Por Mario Wainfeld
La sangre y la actividad siniestra de los “servicios” afrentan al sistema democrático y lo jaquean. La “muerte dudosa” del fiscal Alberto Nisman conjuga (según el imaginario social casi unánime) ambos factores, su investigación es mucho más que una prioridad. Si se descifrara de modo creíble y con evidencias qué pasó se cumpliría con el deber estatal hacia la familia y sus allegados. También sería un aporte para relegitimar al régimen democrático. No es para nada seguro que así suceda: la experiencia argentina previa es, en ese aspecto, desoladora.
Se ha comentado asiduamente con anterioridad: el Poder Judicial y las agencias de seguridad, en promedio, son muy inhábiles para investigar a fondo los crímenes que conmueven al conjunto social. Esto vale tanto para delitos cometidos contra personas del común cuanto para aquellos con gravitación política. Como meros ejemplos que podían multiplicarse o potenciarse: vale para María Marta García Belsunce o Nora Dalmasso, para la Embajada de Israel o la AMIA.
Adentrándonos en hechos de sangre con incidencia política, la estadística abruma. La regla es la falta de esclarecimiento o la demora desmedida que desvaloriza cualquier desenlace o las dos variables unidas. Claro que de estadísticas hablamos y no de un caso concreto, el actual. Por abrumadora que sea la tendencia, esta vez puede (debe) ser la excepción. Con el expediente recién iniciado vale abrir un crédito para el activismo y la capacidad de los responsables.
Hay contraejemplos gratificantes, pocos. Las pesquisa y el juicio sobre los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán fueron dos de ellos. Con imperfecciones se llegó a condenar a los autores materiales. Un ejemplo más acabado fue la investigación sobre el homicidio de Mariano Ferreyra. Ahí se conjugaron la celeridad, la detección de autores materiales e instigadores (autores intelectuales, en jerga común). Es posible, entonces, aunque cabe apuntar que dichos crímenes se cometieron a la luz del día, ante muchos testigos siendo registrados por cámaras de tevé y máquinas fotográficas. Son contingencias excepcionales, bien diversas a las de la muerte de Nisman. La buena praxis de fiscales y querellas fue imprescindible pero contaba con esa sólida base probatoria. En el caso Ferreyra, en particular, la jueza de primera instancia tuvo un desempeño inusual, por lo eficaz y corajudo.
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Las interpretaciones políticas y familiares convergen en una conclusión común: fue asesinato y no suicidio. O como alternativa el llamado “suicidio inducido”. La expresión aceptada por consenso designa a un suicidio instigado por presión brutal e irresistible de otra u otras personas. Con tales aditamentos es algo mucho más similar a un asesinato que a la desaparición por mano propia.
No hay paradoja en la coincidencia de diagnóstico entre la familia, el Gobierno, la oposición política o mediática. El relato que explica cada versión es diferente. La familia, representada por la madre de las hijas de Nisman, su ex esposa Sandra Arroyo Salgado, niega que haya sido suicidio.
Para el oficialismo la muerte es un jalón de un recorrido que comienza con el dictamen de Nisman acusando por encubrimiento a la propia presidenta. El dictamen es producto de una operación política. Añaden que el ex fiscal fue utilizado como una pieza de una escalada que incluía su asesinato, ya que su denuncia tendría nula fortuna en los tribunales. La mano de obra desocupada (recientemente) tendría mucho que ver. La conspicua relación entre el fiscal y el súper espía Antonio “Jaime” Stiuso redondea la hipótesis.
Para los opositores, el Gobierno es responsable del asesinato. Sea por omisión de deberes: no haber custodiado o protegido debidamente a un protagonista expuesto a riesgos especiales. O sea por una conducta más atroz, que pocos explicitan pero que se sugiere aquí y allá.
Así las cosas, un dictamen o una resolución que decidiera que fue suicidio sería rechazado o denostado por una mayoría abrumadora de protagonistas. Todo indica que respondería parecido la “opinión pública”, suspicaz por idiosincrasia y por experiencia acumulada.
Volvamos a la estadística, que nunca aplica al ciento por ciento de las situaciones ni define de antemano el caso. En tendencia jueces y fiscales son muy vulnerables al ulular de la tribuna, a las presiones directas o difusas de los medios, al “qué dirán” por ponerlo en términos simplotes. Es más que común que decidan en función de (o tengan muy en cuenta) las expectativas sociales, tal como ellos las ven. La aversión al descrédito pesa en un platillo de la balanza, la idea de justicia concreta en otro... el balance puede defraudar.
