NICK UT. KIM PHUC LUEGO DEL ATAQUE CON NAPALM EN TRANG BANG, VIETNAM, 8 DE JULIO DE 1972.
Fotografías que hicieron historia, historias que se volvieron imágenes icónicas, fotógrafos que hicieron la historia con imágenes por estar ahí, sin pensar en el futuro sino en el puro presente. De Robert Capa a Sara Facio, Más que mil palabras (Emecé), de Miguel Russo, reconstruye la trama y retrata las vidas detrás de una sucesión de imágenes desde finales del siglo XIX al corazón y el fin del siglo XX. Aquí se reproducen dos de esos textos: uno sobre la foto más famosa de la guerra de Vietnam, la de la niña Kim Phuc luego del ataque con napalm en 1972, de Nick Ut, y otro sobre Pablo Casals en la iglesia de Saint Pierre, Francia, en 1950, sobre foto de Gjon Mili.
Por Miguel Russo
En 1964, la niña Phan Thi Kim Phuc tenía un año. En 1964, Huynh Cong Ut era un chico de trece. Ese año, en el contexto de la Guerra Fría, estalló el conflicto bélico entre Vietnam del Sur y la República Democrática de Vietnam. Al sur lo apoyaban las tropas de combate de Australia, Corea del Sur, Filipinas, Nueva Zelanda y Tailandia, y recibían suministros de materiales y equipamientos médicos de Alemania, España, Irán, Marruecos, Reino Unido, Suiza y Taiwán. Pero, principalmente, Vietnam del Sur tenía a su favor toda la potencia armada de las tropas de los Estados Unidos. El pueblo de Vietnam del Norte contaba con los movimientos guerrilleros Vietcong y el Frente de Liberación Nacional. El 2 de julio de 1976 –luego de la toma de Saigón, la rendición de las tropas survietnamitas y la unificación del país bajo el control del gobierno comunista de Vietnam del Norte– los organismos internacionales proporcionaron los números fríos de la guerra. Las cifras oscilaban entre 3.800.000 y 5.700.000 muertos, en su mayoría civiles. La historia escrita por el “mundo libre” hizo hincapié en el número de víctimas de las tropas norteamericanas: 58.159. El cine y la literatura terminarían echando un manto de piedad ante la barbarie desatada contra el libre albedrío de un pueblo. Y las imágenes de las grandes llamaradas producidas por los bombardeos con napalm –tomadas siempre desde arriba, restando importancia a lo que realmente ocurría abajo con ese fuego– servirían de telón de fondo para las ganancias de Hollywood y el perdón de todos los pecados.
El napalm, primitivamente, cuando aún no se llamaba napalm, fue un compuesto de nafta, benzol y poliestireno que llegaba a alcanzar temperaturas entre 800º y 1200º al entrar en contacto con cualquier superficie, incluido, por supuesto, un cuerpo humano. Los técnicos lo clasificaron como nafta gelatinosa, un combustible extremadamente volátil que se encendía fácilmente, motivo por el cual lo utilizaron como arma desde la Primera Guerra Mundial en forma de lanzallamas. Pero la maquinaria de la guerra tiene un componente importantísimo: la economía de recursos. Y aquella nafta gelatinosa se quemaba muy rápidamente, elevando costos y reduciendo eficacia en combate.
Para la Segunda Guerra Mundial, el gobierno norteamericano ya había realizado estudios para aprovechar más el combustible. En 1942, el cuerpo de científicos de la Universidad de Harvard, al mando del doctor Louis Fieser, había encontrado la forma para que la combustión durara más que lo normal.
Crearon, a tal efecto, una especie de jabón hecho de polvo de aluminio de naftalina y palmitato –de donde derivaría el nombre de napalm– que conformaba una brea gelatinosa que se quemaba más lentamente que la nafta común. Lo mezclaban en diferentes concentraciones según su uso: 6 por ciento para los lanzallamas y entre 12 a 15 por ciento para las bombas.
El ejército de Grecia lo utilizó durante la guerra civil en ese país, la ONU pretendió pacificar lanzándolo contra Corea, y Marruecos lo sembró en el Sahara occidental.
