lunes, 9 de febrero de 2015

Lunes 09 de Febrero de 2015 OPINIÓN Por Alejandro Horowicz Anatomía de la crisis de inteligencia

Las redes sociales permiten una observación directa: saber qué piensan los que intervienen, ya que lo dicen con cierta banal brutalidad, al tiempo que resulta más difícil evaluar su representatividad. Las encuestas facilitan esta medición al precio de simplificar matices cloacales. El lenguaje suele estar mas próximo al que se utiliza para mensajes en las paredes de los baños públicos, que al de las cartas de los lectores. Ahora bien, la realidad es otro problema.
Una cosa es saber qué piensa la sociedad sobre lo que sucede, y otra muy distinta es qué sucede realmente. Este es el punto. Para la política tal como hoy se practica, qué sucede es menos importante que la verdad discursiva. Dicho de un saque: si Alberto Nisman se suicidó, peor para la fiscal a cargo de la investigación. Nisman alcanza el máximo de potencia mediática como victima de un asesinato político. Así sostiene el interés internacional de la prensa, reforzando el impacto interno de la oposición contra el oficialismo. Ya que un asesinato político, se sabe, termina recayendo sobre las espaldas del gobierno que no fue capaz de impedirlo, y ni qué hablar si se sospecha que lo propició. ¿Pero entonces es posible sostener cualquier cosa? ¿Las investigaciones imparciales ya no interesan? ¿La verdad a secas no juega ningún papel en la lucha política?
Cuando el gobierno mexicano no sólo no puede explicar cómo fueron asesinados miles de sus ciudadanos, considerar que ejerce la soberanía se parece más a una convención jurídica que a otra cosa.