La jueza y la fiscal conocen esas visiones, que fungen como demandas. De su calidad y capacidad depende que sepan y puedan “enfrascarse” en lo empírico, lo comprobado, las evidencias.
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En el transcurrir de los días el dictamen sobre el encubrimiento perdió voltaje, preeminencia y credibilidad. Buena parte de sus acérrimos apologistas a priori van asumiendo que tiene baches gigantescos, que su fundamentación jurídica frisa con lo inexistente, que el cúmulo de pruebas es nimio.
Para el conglomerado opositor nada de eso importa porque la muerte de su autor es traducida como corroboración de la calidad de su trabajo. No es así, por varios motivos evidentes. El primero, como ya se escribió en este diario, porque el dictamen es pobre, sus premisas no se corroboraron y las acusaciones contra la presidenta Cristina Fernández de Kirchner no tienen siquiera una mención con nombre y apellido, ni hablar de algún elemento de prueba.
El expediente, tras declinaciones de competencia de los jueces Ariel Lijo y Daniel Rafecas, fue adjudicado por la Cámara a éste. No es el que Nisman eligió, un elemento más que habla de la ligereza de su planteo.
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Se están procesando pruebas esenciales, en particular las comunicaciones de Nisman, sea por llamadas telefónicas, mensajes de texto o por soportes informáticos. Puede que la querella reclame nuevas pericias o ampliaciones de las realizadas. No se completó la primera tanda de evidencias imprescindibles. Hay, de movida, falencias probatorias. La seguridad del edificio no cumplía con lo que prometía y cobraba. Muchas cámaras eran simulacro, no capturaban imágenes. Será imposible, pues, probar por ese medio que nadie entró o salió en las horas determinantes. Ese vacío no prueba que alguien lo hizo, pero deja incertidumbre.
Hasta acá, todo lo comprobado concuerda con la hipótesis del suicidio: el arma, el cuerpo, el estado del departamento, la entrada de la bala. Se ratifica: faltan piezas esenciales. Especular, cree este escriba, es prematuro y hasta perjudicial.
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La oposición y su vanguardia mediática transforman a Nisman en un estandarte. Pero se desbocan al hablar de dictadura, equiparar la etapa kirchnerista al terrorismo de Estado. Las comparaciones carecen de asidero, lo que se corrobora con sólo leer los diarios y escuchar lo que se divulga en medios audiovisuales. Y nada tiene que ver con el clima de exaltada libertad de expresión que caracteriza a la Argentina.
Quienes anunciaban el fin de ciclo desde hace más de un año encuentran un nuevo argumento. Proclaman que el Gobierno perdió poder, que no controla al Estado. Dictadura y vacío de poder, dos peligrosos argumentos, remanidos en la historia nacional.
El aparato comunicacional opositor es formidable, ya que dispone del multimedios más grande de América latina, con escasos parangones mundiales. La táctica responsiva del Gobierno es replicar uno a uno. Es asunto opinable, el autor de estas líneas cree que se escala en la temática propuesta por el adversario, incluso en puntos laterales de importancia relativa o nimia.
El jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, cometió un acto indebido al romper un ejemplar de Clarín. Un gesto violento e impropio dada la historia reciente. Para colmo, lo hizo refutando un dato real, o sea le concedió un gol o un doble de básquet (que vale menos en el conjunto) a Clarín. Ese revés puede acaecer, lo peor es ser incongruente con la firme política de derechos humanos del Gobierno, que comprende la simbología.
La disputa por la agenda es un clásico del sistema democrático. La muerte de Nisman ocupa un sitio preferencial y lógico. El oficialismo tiene el deber de tutelar la investigación, dotarla de recursos.
Y a su vez construir. Es quimérico suponer que los aumentos jubilatorios (que son reales y mejorarán a los beneficiarios) o los acuerdos con China serán reconocidos en las tapas de Clarín o en el discurso opositor. Pero es sensato pensar que el Gobierno debe velar y promover el bienestar de todos los argentinos. Su agenda de gestión será su recurso de legitimidad ante los votantes. Hablar o pensar en el “impacto electoral” de una muerte violenta es aleatorio y en algún sentido de mal gusto.
Pero sí es imperioso saber que el colectivo social tiene muchas prioridades que es misión del Estado atender día a día, con eficiencia y solidaridad. Esos son sus deberes permanentes, que no excluyen otros urgentes y lacerantes pero que no deben ser olvidados.
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