domingo, 2 de junio de 2013

Entre esos tipos y yo Por Eduardo Anguita eanguita@miradasalsur.com

Cuando terminaba el Mundial de Fútbol 78, como era habitual los días martes, el carcelero que actuaba de cartero, vestido de uniforme blanco, llegaba al pabellón 2 y decía un nombre en voz alta. Con la parsimonia carcelaria, el carcelero que estaba dentro del pabellón se acercaba a la celda del mencionado, le abría la puerta y el preso salía raudo a la reja para recibir la o las cartas que le mandaban los familiares directos y autorizados, previa lectura de los penitenciarios. Cuando el cartero dijo mi nombre y el carcelero me abrió la puerta, fui hasta la reja. El mensaje fue breve: “Anguita, dígale a su madre que deje de copiarle las cartas que le manda su esposa. Usted sabe que está prohibido”. Me di media vuelta y volví a mi celda, escuché cómo se cerraba la puerta y quedé preocupado. Efectivamente, Matilde, como varios otros familiares, transcribía algunas cartas breves que Wanda le enviaba a ella con el propósito de que ella las enviara con su letra y firmándolas “Mamá” y contando, con algunas alegorías, cómo estaba. Alguien había decidido que ese paso –cortar la correspondencia– fuera otro paso más hacia la muerte. Pocos días después, estando en la celda, un grupo de carceleros del cuerpo de requisa, al mando del oficial Raúl Rebaynera, alias el Nazi, hoy condenado a cadena perpetua (pero no acusado por el secuestro de Matilde), entró a mi celda. Me sacaron al pasillo, me pusieron de cara a la pared y volvieron a entrar a ese cubículo de poco más de un metro por poco más de dos donde sólo tenía algún libro, algunas cartas familiares, un calentador y algo de ropa. Al cabo de unos minutos, sin ejercer violencia contra mí, me hicieron entrar. Estaba todo revuelto y, cuando ordené las cartas, confirmé que se habían llevado las enviadas por Matilde. Pocos días después, mi padre vino a visitarme. Recuerdo que habían llegado también los padres de Gabriel De Benedetti, compañero mío de militancia, y yo me acerqué a saludar a Osvaldo, el padre de Gabriel, en primer término, porque sabía que días atrás a su otro hijo preso, el mayor, también Osvaldo, lo habían asesinado de un tiro en la cabeza en Tucumán por orden directa del genocida Antonio Bussi. Tras ese saludo, doloroso, a Osvaldo, lo abracé a mi padre, quien, con gesto de dolor, me dijo: “Yo también tengo malas noticias para darte”. Días pasados, el 24 de julio, habían ido un par de hombres, de civil, al salón de ventas del edificio que tenía Matilde a cargo en la inmobiliaria Peña en la avenida de Mayo al 700. Le dijeron que debía acompañarlos. Le permitieron hacer un llamado desde el café Tortoni. Tras hablar con Ana, la esposa de mi hermano Horacio, Matilde gritó y forcejeó. La sacaron a la rastra y, desde esa tarde, no sabemos nada de Matilde. 02/06/13 Miradas al Sur

No hay comentarios:

Publicar un comentario