HISTORIA DE LA IMPUNIDAD MENEMISTA. Una sociedad educada en la lógica de la impunidad termina creyendo en la… "impunidad", no en la justicia. La muerte del fiscal remite, esto ya ha sido dicho hasta el cansancio pero no se puede obviar, a la voladura de la AMIA (foto). Nisman estaba a cargo de un equipo de investigadores dedicados exclusivamente a determinar los responsables de tan cruel atentado sucedido el 18 de julio de 1994; atentado que junto con la voladura de la fábrica de armas localizada en Río Tercero, 3 de noviembre de 1995, y la de la embajada de Israel, 17 de marzo de 1992, conforma una seguidilla con decenas de muertos, cuyas causas siguen sin esclarecer. 
De modo que en los 42 meses que median entre marzo de '92 y noviembre de '95 tuvieron lugar los tres atentados más importantes de la historia política contemporánea, sin que sus responsables hayan sido detectados en el transcurso de dos largas décadas y cinco presidentes. Si a esto se suma que el gobierno de Carlos Saúl Menem, en cuyo primer mandato se produjeron los tres episodios, indultó a los nueve integrantes de las tres juntas militares juzgadas durante el gobierno de Raúl Alfonsín, responsables de crímenes imprescriptibles según las normas del Derecho Internacional vigente, la política de impunidad sistemática de los años '90 cobra toda su dimensión real. 
Nadie con poder suficiente era acusado de nada mientras no entrara en conflicto con los poderosos del mundo. Los muertos sólo interesaban a sus familiares directos, y a un puñadito de "fastidiosos" incapaces de entender el "roban pero hacen". De modo que Videla, Massera y Agosti no sólo paseaban tranquilos por las callecitas de Buenos Aires, iban a misa y recibían la hostia sin mayores inconvenientes, mientras los ladrones de pasacasetes –¿quién se acuerda de este antiguo adminículo?– eran repelidos a tiros por algún propietario furioso, ante el aplauso extasiado de Bernardo Neustadt. Y cuando Neustadt, por algún inconveniente de salud, no podía aparecer en TV, Menem lo remplazaba como conductor, dando a entender que se trataba de roles perfectamente intercambiables. El mismo Carlos Saúl que, elegido senador por su terruño natal, no vacila en acompañar al oficialismo dado que privatizar YPF era una tarea patriótica de los '90, y volver a estatizarla la labor que se impone en los días que corren.
TAREAS PENDIENTES DE LA DEMOCRACIA ARGENTINA. Es cierto que con la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, por parte de la Corte Suprema de Justicia, se puso en marcha una posibilidad genuinamente democrática. Al restablecer la relación entre las palabras y las cosas, entre el delito y la punición, entre la política y la sociedad, la Corte posterior a 2001, impulsada por el Parlamento, nos hacía saber que otra sociedad era posible. Que la verdad importaba.
Los responsables de crímenes atroces tuvieron que volver a la cárcel, y esta vez ya no se trataba de un coqueto country sino de celdas comunes; y la verdad sobre la política represiva practicada entre 1975 y 1983 dejó de ser un relato de los organismos de Derechos Humanos para transformarse en piso de la verdad colectiva, porque Jorge Rafael Videla, rompiendo su cínica cadena de negación, terminaba aceptando lo que nadie ignoraba; entonces, la posibilidad de una sociedad menos capturada por su horrible pasado ganó espacio. 
Claro que la investigación de los tres atentados formaba, forma, parte del mismo problema. Avanzar sobre los delitos de lesa humanidad suponía, supone, avanzar sobre atentados donde la intervención del Estado –por acción u omisión– resulta obvia. Y Nisman (que integró la troupe de fiscales que en lugar de investigar el atentado contra la mutual judía se contentaron con "plantar una versión" aceptable para el poder político de turno), determinó una incontrovertible verdad: la pista iraní, los diplomáticos  responsables del atentado. 
De modo que la investigación mejor financiada y con mayor apoyo internacional no debía averiguar absolutamente nada. Antes de comenzar ya tenía la respuesta. Tan es así, que un ex embajador israelí en Buenos Aires declaró que los responsables ya estaban muertos, dado que Tel Aviv había hecho justicia por mano propia. Itzhak Avirán sostuvo este curioso punto de vista en el momento en que el gobierno argentino suscribía el memorando de entendimiento con el gobierno iraní. El motivo era obvio, dejar en claro su absoluta inanidad. Y otra vez el mismo argumento: no hay nada que averiguar, salvo dos o tres nombres propios. Y Nisman no los aportó jamás porque sus informantes nunca se los proporcionaron, y cuando lo hicieron, como en el caso del ex embajador iraní en Buenos Aires, fue un bochorno: cuando la justicia británica interrogó a Hadi Soleimanpour quedó en claro que "plantar una pista" y construir una acusación jurídicamente sustentable –y estoy siendo particularmente considerado– no son intercambiables. El diplomático iraní no sólo fue liberado sino que se lo indemnizó por tan arbitraria detención. 
De modo que el fiscal que Néstor Kirchner eligiera para no averiguar nada, resguardado en el parapeto de su condición judía, por los avatares de la política de aliado del gobierno, terminó siendo su enemigo. Bastó que la crisis militar se visibilizara también como crisis de su aparato de inteligencia, que el gobierno recordara que hacía 40 años que la vieja SIDE seguía en las misma manos y que intentara hacer algo al respecto, para que otra explosión tuviera lugar: en la tapa de los diarios, el ex jefe de operaciones desplazado mostraba que estaba en condiciones de pasar facturas al cobro. Y una cuestión de Estado –la seguridad nacional– nos permite entrever el estado de la cuestión.
La idea de que la crisis militar se resuelve con un oficial adicto al "proyecto" mas allá de su pasado, de que las sucesivas y permanentes crisis policiales se ponen en caja con comisarios "amigos", y que un nuevo organismo de inteligencia se construye aprovechando la "experiencia" de los profesionales que lo integraron, oscila entre la ingenuidad y la abismada incomprensión. O la sociedad argentina se pone los pantalones largos, y admite que debe conformar una política de Estado, cosa que no sucede entre gallos y medianoche, que es un debate pendiente y que como todo debate de envergadura debe librarse pública y sostenidamente, hasta construir una nueva hegemonía, o la muerte de Nisman en tanto luz roja en el tablero, será desatendida. 
No nos volvamos a equivocar, los estados nacionales que no enfrentaron con seriedad problemas de este rango sólo son estados en la ficción diplomática internacional. Cuando el gobierno mexicano no sólo no puede explicar cómo fueron asesinados miles de sus ciudadanos, considerar que ejerce la soberanía se parece más a una convención jurídica que a otra cosa

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