jueves, 13 de junio de 2013
El descenso, un ejercicio democrático, por Andrés Burgo
En Informe Escaleno I La tribuna de River, un equipo que atraviesa las capas sociales, rompe las barreras invisibles del sistema. Eso nunca fue más evidente que durante la temporada 2011/2012, cuando los de Núñez disputaron el Torneo Nacional B: cada vez que se jugaba de visitante, era como si una parte de River (el pueblo y los orígenes a pulmón del club) recibiese a su otro yo (la del lujo, el equipo más campeón y con los futbolistas más caros de la Argentina del siglo XX).
Recuerdo cuando la AFA anunció el fixture de la B Nacional 2011/2012. Fue una noche de julio, todavía no se había cumplido un mes del descenso de River, y yo estaba en la sala de prensa del estadio Mario Kempes, en Córdoba, a la espera del partido que Brasil y Ecuador tenían que jugar por la Copa América 2011. Como había olvidado que era el día en que se divulgaría el cronograma de la temporada, la noticia me llegó a través de desconocidos. “En la tercera fecha le toca contra Desamparados y en la 16ª con Guillermo Brown de Puerto Madryn”, zumbaron otros periodistas en el anticipo de las fechas más caricaturescas. Ya era oficial: clubes artesanales del fútbol argentino pasaban a cruzarse con River en una intersección de nombres que creíamos tan probable como Gardel compartiendo gira con los Wachiturros. River siempre nos hizo sentir a sus hinchas que éramos Gardel, pero el presente parecía insinuar que éramos una multitud autoconvocada para seguir a una banda de dudoso gusto artístico.
Prendí mi computadora, me conecté a Internet y Gullo, un amigo fana de River, me saludó con la economía de palabras de las derrotas que no se maquillan: “En la última a Casanova contra Almirante. Estamos al horno”. Pero lejos de desanimarme, durante ese chat imaginé que aquel partido, justo a mitad de temporada, en La Matanza, sería la linterna que terminaría de iluminar la cueva en la que viviríamos durante nuestro destierro en la B. E implicaría, sobre todo, un regreso a nuestra segunda mitad, al otro River, al que solemos olvidar, al de nuestros comienzos, a aquella época en que River no era El Millonario sino El Darsenero. Mirar a River como si solo fuera una pasarela de los mejores jugadores del país y el gran campeón argentino sería amputar el esfuerzo de un inicio en el que nuestra única grandeza, como en el origen de todos los clubes grandes, residía en el esfuerzo. Creer lo contrario sería renegar de lo que fuimos y somos.
Ese día llegó seis meses después, un domingo de febrero de 2012. Y allá fuimos, a nuestra nueva realidad. Con Diego –otro misionero gallina- como acompañante, y un amigo de él en el asiento trasero de mi auto, tomamos la General Paz en dirección al Riachuelo, doblamos a la izquierda por Juan Manuel de Rosas, enfilamos por la ruta 3 y, al llegar a Isidro Casanova dejamos el Corsa en la calle trasera de Jesse James, un boliche que de noche invoca al agite del Oeste pero que a esa hora de la tarde, con el local cerrado, era un campo base ideal para caminar las diez cuadras que nos faltaban hasta la cancha de Almirante.
La atmósfera estaba pesada, y no solo por el sol de febrero. Algunos fuimos por nuestra cuenta pero muchos, incluida la barra brava, llegaron en una caravana de más de cincuenta colectivos que salió desde el Monumental. En la periferia de la cancha nos esperaban carros de combate del grupo Halcón, oficiales con ametralladoras y perros con colmillos afilados. Los hinchas de cualquier equipo sabemos el peligro al que nos exponemos, pero tampoco dejamos de hacerlo: prescindir de la televisión, hacer magia para comprar una entrada y entrar a la cancha, especialmente de visitante, tiene premio doble porque permite una integración social difícil de repetir en una vida en la que nos movemos en círculos más o menos cerrados. La cancha horizontaliza, la cancha democratiza, y aquella fila india por una calle cualquiera del partido bonaerense de La Matanza (que si fuera una provincia independiente sería la quinta más poblada del país, incluso por encima de Tucumán y Mendoza, con 1.800.000 habitantes) también era un mosaico social de la Argentina. La anatomía de un país respiraba ahí.
Vivir en Buenos Aires es extraño. Por una razón u otra, muchos nos movemos en un circuito relativamente pequeño: transitamos los barrios de siempre, viajamos por avenidas que ya hemos recorrido miles de veces y nos juntamos a comer y hacer vida social en pizzerías de las que ya sabemos hasta el humor de cada mozo. No solemos husmear qué es lo que sucede diez kilómetros más allá. En Buenos Aires y el Conurbano nos detienen muros invisibles.