Pero los científicos seguían investigando. Y así nació el napalm-B: 46 partes de poliestireno, 21 partes de benceno para solidificar y 33 partes de nafta. La ciencia norteamericana festejó el alto punto de seguridad del nuevo producto: los soldados podían fumar en las cercanías sin mayor peligro. Vietnam fue la gran oportunidad de demostrar su eficacia.
Huynh Cong Ut había nacido en Long An, Vietnam, el 29 de marzo de 1951. A los trece ya era un consumado fotógrafo, y a los 16 comenzó a trabajar para la Associated Press en el puesto de su hermano mayor Huynh Thanh My, asesinado en la guerra. “Nick”, como lo habían norteamericanizado sus jefes de la AP, llevaba ya tres heridas desde que había comenzado a cubrir el conflicto de su país. Pero no pensó en nada cuando a las cinco de la mañana del 8 de junio de 1972 le llegó al módulo de comando situado en el edificio Edén la orden de trasladarse a las afueras de Saigón.
Tomó su casco de acero, su uniforme vietnamita al estilo “marine”, sus dos cámaras (una Leica y una Nikon con zoom) y se subió al jeep que lo trasladaría al noroeste, más allá del aeropuerto de Son Nhut Tan de la ruta 1 que une Saigón con la frontera de Camboya.
Phan Thi Kim Phuc nació en 1963 y se crió en la aldea de Trang Bang, situada a 30 minutos al norte de Saigón. Un año después de su nacimiento, estalló la guerra. Entonces, la ruta 1, que atravesaba su aldea, dejó de ser una cinta de asfalto para transformarse en la fuente principal de aprovisionamiento entre Saigón y Phnom Penh. Kim se crió entre bombardeos, vuelos rasantes de los aviones norteamericanos y camiones del ejército que dejaban una miseria de arroz y agua potable. La noche del 7 de junio de 1972, ella, junto a su familia, se habían refugiado en las ruinas del templo Cao Dai. Esa noche, como todas las noches de sus apenas nueve años, soñó con ser médica y casarse. Las primeras descargas de ametralladoras aún lejanas, pero mucho más el hambre golpeando en el estómago, la despertaron a las 5 de la mañana del 8.
El jeep de Nick Ut llegó a las 7.30 a Trang Bang y se unió a la larga fila de vehículos con soldados de la 25ª división que, desde hacía tres días, peleaban para arrebatar el dominio de esa ruta que, a un kilómetro y medio más al norte, era controlada por el Vietcong. Vio cientos de aldeanos. Unos trataban de huir hacia ninguna parte. Otros recalentaban las sobras de las sobras de una comida que ya era vieja al ser recibida.
Minutos antes del mediodía, el comandante de las tropas destacadas en el lugar pidió por radio ayuda a las unidades del sur de Vietnam Airforce, ubicadas en Bien Hoa. Nick, junto a una multitud de corresponsales, tomaron posiciones en las afueras de Trang Bang para captar los mejores planos del bombardeo que se avecinaba. Mucho miraron hacia arriba, hacia esa granada de humo amarillo lanzada por un soldado para marcar el área a los pilotos.
A Kim Phuc, como a los cientos de chicos como ella, acostumbrados a los ruidos de la guerra, la angustió ese silencio que crecía segundo a segundo.
Exactamente a las 13, una escuadrilla de aviones Skyraider comenzó el bombardeo de los bordes de la aldea, cerca del templo Cao Dai. Primero fueron explosivos, luego llegó el napalm. Fueron pocos minutos. Después, los soldados y los fotógrafos comenzaron a ver a grupos de aldeanos aterrorizados corriendo hacia ellos. Nick hizo foco en una mujer que llevaba un bebé envuelto en harapos humeantes, pero la vio caer muerta a trescientos metros de donde estaba. Entonces enfocó su cámara unos metros más atrás.
La ropa de Kim Phuc estaba envuelta en llamas. La niña vio el fuego sobre su cuerpo y sólo atinó a pensar que, si sobrevivía, sería fea, anormal, que nadie querría casarse con ella. No vio a nadie a su alrededor, sólo fuego y humo, y tuvo miedo como nunca había tenido en su enorme y corta vida. Entonces sintió el ardor. Y lloró y corrió para escapar del fuego. Se sacó la ropa llameante y corrió. “Qua nong, qua nong”, gritaba mientras no paraba de correr con los brazos abiertos por la ruta 1.
