad, su nombre, era una especie de logos que simbolizaba todo lo dicho sobre ella hasta consolidarse como un significado inmutable que, paradójicamente, poco tenía que ver con lo que realmente acontecía.
En ocasiones, el conocimiento que surge de la investigación es contraintuitivo; creemos estar convencidos de algo y los resultados de las investigaciones contrarían nuestra percepción. Eso es así en cualquier campo del conocimiento, y mucho más en los que están intervenidos por los medios de comunicación, que se constituyen en materia de disputas de intereses de todo tipo y están sometido a otros procesos de construcción de sentido. Ese es el caso del tema de la (in)seguridad ciudadana.
Como suele suceder en otros campos de investigación social, los datos disponibles sobre delitos son escasos, a veces discontinuados y poco confiables (ya sea por razones atribuibles a la fuente o a la naturaleza del suceso al que refiere la evidencia). Por ejemplo, los robos con cobertura de seguros suelen denunciarse pero no ocurre lo mismo con todos los robos o hurtos y, en consecuencia, se pierde el registro de esos hechos. La violencia homicida es la que menos puede ocultarse, por ello en la investigación se acude habitualmente a las estadísticas de homicidios dolosos como aproximación empírica más confiable al tema de la inseguridad.
El pasado martes 18, un cronista del noticiero central de canal 13, con un encendido alegato, “informaba” a la audiencia que en el conurbano bonaerense la situación era tal que, “en los últimos 75 días, hubo 60 asesinatos, uno cada 30 horas”. Al día siguiente, Clarín publicó en su edición impresa un artículo titulado “Provincia caliente: un muerto por inseguridad cada 30 horas”, que ahondaba en la bajada: “Desde el Gobierno admiten su preocupación y convocan a policías retirados. Se registraron 64 muertes en 77 días”. Tanto en el noticiero como en el diario, la forma de enunciación de la noticia, el lenguaje utilizado y la estética que rodeaba a las presentaciones, eran alarmantes. La exacerbación en la forma de presentar la información, con reiteraciones interminables y una suerte de goce con los aspectos más morbosos de los casos, constituye un plus de violencia como si no fuera suficiente la que verdaderamente surge de la información despojada, sin aditamentos. Sin embargo, la proyección de los datos que se presentan como la evidencia incontrastable del descontrol arrojaría una tasa de homicidios dolosos de 2 cada 100.000 habitantes, similar a la de países como Israel, Finlandia o Luxemburgo. ¡Sería deseable que fuera esa la situación! Ciertamente no lo es y mucho menos en el conurbano bonaerense en donde las tasa es de 7.66, con picos de 10.5 en Lomas de Zamora, 10.8 en San Martín, 12 en Quilmes y 12.8 en José C. Paz.
La rigurosidad se elude aun en los casos en los que la evidencia asiste a la intencionalidad del emisor. Como en Aglaura “todo lo que se ha dicho, aprisiona las palabras”.
El miedo y la sugestión impiden pensar y empujan a ejercer las peores versiones de nosotros mismos. Hay una economía del miedo y cuantiosas inversiones que procuran la turbación y la zozobra, ya que sobre esas bases es posible construir las formas más mezquinas de la convivencia, esas que serían inaceptables si no existiera la sospecha y la amenaza que les da sentido.
La situación es delicada y difícil de abordar si no se hace el intento de separar el tema de la intencionalidad mediática o política que lo asfixia. No vivimos en el peor de los mundos, pero estamos lejos de los estándares a los que deberíamos aspirar en términos de violencia. La comparación con la región nos ubica en niveles de violencia homicida similares a los de Uruguay (5.9) y bien lejos de Canadá (1.5).
Son pocos los factores que inciden en el nivel de delito sobre los que exista evidencia cierta. La desigualdad es el más claro. Otro es la portación y tenencia domiciliaria de armas de fuego. Finlandia es un caso de baja desigualdad (con un Gini de 0.259) y no tan baja tasa de homicidios dolosos (de casi 3 cada 100.000 habitantes) y Singapur, es el caso inverso. Según el estudio internacional para la regulación del uso de armas de fuego realizado por Naciones Unidas, Finlandia es el país con mayor porcentaje de hogares con presencia de armas de fuego y Singapur el de menor porcentaje.
