Por Leonardo Castagnino
En el cementerio de la Recoleta habitan historias y leyendas de toda clase. Es el lugar en el que los personajes que fueron protagonistas de nuestra historia, paradójicamente, nos revelan parte de su vida.
Esta es una historia plagada de amores y desamores, de silencios, de la rebeldía de una mujer del siglo XIX, que con su mutismo, quiso decir muchas cosas.
Salvador María del Carril y Tiburcia Domínguez, de ellos se trata, matrimonio de la alta sociedad porteña. Él 46 años, ella apenas 17.
El mausoleo, una construcción majestuosa en la que se destaca un baldaquino, en forma de aguja coronada con la figura de Cronos, Dios del Tiempo, es toda una escenografía de una novela sin final feliz. La belleza arquitectónica no puede, o no quiere, disimular los sentimientos encontrados.
Se lo ve a Salvador María del Carril, quien fuera vicepresidente durante el gobierno del general Urquiza, pero pasó a la historia por ser uno de los promotores del fusilamiento de Dorrego, sentado en un imponente sillón, dirigiendo su mirada hacia el horizonte y a sus espaldas una mujer.
Se trata de Tiburcia Domínguez, su mujer, representada por un sencillo busto, refleja en su rostro energía, firmeza, convicción.
Cuenta la historia que Salvador María del Carril le reprochó a la joven esposa, su compulsión a gastar. Ella, continuo como si escuchara llover, y siguió comprando todo aquello que le apetecía.
Él, enfurecido, optó por publicar en los diarios de la época, una solicitada en la que dejaba bien en claro que no se haría cargo de las deudas contraídas por su esposa.
Justamente, en ese punto, finalizó la historia de amor. Ella decidió nunca más dirigirle la palabra.
Y así, sin un sí, sin un no, el silencio matrimonial imperó durante 30 años.
En 1883 Salvador María del Carril fallece, y ella decide mandar a construir el majestuoso mausoleo, donde residen los restos.
En 1883 Salvador María del Carril fallece, y ella decide mandar a construir el majestuoso mausoleo, donde residen los restos.
En los años que le quedaron de vida, doña Tiburcia se dedicó a hacer lo que sabía hacer bien: gastar.
Así fue que mandó a construir un palacio en Lobos (provincia de Buenos Aires), y no reparó en gastos. Contaba con tres plantas, muchas habitaciones para huéspedes y además, se dio el lujo de contratar al paisajista Carlos Thays para diseñar el parque.
Noches de fiestas, tertulias, reuniones sociales, joyas relucientes, brillos y esplendores varios.
Ella muere quince años después que su esposo y en su testamento dejó escrito: “no quiero mirar en la misma dirección que mi marido por toda la eternidad”…
De sobrenombre, Rosas lo llamó “Dr. Lingotes”.
AGENDA DE REFLEXION
Leonardo Castagnin
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