El corresponsal de la ITN, Christopher Wain, virtió el agua de su cantimplora sobre el cuerpo ardiendo de Kim Phuc. Quería aliviar el dolor, pero el dolor se multiplicó. “Qua nong”, gritaba la nena. Y Nick la cargó en sus brazos y subió al jeep mientras gritaba él también al conductor que fuera al hospital de Cu Chi, a mitad de camino entre Tran Bang y Saigón. En los primeros pozos por la ruta, Kim Phuc perdió el sentido en los brazos de Nick Ut, que trataba en vano de amortiguar los saltos.
Mientras Kim era sometida al primer injerto de piel, con el que los médicos querían suplantar el 65 por ciento de su cuerpo abrasado, Nick llegó a las oficinas de AP para dejar el rollo de la película. La discusión con la central de Nueva York fue por télex. Un editor rechazaba la foto de Kim Phuc corriendo sin ropas porque se trataba de un desnudo frontal, algo estrictamente prohibido en la Associated Press de 1972. Desde Saigón, Nick argumentó que no debía hacerse ningún acercamiento de la foto que dejase a la niña sola. Dijo que se fijaran en los otros chicos, corriendo, gritando. En el contraste con la calma de los cuatro soldados que marchan detrás. Le llevó tres días pensar la solución al editor Hal Buell. Recién el 11 de junio de 1972 aceptó que el valor de la noticia eliminaba cualquier prurito sobre el desnudo.
El 12 de junio de 1972 la foto fue la tapa de todos los diarios y el mundo supo lo que nadie en el mundo quería saber. El entonces presidente Richard Nixon comprendió, sin comprender por qué, que la guerra en Vietnam se estaba perdiendo. Se sirvió un whisky, miró una y otra vez la fotografía, y sonrió a su jefe de gabinete, H. R. Haldeman: “Yo creo que la imagen fue retocada”.
Pero la fotografía, lo sabe Kim y lo sabe Nick, es tan auténtica como lo fue Vietnam. “El horror de esa guerra no necesitaba ser retocado”, dijo el fotógrafo vietnamita Huynh Cong Ut, nacido en Long An, apodado Nick, muchos años más tarde, después del Pulitzer, después de todo. “El horror de esa guerra no necesitaba ser retocado”, repitió Phan Thi Kim Phuc, nacida en Trang Bang, muchos años más tarde, después de volver a su aldea, después de perdonar a los pilotos de los Skyraider que se abalanzaron sobre Trang Bang aquel mediodía de junio de 1972, después de todo.
El gobierno de los Estados Unidos afirmó que sus últimas reservas de napalm fueron destruidas en el año 2001. Pero, luego de esa fecha, los marines continúan los bombardeos contra quienes consideran sus enemigos con una sustancia de idénticos resultados, el MK77, y fósforo blanco. “Qua nong” significa, en vietnamita, “arde mucho”.
PABLO CASALS EN LA IGLESIA DE SAINT PIERRE
GJON MILI, PABLO CASALS EN LA IGLESIA DE SAINT PIERRE, PRADES, FRANCIA, 6 DE JUNIO DE 1950
La portuguesa Guilhermina Augusta Xavier de Medin Suggia, nacida en Oporto en 1885, fue una de las mejores alumnas de Pablo Casals. Más que alumna, dicen las historias no escritas. En mayo de 1950, muy enferma, le escribe a su maestro una extensa carta. Pide entradas para el concierto por el bicentenario de la muerte de Bach, pero más que nada pide verlo. “Querido amigo: Espero que no hayas olvidado a la pequeña alumna que iba a Espinho a tomar lecciones contigo. Te escribo con emoción y con la esperanza de que no me rechaces. ¿Te será posible reservar dos habitaciones sencillas o una doble para una amiga que me acompaña y para mí? Sé que es difícil, pero debes tener influencias. También necesitaría dos localidades para los conciertos. Si es preciso que envíe antes el importe dime dónde. Yo sigo trabajando en Porto, siempre con el mismo ideal que aprendí de ti, pero estoy muy enferma y desgraciadamente no sé si podré continuar con mi carrera. Mi marido murió hace un año. No deseo morir sin que me escuches, querido maestro. Quiero volverte a ver. Espero que comprenderás la alegría que me darías si pudiese estar unos días cerca de ti. Recuérdame siempre como tu devota admiradora. Hasta la vista, espero. Guilhermina”.
