viernes, 21 de junio de 2013

“Hay que ser muy hijo de puta para bombardear y ametrallar”

“Hay que ser muy hijo de puta para bombardear y ametrallar” Los dos nos habíamos abrigado muy bien. Yo con mi sobretodo en su quinto invierno y Alejandro con un trajecito de franela color marrón con rayas blancas, zoquetes, zapatos marrones y ese pequeño sobretodo azul oscuro que con Martita le habíamos comprado cuando comenzó el otoño. Ya le iba medio chico. Tomamos (..) el subterráneo. Por Víctor Ego Ducrot Descendimos en la estación Diagonal Norte y buscamos el tranvía que llegaba hasta la Plaza de Mayo (…). A la altura de la avenida Alem y Bartolomé Mitre, el trolebús que nos dejaría en la esquina del sanatorio estaba detenido en la parada. Caminé a paso ligero, casi arrastrando a Alejandro detrás de mí, y quise ver la hora; las doce y media pasada. Apuré un poco más el paso y un ruido que me resultó extraño de repente nos aturdió a todos (…). Eran aviones. Después una explosión enorme y una lengua de fuego y gritos que venían de todas partes. Había estallado el trolebús que queríamos alcanzar. Me quedé congelado, aterrorizado, apreté bien fuerte la mano de Alejandro (…). Todos buscaban un refugio hasta ahora desconocido. Casi de un salto, sin soltar la mano de Alejandro, que miraba a su alrededor sin darse cuenta bien de lo que sucedía, me zambullí en la puerta de un bar que ya estaba lleno de gente y de gritos. Esto me sucedió el 16 de junio. Estaban bombardeando la Plaza de Mayo. Querían voltear a Perón pero asesinaban a gente inocente. Todos sabíamos que el gobierno estaba en una posición débil y las versiones sobre levantamientos militares estaban a la orden de día, pero eso fue una barbaridad. Fue un acto de criminales (…). Sentía que estábamos en una trampa mortal, que en cualquier momento volaríamos por los aires. Alcé en mis brazos a Alejandro, lo apreté contra el pecho y salí corriendo por la avenida Alem hacia Retiro. Corrí con toda la fuerza que me permitieron mis piernas. Quería alejarme de la Plaza, que estallaba entre aviones de sobrevuelos rasantes, explosiones de bombas y repiqueteos de ametralladoras. Sentí que me quería escapar del infierno y no me di cuenta que gritaba y lloraba al mismo tiempo; por Alejandro que estaba en mis brazos, por Martita que estaba sola en el sanatorio; por mí, por todos los que gritábamos. Después de correr no me acuerdo cuántas cuadras ya no me quedaban aire ni fuerzas. Me detuve, me senté sobre el cordón de la vereda y le dije a una mujer que me miraba con ojos de terror, ¡son unos hijos de puta, están matando a la gente! (…). Cuando subimos hasta el piso en el que se encontraba la habitación de Martita, otra enfermera me dijo que debíamos esperar un rato. Que nos podíamos sentar pero, señor Bordenave, quédese tranquilo, lo felicito, su señora tuvo una nena preciosa. Le acarició la cabeza a Alejandro y le dijo:- tu hermana es hermosa, ¡tenés que cuidarla, eh! Me dejé caer en un sillón. Quise evitarlo pero no pude; fue mejor, ahí podía llorar tranquilo. Creo que Alejandro me miraba con cara de susto, de desconcierto pero en silencio. Apenas le oí decir, ¿qué pasa papá, cuándo veo a mi hermana? Pero mirá si serán hijos de puta. Después informaron que habían muerto trescientos cincuenta y cinco personas y que hubo cerca de seiscientos heridos (…). Hay que ser muy hijo de puta para bombardear y ametrallar (…). Me imagino lo que vos me vas a decir, pero no quiero ni pensar en lo serán capaces de hacer estos tipos cuando derroquen a Perón (…). Ese fue el relato que Pedro Bordenave le hizo a su viejo amigo José Luis Batilana, recién llegado a Buenos Aires, sobre los acontecimientos del 16 de junio de 1955”. No se trata exactamente de un testimonio periodístico, o mejor dicho casi lo es historiográfico, aunque en un contexto de ficción. Sucede que un día me atreví y escribí El derrocado, novela histórica que Sudamericana publicó en 2005, justo al cumplirse medio siglo de ese acto terrorista que fue el bombardeo sobre Plaza de Mayo de 1955, en el marco de la espiral golpista contra el gobierno constitucional de Juan Domingo Perón y como una suerte de ensayo general sudamericano de lo que serían los métodos de la doctrina de la seguridad nacional, desplegados a partir de ese entonces en toda la región para desestabilizar y deponer gobiernos democráticos y populares y masacrar a los contingentes sociales mayoritarios e identificados con los mismos. Pero antes de ensayar una breve explicación acerca del por qué de la cita en el comienzo de hoy, que no obedece simplemente a que el próximo domingo será 16 de junio, debo volver a corregirme o tal vez con una aclaración baste: los hechos narrados en la novela en torno a aquella jornada de sangre son de carácter autobiográfico, pues Pedro Bordenave está inspirado en mi padre y Alejandro en mí mismo, por lo que aquí podrá afirmarse que toda coincidencia con la vida real no es error ni casualidad; simplemente es. Hace pocos días, en el programa de radio que los lunes por la mañana él mismo conduce en la radio pública bonaerense AM1270, el vicegobernador de la provincia de Buenos Aires, Gabriel Mariotto, se preguntaba acerca de qué país distinto hubiese sido el nuestro sin aquellos bombardeos, sin el golpe de septiembre, pues en principio no se hubiese interrumpido el proyecto nacional que el 17 de octubre de 1945 tomo forma en las calles, con pinta y tono de clase obrera; lo hacía en ocasión de entrevistar Juan Carlos Livraga, el sobreviviente de León Suárez que le permitió a Rodolfo Walsh acometer con esa obra clave del periodismo argentino que es Operación Masacre. ¿Qué nos hubiese sucedido a los argentinos sin aquellos días de plomo? Pregunta imposible de responder y cuestión más complicada aun si se la quiere discernir desde el territorio de la historia, pero buen disparador para el entendimiento de los mapas políticos que trazan los pueblos en sus perseverancias; perseverancias ellas que quizá nunca se hayan referido mejor que con estos versos: “Tantas veces me mataron, / tantas veces me morí, / sin embargo estoy aquí, / resucitando. / Gracias doy a la desgracia /y a la mano con puñal / porque me mató tan mal, /y seguí cantando. / Cantando al sol como la cigarra / después de un año bajo la tierra, / igual que sobreviviente / que vuelve de la guerra. / Tantas veces me borraron, / tantas desaparecí, / a mi propio entierro fui / sola y llorando (…) / Tantas veces te mataron, / tantas resucitarás, / tantas noches pasarás / desesperando. / A la hora del naufragio / y la de la oscuridad / alguien te rescatará / para ir cantando.” (María Elena Walsh; 1972). Es que los pueblos son como la cigarra, con capacidades para resistencias infinitas, y es porque ya entrada la segunda década del siglo XXI, aquellos que descargaron (y descargan) su odio contra personas indefensas el 16 de junio de 1955 – utilizo la palabra aquellos como indicadora de una trama de clases sociales, intereses y rasgos culturales que se identifican con el país gorila (¡qué palabra redonda!) – no soportan lo que nosotros, los bombardeados, festejamos: el reciente primer aniversario de lo que convino en denominarse, y con más que justificado destino de justicia, la “década ganada”. 18/06/13 Tiempo Argentino

No hay comentarios:

Publicar un comentario