Otros factores, como los culturales e institucionales, se alimentan y refuerzan en contextos de alta desigualdad y presencia de armas. La relación entre delito y desigualdad es una de las pocas que genera consenso, y la integración social puede ser vista como el mejor antídoto contra la inseguridad ciudadana.
Si bien la inseguridad es un tema cotidiano en los grandes medios de comunicación –y materia de todo tipo de alocuciones de los líderes políticos más mediáticos–, la reducción de la desigualdad y el combate contra la exclusión, más allá de cierto palabrerío hueco, no están en la agenda de prioridades de todas las fuerzas políticas. Más que hablar de penas, cárceles y –ahora– códigos, los que se dicen preocupados por la inseguridad deberían invertir tiempo en pensar y explicar cómo piensan ayudar a construir una sociedad más integrada, más inclusiva, con menos desigualdad.
Nada del orden legal obliga a un partido o coalición política a incluir en su agenda (en otras épocas se llamaba “plataforma”) temas que no son parte de su ideario o ideología. La derecha no es igualitarista y, en consecuencia, la desigualdad no suele ser para ella un problema, aunque el dispositivo de conquista de preferencias sociales que supone las elecciones la empuje en ocasiones a mostrarse más preocupada de lo que está, estuvo y estará en el destino de los excluidos. No hay nada de malo en ello, sólo una cuestión ideológica (y, con perdón por la antigualla, ética). Pero visto su recurrente desinterés por la cuestión social, hay que decir que la intensidad con que baten el parche con el tema de la inseguridad quienes se afilian a posiciones claramente contrarias a la integración social y la reducción de la desigualdad, es un síntoma de la forma en que la lógica del mercado logró atravesar a –una extensa parte de– nuestra sociedad. De acuerdo a esa lógica, la problemática social se reduce a un shopping list con las demandas de los sectores integrados. “Queremos poder caminar tranquilos”, “queremos comprar dólares”, “queremos veranear allá”, y otras expresiones por el estilo, constituyen anhelos muy legítimos, pero que no están de ningún modo desvinculados de la política económica, de la salud pública, de la cantidad y calidad del empleo, de la educación, del gasto público, de las mejores o peores instituciones, de la distribución del ingreso, etcétera. Las sociedades son densas tramas vinculares moldeadas por múltiples determinaciones complejas. Suponer que un gobierno, o más aún, un Estado, es un centro de atención al cliente que atiende demandas aisladas de individuos igualmente aislados unos de otros, definitivamente, antes que un error, es un desquicio.
Ocuparse de la inseguridad sin hacer centro en la desigualdad y la exclusión implica concentrarse exclusivamente en la faz punitiva del tema y aniquilar el ideal emancipador de la democracia en una cárcava correccional.
La desigualdad es un tema alarmante en el mundo. Y es motivo de preocupación, no tanto (como sería deseable) por cuestiones valorativas como por el riesgo que la desigualdad extrema significa para la seguridad estratégica de los países centrales y por el freno o dificultad que supone a la expansión económica capitalista. Desde que el neoliberalismo se instaló con fuerza en el mundo a fines de los años ’70, el proceso de concentración de riqueza fue incesante y brutal. Hoy, la mitad de la riqueza global está en manos de menos del 1% de la población mundial y ese grupo privilegiado no dejó de acrecentar su riqueza desde 1980 hasta el presente. En los Estados Unidos, mientras que el 90% de la población más pobre se empobreció más aún desde 2009, el 1% más rico se apropió del 95% del crecimiento total posterior a aquel año. 3.500 millones de personas (es decir, la mitad de la población mundial) apenas alcanzan a acumular entre todos una riqueza equivalente a la de las 84 personas más ricas del mundo. La suma de las fortunas de las 10 personas más adineradas de Europa (217.000 millones de euros) supera el monto de las medidas de estímulo aplicadas en todo el continente entre 2008 y 2010 (200.000 millones) en el marco de la brutal crisis que aun no cesa y que dejó consecuencias sociales desastrosas en varios países. Además, existe un inmenso caudal de dinero oculto en el mundo (estimado en 18,5 billones de dólares) cuya apropiación es razonable pensar que no sólo no mejora un ápice el panorama de la desigualdad sino que lo agrava considerablemente.