Casals está desbordado. Sufre una depresión brutal, a la que se suman unos dolores de cabeza que lo dejan exhausto. Su esposa, Francisca, con Parkinson desde hace 22 años, tiene recaídas ante cualquier inconveniente. Y sobre él recae la responsabilidad de acomodar en el pequeño perímetro de la iglesia Saint Pierre, en Prades, a la enorme cantidad de personalidades del mundo entero que quieren asistir al renacimiento de su música. Pero recuerda a aquella adolescente que amó entre clase y clase, hace ya tantos años, y le ruega a su amigo, el doctor René Puig, que le conteste.
“20 de mayo de 1950. Madame: Imaginará usted fácilmente las ocupaciones del maestro. Le ruego que lo disculpe por no responderle él mismo. Se conmovió con su carta, pero está atado de tal manera por los ensayos que no puede escribirle. Cada día ensaya o tiene grabación. El toca todas las tardes, todos los músicos están aquí desde el 3 de mayo. De todos modos, al pedido: tiene usted dos habitaciones reservadas en el Hotel Alexandra de Vernet-les-Bains. Le agradeceremos que nos diga exactamente el número de localidades y aquellos conciertos a los que usted desea asistir. Le ruego que acepte mis sentimientos más respetuosos. Desde Prades, su amigo, René Puig.”
Mira, Puig, por la ventana de su hotel, las calles de ese pequeño pueblito perteneciente al departamento del Ariège, distrito de Foix, cantón de Ax-les-Thermes. Mira el Mont Canigou, que se alza más allá de los confines del pueblo. Sabe, como lo sabe su amigo Pablo Casals, catalanes al fin los dos, que el pueblito está vinculado a su Cataluña desde la Edad Media. Allí, a unas cuadras, como reafirmando los vínculos, están los monasterios de Sant Miquel de Cuixá y de San Martí de Canigó. Y, sabiendo, mira la iglesia de enfrente del hotel, la barroca Saint Pierre, construida en el siglo XVII.
Pau Carles Salvador Casals i Defilló es Pablo Casals. Nació en El Vendrell el 29 de diciembre de 1876 de padre español y madre puertorriqueña. Pablo mostró una gran sensibilidad por la música, por lo cual su padre, Carles Casals i Ribes, le transmitió los primeros conocimientos que el joven ampliaría con estudios en Barcelona y Madrid. Ya era un niño pródigo del piano, el órgano y el violín cuando en 1887 escuchó un cello y el mundo cambió su sonido. Empezó a estudiar con Víctor Mirecki, catedrático de la Escuela Nacional de Música de Madrid, iniciador de la escuela cellística española moderna. Y se perfeccionó con Jesús de Monasterio en música de cámara. A los 23 años inició su carrera profesional interpretando a los más grandes compositores en los mejores auditorios del mundo entero.
A su férrea disciplina musical sumaba un profundo activismo en defensa de la paz y la libertad. Saludó en 1917 la revolución rusa, pero siete años más tarde, con la muerte de Lenin y el ascenso de Stalin al poder, hizo pública su decisión de no volver a actuar en la Unión Soviética. Era el primer escalón de un silencio.
En 1926 creó en Barcelona la Asociación Obrera de Conciertos con el objetivo de permitir el acceso de la clase trabajadora a la enseñanza de la música y la audición de conciertos.
Cinco años después, con la proclamación de la Segunda República en España, fue invitado a participar en los actos conmemorativos del hecho. Allí dirigió la Orquestra Pau Casals y el Orfeó Gracienc. La Novena Sinfonía de Beethoven sonó como nunca en el Palacio de Montjuïc de Barcelona. Abrazó el republicanismo distanciándose de Alfonso XIII a partir de la dictadura de Primo de Rivera y la supresión de la Mancomunidad. Sin embargo, no dejó de agradecerle con su música a la reina María Cristina. La forma de demostrarlo era un clásico: llevaba engarzado al arco de su cello un anillo que ella le había regalado.
En 1933 rechazó un pedido para tocar en Alemania. El motivo era la llegada al poder de Adolf Hitler. “Hasta que no haya un cambio de régimen político, no tocaré allí”, dijo, como respuesta a la amenaza nazi de quemarle las manos si no actuaba en Berlín.