Sospecho, por ejemplo, que varios de mis vecinos de Belgrano sienten mayor cercanía con París o Nueva York que con La Tablada. También conozco porteños y bonaerenses que desconocen si Turdera está en el sur, el oeste o el norte del Gran Buenos Aires, de la misma manera en que, para un laburante de William Morris, Nordelta huele tan distante como Manhattan. En lo personal, creo que nunca estuve en Marcos Paz, sé que desde hace quince años no piso José C. Paz, hace poco volví a Florencio Varela después de una década y no recuerdo haber entrado a un barrio privado (de Tigre, de Pilar o de donde sea) más de dos o tres veces en mi vida. Lo que quiero decir es que somos quince millones que vivimos en una misma ciudad pero que, en verdad, sólo lo hacemos en una mínima porción de Buenos Aires.
Y al menos por un rato, el fútbol de visitante no permite este tipo de desconexión social. No segrega, y en especial para las hinchadas de equipos grandes. Sospecho, en cambio, que los clubes que representan a un barrio o una ciudad tienen la virtud de trasladar ese pago chico a la cancha donde jueguen, pero no dibujan (no tienen por qué hacerlo, por supuesto) un collage federal, sino local. Por ejemplo, cuando Argentinos juega en Rosario, su tribuna será mucho más una pintura de La Paternal que de Buenos Aires y el Conurbano. Lo mismo con Almirante, la quintaescencia de Casanova.
Y aquel primer domingo de febrero, como cada vez que juega River (o Boca, o Racing, se entiende), caminábamos codo a codo hacia una misma ciudad (nuestra ciudad, la roja y blanca) marginados y señores feudales, tipos con la dentadura incompleta y gente que paga cinco mil pesos por un implante, y muchachos que ponen el cuerpo para ganarse la vida y empresarios que despiden a empleados con un chasquido de dedos. Algunos viven en calles de tierra y nunca entraron a un country, y otros viven en countries y nunca vieron una calle de tierra. Gente que pasa frío y gente que esquía en el frío. Tipos con el alma y la cabeza rota caminando al lado de tipos que flotan por la vida sin que, salvo River, algo los inquiete. Personas que eligen qué comen con personas que no eligen cuándo comen. Habitantes de una misma ciudad que no se cruzan: no coinciden en una sala de cine ni en el comedor de un restaurante ni en la cola de un hospital ni en la puerta de un cuarto oscuro para votar presidente, sino sólo en una tribuna (y, probablemente, en un recital de Los Redondos). ¿Cómo no es universal el fútbol si además nos pone en contacto con el resto de una ciudad y un país que, por diversos motivos, nos queda más lejos de lo que realmente está?
Y esa radiografía del país, que subyace más camuflada en los partidos como local (por ejemplo, sabemos que la platea San Martín alta en el Monumental reúne a la clase media), explota en los partidos de visitante, cuando abonados, plateístas y gente de la popular confluimos en un mismo (y pequeño) sector. Lejos de Núñez, la tribuna de River, un equipo que atraviesa las capas sociales, rompe las barreras invisibles del sistema.
Pero en lo puntual, en ese camino hacia la cancha de Almirante nos rodeaba, además, un paisaje que se correspondía con la lucha que pulseábamos en el fútbol versión proletaria, el del Ascenso. No estábamos en la prosperidad del Barrio River sino, y eso era lo interesante, en el ecosistema natural de mucha de la gente que llena el Monumental cada quince días. Aquella vez había miles de hinchas de nuestro equipo para quienes la cancha de Almirante les había quedado más cerca que ir a Nuñez. River nunca puede ser visitante en La Matanza, por eso era como si una parte de River, el pueblo (y aquellos orígenes a pulmón), recibiese a la otra parte de River, el lujo (el equipo más campeón y con los futbolistas más caros de la Argentina del siglo XX).
Y entonces, en vez de eludir concesionarias por la Avenida del Libertador, esta vez a nuestra izquierda contorneábamos cuadras enteras de casitas humildes y gente laburante, fogoneros del primer y el segundo cordón bonaerense, una geografía de clase trabajadora, de vidas y sueños austeros. Y del otro lado, a la derecha, camino a un estadio con tribunas a medio terminar, limitábamos con un predio semi abandonado perteneciente a un supermercado que nunca completó las obras anunciadas hace diez años. A un lado, vecinos que la pelean día a día. Al otro, una construcción paralizada, más prolífica en yuyos que en cemento. Y en el medio, nosotros. Aquello no era un mal resumen de River e, incluso, de la Argentina, porque además la calle se llamaba –se llama- José Rucci.
Aquel partido contra Almirante Brown, o también entre una parte de River contra la otra parte de River, terminó 1 a 1. A la rueda siguiente, contra el mismo rival, pero en Núñez, llegaría el fin del exilio y el regreso a la A. Son épocas en que somos tan Darseneros como Millonarios, y mejor así: el futuro de River, como el de todos los clubes grandes, radica en volver a su pasado.
GB
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