En este contexto, la Argentina, junto con algunos otros países de la región, logró dar pasos en la mejora de la distribución del ingreso (flujo) medido por el índice de Gini. En 2003, la Argentina tenía un Gini de 0,547 y logró reducirlo a 0,411 en 2013, según datos del Banco Mundial. También logró avances significativos en inclusión social que sería bueno que todas las fuerzas políticas se comprometieran a sostener y mejorar si fuese posible.
Sin embargo, la desigualdad en la riqueza (stock) y los niveles de polarización (el 10% más rico apropia el 32% de la renta y el 20%, casi la mitad) constituyen una realidad mucho más consolidada cuya modificación progresiva requiere no sólo más tiempo, sino también que sea una meta para el conjunto del sistema político (o para una mayoría extensa), instituciones fuertes y, fundamentalmente, un cambio cultural que nos permita asumir dos cuestiones básicas: a) que la exclusión es la contracara de una riqueza infamante y, en consecuencia, si nos importa mucho la exclusión, tenemos que discutir sobre la riqueza, sus formas de acumulación, sus dispositivos de legitimación. En las sociedades modernas no hay nada más opaco que el circuito de generación de dinero, nada que genere más pobreza y violencia que la riqueza exorbitante, ni nada más autoritario y que amenace más a las democracias que los grupos económicos concentrados; b) que en los ’90, el neoliberalismo inoculó en nuestra sociedad (como en cada sitio en donde hizo pie) un dispositivo simbólico centrado en el dinero y el consumo que atravesó a nuestra sociedad y a nuestros dirigentes más aún de lo que estamos dispuestos a reconocer. Cuestionar radicalmente la centralidad del consumo como lugar preeminente de inscripción de la experiencia social y el valor existencial de un vehículo de alta gama, de una urbanización cerrada o de una hamburguesa es un desafío, pesado y definitivo, que no puede quedar por fuera de una política que pretenda transformar la realidad en el sentido del igualitarismo, de una mejor democracia, de más solidaridad, de mejores instituciones y más inclusión.
Quizás se debería invertir un poco más de tiempo de debate público en plantear las múltiples caras de la exclusión y las formas de enfrentarlas. Si es por tiempo, nada se perdería con restarle un poco del que insume la banalidad en los grandes medios. Parafraseando a Dostoievski en La casa de los muertos, se podría decir que el grado de civilización de una sociedad se juzga visitando la exclusión, la desigualdad, las privaciones. Mejorar las condiciones de vida de la gente (proveer infraestructura, propiciar el acceso a la tierra, a la vivienda digna, al empleo, a la educación, a los buenos servicios públicos, a las buenas políticas sociales, a la previsión social, etcétera) es un objetivo que enaltece la política democrática y la mejor defensa frente a los embates del crimen y la violencia, institucional o de cualquier otra.
En el tejido social lacerado por la desigualdad abrevan las oportunidades de toda forma de explotación e incivilidad. La seguridad refiere a múltiples aspectos de la vida en comunidad susceptibles de afectar los lazos con el otro. Los modos de relacionarnos y los lenguajes que nos hablan, parecen dar cuenta de una deriva signada por infinitas instancias de desafectividad en el acuerdo social. Se trata de ese aspecto inasible y vital como el oxígeno, que nos hace parte de un “nosotros” o nos contamina el aire que respiramos. Abordar esta cuestión parece impostergable, algo así como “darse cuenta de la Aglaura que crece en tierra”.
30/03/14 Miradas al Sur
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