Pablo siguió tocando. En 1936, con el estallido de la Guerra Civil Española, se declaró públicamente a favor de la república. No tenía partido, más allá de que simpatizaba con miembros del Partido Socialista Unificado de Cataluña, pero despreciaba profundamente el fascismo. Por su declaración, fue condenado a muerte por los nacionalistas y tuvo que abandonar esa España que Francisco Franco hacía suya a fuerza de bala. Pero, sabedor de la potencia del arte frente a la bestialidad, rescató del olvido las abandonadas suites para cello de Johann Sebastian Bach y realizó legendarias grabaciones entre 1936 y 1939.
En 1945, su silencio subió un peldaño más al rechazar una invitación para tocar en el Reino Unido. La decisión la había tomado por la no intervención aliada en España. Y Casals se negó a actuar en los países aliados. Pero un año después, cuando la mayoría de los países reconocieron diplomáticamente al dictador, dijo basta, dejó el arco y no tocó más. Su silencio, entonces, se escuchó de manera brutal en el mundo entero.
Entre 1946 y 1950 se dedicó a la composición, al estudio y a la enseñanza, mientras seguía ayudando a los refugiados españoles que, por miles, abandonaban su patria.
El fotógrafo Gjon Mili, nacido en 1904 en Korça, Albania, sube el 6 de junio de 1950 a los balcones de la iglesia de Saint Pierre y enfoca su cámara. El hijo de Vasil Mili y Viktori Cekani, ese muchacho que llegó a los Estados Unidos en 1923 y que casi de inmediato comenzó a trabajar como reportero en la revista Life, tiene una extraña misión: fotografiar un sonido. Estuvo en la Riviera mostrando un Pablo Picasso que casi nadie conocía. Y recorrió fotografiando Florencia, Atenas, Dublín, Venecia, Roma. Fue, en los años ‘30, uno de los pioneros en el uso del fotoflash, capturando secuencias de acciones en una sola fotografía. En 1944 dirigió el cortometraje Jammin’ the Blues para la Warner Bros. Allí aparecían Lester Young, Red Callendar, Harry Edison, Big Sid Catlett, Illinois Jacquet, Barney Kessel, Jo Jones y Marie Bryant. Pero ese 6 de junio de 1950, al cumplirse el bicentenario de la muerte de Johann Sebastian Bach, en Prades, Francia, tiene que fotografiar un sonido. Y sube a los balcones de la iglesia.
Sabe que Pablo Casals va a romper un silencio que ya lleva cuatro años y es una manera de mostrarles a los poderosos del mundo su miserabilidad. Sabe que los 200 años de la muerte de Bach son la excusa. Sabe que Pablo Casals aceptó con la condición de que el primer concierto, el de la vuelta al sonido, fuera gratuito y para obreros. Entonces enfoca y espera.
A las 3 de la tarde, Pablo se calza el cello entre las piernas, toma el arco, toca la suite número 2 en re menor, compuesta en 1720, y la melodía parece haber sido compuesta hace unos segundos. Toca, Casals, en la iglesia de Saint Pierre de la pequeña ciudad de Prades, Francia. Lo acompañan, callados, un puñado de músicos y cientos de obreros que asisten a la apertura de las conmemoraciones. En silencio lo escuchan y en silencio lo ovacionan. Los curas pueden permitir a Bach y a Casals y hasta a los obreros que llenan la iglesia por primera vez, pero prohíben aplaudir ante Dios y su hijo crucificado y sus santos. Toca, Casals, por Bach, por Cataluña, por la libertad. Y el mundo entero se detiene a escucharlo. Hasta Franco, que golpea inútilmente sobre su escritorio y vuelve a condenarlo a muerte. Entonces Mili sabe que ésa es su foto.
El 20 de junio de 1950, recién terminadas las conmemoraciones por Bach en la iglesia de Saint Pierre, Pablo le escribe una carta al presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, que está mirando la revista Life, donde aparece la foto de Gjon Mili: “Soy sólo un hombre que cree en la democracia y ama la tierra de su Cataluña natal y de España, en la que Cataluña está incluida”. Guilhermina estuvo en el concierto final, vio a su viejo maestro y enamorado. Y murió en Oporto diez días después.
