Desde Río de Janeiro En la secuencia del más mediático juicio de la historia reciente de Brasil, y también uno de los más torcidos en décadas, el Supremo Tribunal Federal –la Corte máxima de Justicia en Brasil– aceptó los recursos presentados por ocho de los condenados. Luego de una votación apretada, seis de los integrantes de la Corte decidieron que en el caso de corrupción denunciado en 2005 contra el gobierno de Lula da Silva no hubo asociación ilícita, mientras que cinco decidían por el contrario. De esa forma, las penas a los dos condenados más importantes y simbólicos, José Genoino, el ex guerrillero y ex preso político que presidía el PT cuando estalló el escándalo, y José Dirceu, también ex preso político y hombre fuerte del primer mandato presidencial de Lula da Silva, tuvieron sus penas reducidas. Cumplirán sus condenas en régimen semiabierto, es decir, podrán trabajar durante el día, volviendo a la cárcel para dormir.
En términos efectivos, al menos por ahora, nada cambia para Dirceu y Genoino. Víctima de la saña obsesiva del presidente de la Corte suprema, Joaquim Barbosa, y blanco prioritario de los conglomerados de comunicaciones, Dirceu todavía no obtuvo permiso judicial para trabajar, aunque exista una oferta en firme y un contrato formal. Así, continúa cumpliendo condena en régimen cerrado, pese a que la pena determina otra cosa. Genoino, que padece una enfermedad cardíaca crónica, sigue –al menos hasta que el emocionalmente inestable Barbosa determine lo contrario– en prisión domiciliaria.
En términos jurídicos –y morales–, la decisión de la Corte Suprema significa algo más importante: la denuncia presentada por el procurador general de la Unión tenía como centro de argumentación que durante el primer gobierno de Lula da Silva se formó una asociación ilícita, encabezada y dirigida por José Dirceu, con el objetivo de desviar recursos públicos para pagar mensualidades a parlamentarios que votarían a favor de proyectos del Poder Ejecutivo enviados al Congreso Nacional.
Jamás se presentó una mísera prueba de que ese mecanismo haya existido, y mucho menos de que una asociación ilícita hubiese sido formada bajo órdenes y liderazgo de Dirceu. Lo que sí existió, y los acusados admitieron, fue el uso de dinero no declarado, y por lo tanto ilegal, para pagar deudas de la campaña electoral de algunos partidos aliados, práctica absolutamente común en todas –todas– las elecciones realizadas en Brasil.
En realidad, ha sido un juicio de excepción, con los magistrados juzgando bajo intensísima presión mediática e introduciendo una serie de innovaciones jurídicas, empezando por la distribución de condenas dispensando la presentación de pruebas, especialmente en el caso de José Dirceu, o desconociendo pruebas de la defensa, como en el caso de José Genoino. Con la jubilación de dos de los ministros que integraron la Corte en la etapa anterior, los dos nuevos que llegaron dieron un vuelco a las condenas, aceptando los argumentos de la defensa. Algo de justicia se hizo, por fin.
Los abogados de defensa de Dirceu, Genoino y otros integrantes del PT que fueron condenados están estudiando la posibilidad de ingresar en la Corte Suprema con otro pedido, ahora para que se revise todo el juicio, buscando que se declare su nulidad. Las chances son mínimas, pero al negar el argumento central de la acusación, los integrantes del tribunal máximo abrieron esa posibilidad.
Mientras, si se respetan las normas penales brasileñas, Dirceu podrá recibir, a principios del año que viene, el beneficio de cumplir el resto de su pena de siete años en régimen abierto, que muy posiblemente sea transformado en prisión domiciliaria.
Todo dependerá de los humores de Joaquim Barbosa, que presidirá el Supremo Tribunal Federal hasta noviembre. Y los humores de Barbosa, quien otra vez protagonizó episodios de prepotencia, grosería y desequilibrio emocional en la sesión que el pasado jueves cambió las penas de algunos condenados, suelen tender, en once de cada diez ocasiones, a llevar a cabo una persecución implacable a Dirceu.
