domingo, 2 de junio de 2013

9 DE JUNIO DE 1956

Hace 57 años ocurrió el bautismo de fuego del terrorismo de Estado Por Ricardo Ragendorfer Fue el anticipo del genocidio en la Argentina. Su saldo: el asesinato de 18 militares y 13 civiles peronistas. Aramburu y Rojas fueron los máximos responsables de la masacre. El sinuoso papel del célebre Francisco "Paco" Manrique. Apenas cinco palabras: "Hay un fusilado que vive." Ya se sabe que aquella frase, susurradas al oído de Rodolfo Walsh mientras jugaba al ajedrez en un cafetín de La Plata, fue el punto de partida de Operación Masacre, el libro que desnudó –debido al testimonio de Miguel Ángel Livraga, el sobreviviente en cuestión– la trama profunda del asesinato de un grupo de civiles en un basural de José León Suárez, durante la represión desatada por la llamada Revolución Libertadora para sofocar el levantamiento del 9 de junio de 1956. La conspiración de los generales peronistas Juan José Valle y Raúl Tanco había sido infiltrada por los servicios de inteligencia del régimen encabezado por el general Pedro Aramburu y el almirante Isaac Rojas. De modo que ellos conocían con antelación dónde y cómo iría a estallar la asonada. Sin embargo, la dejaron correr para así aplicar sobre sus protagonistas un "escarmiento" que resultara disciplinante y ejemplar. Entre aquel sábado y el 12 de junio, en seis lugares diferentes –la Penitenciaría Nacional, la Regional Lanús de la Policía Bonaerense, Campo de Mayo, el Regimiento VII de La Plata y la Escuela de Mecánica del Ejército, además del ya mencionado basural–, fueron fusilados 18 militares y 13 civiles. Para tal fin, los verdugos escenificaron parodias de juicios sumarísimos, se valieron de decretos –que establecían la Ley Marcial y la pena de muerte– promulgadas con posterioridad a los arrestos y adulteraron los registros para legalizar esos crímenes. Aquellas matanzas no fueron fruto de una medida de excepción sino –junto con el bombardeo del 16 de junio de 1955– el acto fundacional del terrorismo de Estado en la Argentina y, como tal, el anticipo de un genocidio. La impunidad que gozaron los asesinos habría de alentar la escalada criminal que culminó en 1976 con el secuestro, la tortura y el asesinato de miles de personas. EL FESTÍN DE LOS FUSILES. En 1970, un hombre demacrado y ojeroso saltaría al estrellato político desde el Ministerio de Bienestar Social. Corría la presidencia del general Alejandro Lanusse. Y Francisco Manrique, adalid de los jubilados y padre del PRODE, era la cara humana de esa dictadura. Nada hacía suponer que sus manos estaban manchadas con sangre. Tres lustros atrás, había empezado a trepar los primeros peldaños del poder en su calidad de edecán del presidente Aramburu. Durante el anochecer del 11 de junio de 1956 atendió el teléfono en la Casa Rosada. Del otro lado de la línea, oyó una voz que, simplemente, dijo: "Valle se quiere entregar." Era un conocido suyo: Andrés Gabrielli. En su departamento de la Avenida Corrientes estaba Valle, por entonces el prófugo más buscado del país. Manrique garantizó que se le respetaría la vida. A la madrugada del martes, Manrique salió al frente de una comisión militar para detener a Valle. Horas antes, Héctor Cándido, de 21 años, un aspirante del tercer año en la Escuela de Mecánica del Ejército, regresó tras un franco a esa dependencia, ubicada sobre la calle Pichincha. La ciudad estaba convulsionada y cerca del Regimiento tuvo que identificarse para avanzar. Adentro imperaba un clima vidrioso y él permaneció por horas en la guardia. Entonces vino un aspirante más antiguo y se puso a señalar: "¡A ver, vos, vení, y vos, y vos!" Los elegidos fueron con él hasta un descampado. Les dieron un fusil a cada uno, antes de formarlos en grupo. Y los pusieron delante de cuatro suboficiales. Recién ahí Cándido se dio cuenta de que integraba un pelotón de fusilamiento. Las ejecuciones de los suboficiales Miguel Paolini, José Rodríguez, Ernesto Gareca y Hugo Quiroga fueron simultáneas. El general Ricardo Arandia daba las órdenes. Garecca se abrió la camisa al morir. Rodríguez alcanzó a dar unos pasos antes de caer de bruces. Arandia les dispensó los tiros de gracia. En ese instante, tras una maldición a viva voz, Cándido vomitó hasta vaciar las tripas. Ya durante el alba del martes, Manrique –que lucía jinetas de capitán de navío–, llevó a Valle hacia el Regimiento I de Palermo. En el trayecto, intentó ser amable, y dijo: "Gabrielli le salvó la vida, general." Valle no le contestó. En Palermo fue sometido a un interrogatorio, después del cual se le dijo que ha sido condenado a la pena de muerte. Su siguiente escala fue la Penitenciaría Nacional. Tal vez en su celda haya evocado la figura de su asesino. Aramburu y él habían ingresado juntos al Colegio Militar. Allí serían compañeros de banco hasta que egresaron como subtenientes. En aquellos tiempos los unía una gran amistad. Hasta compartían con sus familias largos veraneos en