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Por Miguel Russo
En 1964, la niña Phan Thi Kim Phuc tenía un año. En 1964, Huynh Cong Ut era un chico de trece. Ese año, en el contexto de la Guerra Fría, estalló el conflicto bélico entre Vietnam del Sur y la República Democrática de Vietnam. Al sur lo apoyaban las tropas de combate de Australia, Corea del Sur, Filipinas, Nueva Zelanda y Tailandia, y recibían suministros de materiales y equipamientos médicos de Alemania, España, Irán, Marruecos, Reino Unido, Suiza y Taiwán. Pero, principalmente, Vietnam del Sur tenía a su favor toda la potencia armada de las tropas de los Estados Unidos. El pueblo de Vietnam del Norte contaba con los movimientos guerrilleros Vietcong y el Frente de Liberación Nacional. El 2 de julio de 1976 –luego de la toma de Saigón, la rendición de las tropas survietnamitas y la unificación del país bajo el control del gobierno comunista de Vietnam del Norte– los organismos internacionales proporcionaron los números fríos de la guerra. Las cifras oscilaban entre 3.800.000 y 5.700.000 muertos, en su mayoría civiles. La historia escrita por el “mundo libre” hizo hincapié en el número de víctimas de las tropas norteamericanas: 58.159. El cine y la literatura terminarían echando un manto de piedad ante la barbarie desatada contra el libre albedrío de un pueblo. Y las imágenes de las grandes llamaradas producidas por los bombardeos con napalm –tomadas siempre desde arriba, restando importancia a lo que realmente ocurría abajo con ese fuego– servirían de telón de fondo para las ganancias de Hollywood y el perdón de todos los pecados.
El napalm, primitivamente, cuando aún no se llamaba napalm, fue un compuesto de nafta, benzol y poliestireno que llegaba a alcanzar temperaturas entre 800º y 1200º al entrar en contacto con cualquier superficie, incluido, por supuesto, un cuerpo humano. Los técnicos lo clasificaron como nafta gelatinosa, un combustible extremadamente volátil que se encendía fácilmente, motivo por el cual lo utilizaron como arma desde la Primera Guerra Mundial en forma de lanzallamas. Pero la maquinaria de la guerra tiene un componente importantísimo: la economía de recursos. Y aquella nafta gelatinosa se quemaba muy rápidamente, elevando costos y reduciendo eficacia en combate.
Para la Segunda Guerra Mundial, el gobierno norteamericano ya había realizado estudios para aprovechar más el combustible. En 1942, el cuerpo de científicos de la Universidad de Harvard, al mando del doctor Louis Fieser, había encontrado la forma para que la combustión durara más que lo normal.
Crearon, a tal efecto, una especie de jabón hecho de polvo de aluminio de naftalina y palmitato –de donde derivaría el nombre de napalm– que conformaba una brea gelatinosa que se quemaba más lentamente que la nafta común. Lo mezclaban en diferentes concentraciones según su uso: 6 por ciento para los lanzallamas y entre 12 a 15 por ciento para las bombas.
El ejército de Grecia lo utilizó durante la guerra civil en ese país, la ONU pretendió pacificar lanzándolo contra Corea, y Marruecos lo sembró en el Sahara occidental.
Pero los científicos seguían investigando. Y así nació el napalm-B: 46 partes de poliestireno, 21 partes de benceno para solidificar y 33 partes de nafta. La ciencia norteamericana festejó el alto punto de seguridad del nuevo producto: los soldados podían fumar en las cercanías sin mayor peligro. Vietnam fue la gran oportunidad de demostrar su eficacia.
Huynh Cong Ut había nacido en Long An, Vietnam, el 29 de marzo de 1951. A los trece ya era un consumado fotógrafo, y a los 16 comenzó a trabajar para la Associated Press en el puesto de su hermano mayor Huynh Thanh My, asesinado en la guerra. “Nick”, como lo habían norteamericanizado sus jefes de la AP, llevaba ya tres heridas desde que había comenzado a cubrir el conflicto de su país. Pero no pensó en nada cuando a las cinco de la mañana del 8 de junio de 1972 le llegó al módulo de comando situado en el edificio Edén la orden de trasladarse a las afueras de Saigón.
Tomó su casco de acero, su uniforme vietnamita al estilo “marine”, sus dos cámaras (una Leica y una Nikon con zoom) y se subió al jeep que lo trasladaría al noroeste, más allá del aeropuerto de Son Nhut Tan de la ruta 1 que une Saigón con la frontera de Camboya.
