Decía Abelardo Castillo en su cuento “La cuarta pared”: “Si desapareciera súbitamente esa pared podríamos ver a la mujer, y hasta escuchar la primera de las siete campanadas que de un momento a otro dará el reloj de péndulo, y poco a poco iría llegando hasta nosotros un tenue olor a lilas que, antes de volverse familiar y desaparecer por completo, podría resultar casi incomprensible. No porque en la habitación no haya lilas, sino justamente porque las hay”.
La economía argentina se organizó inicialmente alrededor de la extraordinaria productividad del sector agropecuario. La provisión de carnes y cereales a los países centrales a partir del principio de las ventajas comparativas y la importación de bienes industriales, constituyó la base de la matriz económica durante el período de hegemonía británica. La crisis de 1930, la guerra y los cambios acontecidos en el escenario internacional en la tercera y cuarta décadas del siglo veinte, empujaron una incipiente industrialización. Reconstituido el equilibrio mundial bajo la hegemonía de los EE.UU., el papel de proveedor de materias primas de origen agropecuario y la industrialización inconclusa entran en tensión. Los diferenciales de productividad relativa de los sectores primario e industrial determinan crisis recurrentes del sector externo cuyas principales manifestaciones son las devaluaciones, las fugas de capitales, las pujas distributivas. Hasta mediados de 1970 con altas y bajas funcionó una economía cerrada sustitutiva de importaciones, jalonada por cíclicas crisis ampliamente descriptas como de stop and go, originadas en el propio sendero de crecimiento.
A partir de entonces se impuso el paradigma de la apertura económica, la desregulación de los mercados, la valorización financiera del capital y el endeudamiento externo. Este período se extiende entre 1975 y 2001/2 (con un momento inicial muy intenso durante la dictadura militar y otro en la década del noventa) y colapsa con la crisis de la convertibilidad que afectó no sólo a la economía, sino también a todo el sistema político y provocó una gravísima situación social.
Desde entonces, la Argentina retomó un modelo de desarrollo con regulación estatal, desendeudamiento externo, promoción industrial, distribución del ingreso y énfasis en el empleo y la inclusión social. Podemos decir que lo que estamos viendo desde hace varios meses es el retorno de las crisis del tipo stop and go, con un intento de salida que no sigue los cánones de la ortodoxia neoliberal, ni responde linealmente a las presiones de los actores transnacionales o vinculados al mercado global.
El énfasis puesto a partir de 2003 en industrias que dependen altamente del componente importado (básicamente, automotriz y electrónica), unido a la insuficiencia de la matriz energética, exacerba las tensiones que se originan en una industrialización inconclusa y desemboca –nuevamente– en la restricción externa. Pero a estos factores estructurales hay que agregarle el comportamiento disruptivo de actores que parecen disputar no sólo intereses económicos, sino también perseguir en sus movimientos cambios en el tablero político, institucional, ideológico y cultural, en ocasiones con total desprecio de cualquier alteridad.
En este sentido, el solapamiento de la situación económica actual con el último tramo del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y la vigencia de las pujas de poder que se abrieron en estos tiempos magnifica la escena, enardece algunos procedimientos y confunde objetivos, alcances y riesgos.
La Argentina es un país en el cual la política le imprime a la economía un rango de variabilidad amplio en sus opciones. Quizá con la sola excepción de los años ’90 en que el pensamiento único campeó de modo asfixiante, el tablero político argentino siempre está atravesado por disyuntivas, ambivalencias y distancias ideológicas que se expresan también sobre la economía. A veces de un modo que no es fácil asimilar a las categorías derecha-izquierda e inclusive con franca prescindencia de las mismas. Es difícil encontrar países en la región en donde la política tenga tanta potencia. Por un lado, eso es muy saludable, entre otras cosas, porque desmarca a la política de la percepción de irrelevancia a la que parece estar condenada cuando la voluntad de los poderes fácticos se impone inexorablemente y en consecuencia nutre a la democracia de una vitalidad que jamás podría tener si la economía quedara fuera de su dominio. Por otro lado, obliga a los actores a un ejercicio arduo y peliagudo a través de senderos estrechos, limitados frecuentemente por la épica de la conquista y el trance de la reversibilidad.
Decir que estamos en presencia de un ajuste es reconocer una realidad que, dada la carga valorativa adversa que la palabra “ajuste” tiene en la cultura política del progresismo argentino, le cuesta asumir al kirchnerismo. Pero hay que decir también que la forma de afrontar esta crisis está lejos de las recetas convencionales y le rinde tributo a la mejor tradición del kirchnerismo. Paradoja, en cuyos pliegues anida la clave que hará de esta coyuntura un nuevo punto de arranque o una ciénaga en la cual se dilapide mucho de lo bueno construido. Por lo pronto, vale constatar que una situación como la actual en –casi– cualquier otro momento de la historia democrática del país hubiera significado la caída del gobierno. Que no haya ocurrido y que, lejos de eso, el Gobierno esté firme y en control de las cosas, habla del vínculo que el kirchnerismo supo tejer con su electorado duro y con un amplio sector de la sociedad (que puede votarlo o no) del que no suele dar cuenta ni atina a entender la prensa dominante.
La puja distributiva, como en la estructura de la cebolla, es la capa de afuera de otras que la preceden. La inminente apertura de las paritarias (recuperadas precisamente a partir del ciclo político del kirchnerismo) pone en el centro de la política la discusión de los aumentos salariales ante la disparada de precios que siguió a la devaluación. Pero también deberá estar en el centro el nivel de empleo, en momentos en los que la economía recorre rutas anegadas y sinuosas. Los intereses concretos de los empresarios que producen y comercian en la Argentina y de los trabajadores en general están más cerca de la sensatez que de la desmesura. Pero también están los intereses que pujan por apreciar el dólar despreciando al conjunto de la sociedad y quienes se encargan en los medios y en la política de confundir y alterar sentidos y razones.
La pelea de fondo sigue siendo por el tipo de sociedad que se quiere construir y el tipo de economía capaz de darle sustento material. Lo que viene se parece a una escena de teatro sin la “cuarta pared”, en la que más allá de los deseos y los imaginarios, algo aún inextricable irrumpirá ordenando lo real. En la Argentina, la política ha vuelto a ser en estos años el quehacer humano que se ocupa de esas cuestiones. No es poco, en un mundo en el que las grandes decisiones parecen quedar lejos de los pueblos y sus democracias. Pero por eso mismo no deja de ser peligroso. Para algunos podría resultar incomprensible como el olor a lilas del cuento de Abelardo Castillo: …“no porque en la habitación no haya lilas, sino justamente porque las hay”.
16/02/14 Miradas al Sur
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