Es decir: al mismo Dirceu a quien él recurrió cuando era un aspirante a la Corte máxima del país. En esa época, Dirceu era el hombre fuerte del gobierno de Lula. Barbosa le pidió que intercediese ante el presidente para ser nombrado. Dirceu lo hizo, pero antes le comentó a Barbosa: “Ojalá llegue el día en que usted no tenga que pedir apoyo político para el puesto que pretende ocupar”. Y esa frase es algo que, más allá de cualquier justicia, Barbosa no le perdona.
En términos efectivos, al menos por ahora, nada cambia para Dirceu y Genoino. Víctima de la saña obsesiva del presidente de la Corte suprema, Joaquim Barbosa, y blanco prioritario de los conglomerados de comunicaciones, Dirceu todavía no obtuvo permiso judicial para trabajar, aunque exista una oferta en firme y un contrato formal. Así, continúa cumpliendo condena en régimen cerrado, pese a que la pena determina otra cosa. Genoino, que padece una enfermedad cardíaca crónica, sigue –al menos hasta que el emocionalmente inestable Barbosa determine lo contrario– en prisión domiciliaria.
En términos jurídicos –y morales–, la decisión de la Corte Suprema significa algo más importante: la denuncia presentada por el procurador general de la Unión tenía como centro de argumentación que durante el primer gobierno de Lula da Silva se formó una asociación ilícita, encabezada y dirigida por José Dirceu, con el objetivo de desviar recursos públicos para pagar mensualidades a parlamentarios que votarían a favor de proyectos del Poder Ejecutivo enviados al Congreso Nacional.
Jamás se presentó una mísera prueba de que ese mecanismo haya existido, y mucho menos de que una asociación ilícita hubiese sido formada bajo órdenes y liderazgo de Dirceu. Lo que sí existió, y los acusados admitieron, fue el uso de dinero no declarado, y por lo tanto ilegal, para pagar deudas de la campaña electoral de algunos partidos aliados, práctica absolutamente común en todas –todas– las elecciones realizadas en Brasil.
En realidad, ha sido un juicio de excepción, con los magistrados juzgando bajo intensísima presión mediática e introduciendo una serie de innovaciones jurídicas, empezando por la distribución de condenas dispensando la presentación de pruebas, especialmente en el caso de José Dirceu, o desconociendo pruebas de la defensa, como en el caso de José Genoino. Con la jubilación de dos de los ministros que integraron la Corte en la etapa anterior, los dos nuevos que llegaron dieron un vuelco a las condenas, aceptando los argumentos de la defensa. Algo de justicia se hizo, por fin.
Los abogados de defensa de Dirceu, Genoino y otros integrantes del PT que fueron condenados están estudiando la posibilidad de ingresar en la Corte Suprema con otro pedido, ahora para que se revise todo el juicio, buscando que se declare su nulidad. Las chances son mínimas, pero al negar el argumento central de la acusación, los integrantes del tribunal máximo abrieron esa posibilidad.
Mientras, si se respetan las normas penales brasileñas, Dirceu podrá recibir, a principios del año que viene, el beneficio de cumplir el resto de su pena de siete años en régimen abierto, que muy posiblemente sea transformado en prisión domiciliaria.
Todo dependerá de los humores de Joaquim Barbosa, que presidirá el Supremo Tribunal Federal hasta noviembre. Y los humores de Barbosa, quien otra vez protagonizó episodios de prepotencia, grosería y desequilibrio emocional en la sesión que el pasado jueves cambió las penas de algunos condenados, suelen tender, en once de cada diez ocasiones, a llevar a cabo una persecución implacable a Dirceu.
Es decir: al mismo Dirceu a quien él recurrió cuando era un aspirante a la Corte máxima del país. En esa época, Dirceu era el hombre fuerte del gobierno de Lula. Barbosa le pidió que intercediese ante el presidente para ser nombrado. Dirceu lo hizo, pero antes le comentó a Barbosa: “Ojalá llegue el día en que usted no tenga que pedir apoyo político para el puesto que pretende ocupar”. Y esa frase es algo que, más allá de cualquier justicia, Barbosa no le perdona.
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