Phan Thi Kim Phuc nació en 1963 y se crió en la aldea de Trang Bang, situada a 30 minutos al norte de Saigón. Un año después de su nacimiento, estalló la guerra. Entonces, la ruta 1, que atravesaba su aldea, dejó de ser una cinta de asfalto para transformarse en la fuente principal de aprovisionamiento entre Saigón y Phnom Penh. Kim se crió entre bombardeos, vuelos rasantes de los aviones norteamericanos y camiones del ejército que dejaban una miseria de arroz y agua potable. La noche del 7 de junio de 1972, ella, junto a su familia, se habían refugiado en las ruinas del templo Cao Dai. Esa noche, como todas las noches de sus apenas nueve años, soñó con ser médica y casarse. Las primeras descargas de ametralladoras aún lejanas, pero mucho más el hambre golpeando en el estómago, la despertaron a las 5 de la mañana del 8.
El jeep de Nick Ut llegó a las 7.30 a Trang Bang y se unió a la larga fila de vehículos con soldados de la 25ª división que, desde hacía tres días, peleaban para arrebatar el dominio de esa ruta que, a un kilómetro y medio más al norte, era controlada por el Vietcong. Vio cientos de aldeanos. Unos trataban de huir hacia ninguna parte. Otros recalentaban las sobras de las sobras de una comida que ya era vieja al ser recibida.
Minutos antes del mediodía, el comandante de las tropas destacadas en el lugar pidió por radio ayuda a las unidades del sur de Vietnam Airforce, ubicadas en Bien Hoa. Nick, junto a una multitud de corresponsales, tomaron posiciones en las afueras de Trang Bang para captar los mejores planos del bombardeo que se avecinaba. Mucho miraron hacia arriba, hacia esa granada de humo amarillo lanzada por un soldado para marcar el área a los pilotos.
A Kim Phuc, como a los cientos de chicos como ella, acostumbrados a los ruidos de la guerra, la angustió ese silencio que crecía segundo a segundo.
Exactamente a las 13, una escuadrilla de aviones Skyraider comenzó el bombardeo de los bordes de la aldea, cerca del templo Cao Dai. Primero fueron explosivos, luego llegó el napalm. Fueron pocos minutos. Después, los soldados y los fotógrafos comenzaron a ver a grupos de aldeanos aterrorizados corriendo hacia ellos. Nick hizo foco en una mujer que llevaba un bebé envuelto en harapos humeantes, pero la vio caer muerta a trescientos metros de donde estaba. Entonces enfocó su cámara unos metros más atrás.
La ropa de Kim Phuc estaba envuelta en llamas. La niña vio el fuego sobre su cuerpo y sólo atinó a pensar que, si sobrevivía, sería fea, anormal, que nadie querría casarse con ella. No vio a nadie a su alrededor, sólo fuego y humo, y tuvo miedo como nunca había tenido en su enorme y corta vida. Entonces sintió el ardor. Y lloró y corrió para escapar del fuego. Se sacó la ropa llameante y corrió. “Qua nong, qua nong”, gritaba mientras no paraba de correr con los brazos abiertos por la ruta 1.
El corresponsal de la ITN, Christopher Wain, virtió el agua de su cantimplora sobre el cuerpo ardiendo de Kim Phuc. Quería aliviar el dolor, pero el dolor se multiplicó. “Qua nong”, gritaba la nena. Y Nick la cargó en sus brazos y subió al jeep mientras gritaba él también al conductor que fuera al hospital de Cu Chi, a mitad de camino entre Tran Bang y Saigón. En los primeros pozos por la ruta, Kim Phuc perdió el sentido en los brazos de Nick Ut, que trataba en vano de amortiguar los saltos.
Mientras Kim era sometida al primer injerto de piel, con el que los médicos querían suplantar el 65 por ciento de su cuerpo abrasado, Nick llegó a las oficinas de AP para dejar el rollo de la película. La discusión con la central de Nueva York fue por télex. Un editor rechazaba la foto de Kim Phuc corriendo sin ropas porque se trataba de un desnudo frontal, algo estrictamente prohibido en la Associated Press de 1972. Desde Saigón, Nick argumentó que no debía hacerse ningún acercamiento de la foto que dejase a la niña sola. Dijo que se fijaran en los otros chicos, corriendo, gritando. En el contraste con la calma de los cuatro soldados que marchan detrás. Le llevó tres días pensar la solución al editor Hal Buell. Recién el 11 de junio de 1972 aceptó que el valor de la noticia eliminaba cualquier prurito sobre el desnudo.
