martes, 18 de febrero de 2014

NOTAS SOBRE LO LOCAL, TIQUUNIM

Todo lo que conforma hoy en día un paisaje aceptable para nosotros, es el fruto de sangrientas violencias y de conflictos de una rara brutalidad.
Esto podría ser pensado como un resumen de lo que el gobierno demokrático quiere hacernos olvidar. Olvidar que los suburbios han devorado el campo, que las fábricas han devorado los suburbios, que la metrópoli tentacular, ensordecedora e inquieta ha devorado todo.
Constatarlo no significa lamentarlo. Constatarlo significa: captar los posibles. En el pasado, en el presente.

El territorio cuadriculado donde nuestro día a día toma lugar, entre el supermercado y la cerradura electrónica de la puerta principal, entre los semáforos y los pasos peatonales, nos constituye. Pero también estamos habitados por el espacio en que vivimos. Y más aún que, de ahora en adelante, todo lo que él contiene, o casi todo lo que contiene, funciona como un mensaje subliminal. No hacemos ciertas cosas en ciertos lugares, porque tales cosas no se hacen.
El mobiliario urbano, por ejemplo, es casi completamente inútil —¿nunca te has preguntado quién podría sentarse en las bancas de una de las neo-plazas de hoy sin sucumbir a la más violenta desesperación?—; tiene sólo un sentido y una función, y ese sentido y esa función son totalmente disuasivos. “Sólo estás en casa cuando estás en casa, o donde sea que hayas pagado, o donde sea que estés bajo vigilancia”, nos recuerda el mobiliario, como si fuera su única misión.

El mundo se globaliza, pero a la vez se estrecha.
El paisaje físico que atravesamos cada día a grandes velocidades (en automóviles, en el transporte público, a pie, a prisa), efectivamente tiene un carácter irreal porque en él nadie vive nada en absoluto, y en él nada puede vivir. Es una especie de micro-desierto donde uno está como exiliado, entre una propiedad privada y otra, entre una obligación y otra.
Por otra parte, nos parece mucho más acogedizo el paisaje virtual. La pantalla de cristal líquido de la computadora, la navegación en Internet, los universos televisuales o de play-station nos son infinitamente más familiares que lo que son las calles de nuestros propios barrios, poblados en las noches por la luz lunar de las farolas callejeras y las cortinas metálicas de las tiendas cerradas.
Lo opuesto a lo local, no es lo global; es lo virtual.

Lo global se opone tan poco a lo local que de hecho es quien lo produce. Lo global designa meramente una cierta distribución de diferencias a partir de una norma que las homogeniza. El folclore es efecto del cosmopolitismo. Si nosotros no sabemos que lo local es local, éste terminaría siendo para nosotros una pequeña globalidad. Lo local aparece a medida que lo global se hace posible, y necesario. Irse a trabajar, irse de compras, viajar lejos de casa, eso es lo que hace a lo local algo local, que de otra manera sería modestamente el lugar donde uno vive.
Es más, nosotros no vivimos propiamente hablando en ninguna parte. Nuestra existencia está simplemente recortada en sectores delimitados por líneas horarias y topológicas, en pequeños trozos personalizados de vida.
Pero eso no es todo. uno querría hacernos vivir actualmente en lo virtual, definitivamente deportados. Ahí, la vida que uno nos desearía se recompondría en una curiosa unidad de no-tiempo y no-lugar. Lo virtual es, como un anuncio de Internet lo dice, “un lugar donde puedes hacer todo lo que no puedes hacer en la realidad”. Pero ahí, donde “todo está permitido”, el mecanismo de paso de la potencia al acto está bajo total vigilancia. En otros términos: lo virtual es el lugar donde los posibles jamás devienen reales, pero se mantienen indefinidamente en un estado de virtualidad. Aquí la prevención sale triunfante sobre la intervención: si todo es posible en lo virtual, es sólo porque el dispositivo asegura que todo permanezca igual en nuestra vida real.

Pronto, se dice, estaremos teletrabajando y teleconsumiendo. En la televida, no volveremos a estar afligidos por el doloroso sentimiento de aborto de los posibles que habitaba todavía el espacio público, en cada mirada cruzada y tan pronto abandonada. El fastidio de estar inmersos entre nuestros contemporáneos, que casi siempre son desconocidos, en las calles o donde sea, será abolido. Lo local, expulsado de lo global, será expulsado hacia lo virtual, para hacernos creer, de una vez por todas, que nada más que lo global existe. Será necesario adornar la uniformidad multiétnica y multiculturalista, para hacer la píldora más fácil de tragar.

Mientras se espera el advenimiento de la televida, nosotros adelantamos la hipótesis de que nuestros cuerpos en el espacio tienen un sentido político, y de que la dominación constantemente maniobra para ocultarlo.
Gritar un eslogan en la casa no es lo mismo a gritarlo en medio de una escalera o en la calle. Hacerlo a solas no es lo mismo que hacerlo con varios más, y así sucesivamente.

El espacio es político y el espacio es viviente, porque el espacio está poblado, poblado por nuestros cuerpos que lo transforman por el simple hecho de que los contiene. Y es por esto que está bajo vigilancia, y es por esto último que se mantiene cerrado.
La idea de un espacio que se representa como algo vacío que vendría a continuación a ser llenado con objetos, cuerpos y cosas, es falsa. Por el contrario, ésa es la idea de espacio obtenida al remover mentalmente de un espacio concreto todos los objetos, cuerpos y cosas que lo habitan. El poder actual ha ciertamente materializado esta idea en sus explanadas, sus autopistas, sus arquitecturas. Pero está siendo constantemente amenazada por su vicio de origen. Que algo tenga lugar en el espacio que ella controla, que gracias a un acontecimiento un trozo de dicho espacio devenga un lugar, haga un pliegue inesperado, eso es todo lo que quiere conjurar el orden global. Y contra esto, éste ha inventado lo “local”, en el sentido de un ajustamiento continuo de todos sus dispositivos de aprehensión, de captura y de gestión.

Es por esto que yo digo que lo local es político, porque es el lugar de la confrontación presente.



Traducción por Camilo Barría R.

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