Mar del Plata. Años más tarde, con otros generales, participaron en la constitución de una sociedad para la construcción de un edificio en las calles presidente Perón y General Urquiza, en Mar del Plata. Pero, ya se sabe, tomaron caminos diferentes. La esposa de Valle imploró clemencia la noche el 12 de junio, apelando al viejo amigo. No obtuvo respuesta. Minutos después, un oficial con semblante impávido pasó por la celda del condenado para transmitirle las dos últimas palabras que oiría en su vida: "Ya es la hora." En ese mismo instante, el coronel Ricardo Ibazeta aguardaba en Campo de Mayo su turno para el paredón, junto con otros cinco sublevados. Su esposa, Susana, había ido a la quinta presidencial de Olivos para pedir clemencia. Desde el lado exterior del portón, un guardia le indicó que esperara. Aquella espera se prolongó por un cuarto de hora. Recién entonces, fue atendida por Manrique. Ella le pidió hablar con Aramburu. La respuesta fue: "Lo siento, señora, el presidente está durmiendo." El coronel fue fusilado al filo de la medianoche. TOMO Y OBLIGO. Es posible que el comisario inspector Rodolfo Rodríguez Moreno no haya podido recordar con precisión aquella misma medianoche, ya que la atravesó atiborrado de ginebra, derrumbado sobre la barra de un tugurio de mala muerte, en algún lugar del sur bonaerense. Durante el atardecer del domingo, en su calidad de jefe de la Regional San Martín, recibió una orden por vía telefónica: "¡Fusile a los detenidos! ¡Fusile a todos!" Esas palabras, trasmitidas por vía telefónica, habían salido de la boca del mismísimo jefe de la fuerza, el teniente coronel Desiderio Fernández Suárez. Se refería a 12 civiles apresados en una casa de la zona. Rodríguez Moreno no salía de su asombro. Y repreguntó la orden una y otra vez. Fernández Suárez, entonces, montó en cólera. El comisario tuvo una duda: ¿cómo se hace un fusilamiento? Él lo ignoraba y no conocía a nadie que lo supiera. Ni sabía donde efectuar el asunto. "¡Mire el problema que se hace, el lugar! ¡Llévelo a cualquier baldío y fusile a todos!" El lugar elegido fue ese basural de José León Suárez. Los 12 detenidos llegaron allí amontonados en un camión. Julio Troxler advirtió enseguida que el destino era la muerte. El comisario dirigió personalmente el operativo. Hubo fallas. Juan Carlos Livraga se alejó corriendo hacia la oscuridad. Troxler y Reinaldo Benavídez también lograron escapar. Carlos Lisazo no tuvo la misma suerte, al igual que Marcelo Brión. Miguel Ángel Giunta escapó, pero su amigo Francisco Garibotti no pudo. Nicolás Carranza suplicó en nombre de sus hijos que no lo mataran, pero sin éxito. A Vicente Rodríguez, sus 120 kilos le impidieron correr y cayó abatido. Horacio Di Chiano pudo escapar, lo mismo que Rogelio Díaz. El propio Rodríguez Moreno remató a los heridos; cinco, en total. Con la excepción de Aramburu, los responsables de la masacre no fueron rozados por el juicio de la Historia. La orden Los mandantes Los fusilamientos de junio de 1956 fueron ordenados por Rojas, Aramburu y los ministros de Ejército, Arturo Ossorio Arana; de Marina, Teodoro Hartung; de la Fuerza Aérea, Julio César Krause; y de Justicia, Laureano Landaburu. El presidente duerme El poema El Presidente Duerme, de José Gobello, alude a un episodio que lo tuvo a Manrique de protagonista. "La noche yace muda como un ajusticiado, Más allá del silencio nuevos silencios crecen, Cien pupilas recelan las sombras de la sombra, Velan las bayonetas. Y el presidente duerme / El llanto se desató frente a las altas botas. Calle mujer, no sea que el llanto lo despierte. Sólo vengo a pedirle la vida de mi esposo. ¡El presidente duerme! / Reflectores desgarran el seno de la noche, El terraplén se aprestó a sostener la muerte, El pueblo se desveló de angustia y de impotencia Y el presidente duerme /Tras de las bocas mudas laten hondos clamores... con su deber y que ninguno tiemble. De frío ni de miedo! En una alcoba tibio El presidente duerme / Viva la patria! Y luego los dedos temblorosos, Un sargento que llora, soldados que obedecen, Veinticuatro balazos horadando el silencio... Y el presidente duerme. / Acres rosas de sangre florecen en los pechos, El rocío mitigó las heridas aleves, Seis hombres caen de bruces sobre la tierra helada Y el presidente duerme / ¡Silencio! ¡Que ninguno levante una protesta! ¡Que cese todo llanto! ¡Que nadie se lamente! Un silencio compacto se adueñó de la noche. Y el presidente duerme. /Oh, callan, callan todos! Callan los camaradas... Callan los estadistas, los prelados, los jueces... El Pueblo ensangrentado se tragó las palabras Y el presidente duerme. / El Pueblo yace mudo como un ajusticiado, Pero, bajo el silencio, nuevos rencores crecen. / Hay ojos desvelados que acechan en la sombra. Y el presidente duerme." Dos décadas después, paradójicamente, Gobello apoyaría a la última dictadura. 02/06/13 Tiempo Argentino

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