El 12 de junio de 1972 la foto fue la tapa de todos los diarios y el mundo supo lo que nadie en el mundo quería saber. El entonces presidente Richard Nixon comprendió, sin comprender por qué, que la guerra en Vietnam se estaba perdiendo. Se sirvió un whisky, miró una y otra vez la fotografía, y sonrió a su jefe de gabinete, H. R. Haldeman: “Yo creo que la imagen fue retocada”.
Pero la fotografía, lo sabe Kim y lo sabe Nick, es tan auténtica como lo fue Vietnam. “El horror de esa guerra no necesitaba ser retocado”, dijo el fotógrafo vietnamita Huynh Cong Ut, nacido en Long An, apodado Nick, muchos años más tarde, después del Pulitzer, después de todo. “El horror de esa guerra no necesitaba ser retocado”, repitió Phan Thi Kim Phuc, nacida en Trang Bang, muchos años más tarde, después de volver a su aldea, después de perdonar a los pilotos de los Skyraider que se abalanzaron sobre Trang Bang aquel mediodía de junio de 1972, después de todo.
El gobierno de los Estados Unidos afirmó que sus últimas reservas de napalm fueron destruidas en el año 2001. Pero, luego de esa fecha, los marines continúan los bombardeos contra quienes consideran sus enemigos con una sustancia de idénticos resultados, el MK77, y fósforo blanco. “Qua nong” significa, en vietnamita, “arde mucho”.
PABLO CASALS EN LA IGLESIA DE SAINT PIERRE
GJON MILI, PABLO CASALS EN LA IGLESIA DE SAINT PIERRE, PRADES, FRANCIA, 6 DE JUNIO DE 1950
La portuguesa Guilhermina Augusta Xavier de Medin Suggia, nacida en Oporto en 1885, fue una de las mejores alumnas de Pablo Casals. Más que alumna, dicen las historias no escritas. En mayo de 1950, muy enferma, le escribe a su maestro una extensa carta. Pide entradas para el concierto por el bicentenario de la muerte de Bach, pero más que nada pide verlo. “Querido amigo: Espero que no hayas olvidado a la pequeña alumna que iba a Espinho a tomar lecciones contigo. Te escribo con emoción y con la esperanza de que no me rechaces. ¿Te será posible reservar dos habitaciones sencillas o una doble para una amiga que me acompaña y para mí? Sé que es difícil, pero debes tener influencias. También necesitaría dos localidades para los conciertos. Si es preciso que envíe antes el importe dime dónde. Yo sigo trabajando en Porto, siempre con el mismo ideal que aprendí de ti, pero estoy muy enferma y desgraciadamente no sé si podré continuar con mi carrera. Mi marido murió hace un año. No deseo morir sin que me escuches, querido maestro. Quiero volverte a ver. Espero que comprenderás la alegría que me darías si pudiese estar unos días cerca de ti. Recuérdame siempre como tu devota admiradora. Hasta la vista, espero. Guilhermina”.
Casals está desbordado. Sufre una depresión brutal, a la que se suman unos dolores de cabeza que lo dejan exhausto. Su esposa, Francisca, con Parkinson desde hace 22 años, tiene recaídas ante cualquier inconveniente. Y sobre él recae la responsabilidad de acomodar en el pequeño perímetro de la iglesia Saint Pierre, en Prades, a la enorme cantidad de personalidades del mundo entero que quieren asistir al renacimiento de su música. Pero recuerda a aquella adolescente que amó entre clase y clase, hace ya tantos años, y le ruega a su amigo, el doctor René Puig, que le conteste.
“20 de mayo de 1950. Madame: Imaginará usted fácilmente las ocupaciones del maestro. Le ruego que lo disculpe por no responderle él mismo. Se conmovió con su carta, pero está atado de tal manera por los ensayos que no puede escribirle. Cada día ensaya o tiene grabación. El toca todas las tardes, todos los músicos están aquí desde el 3 de mayo. De todos modos, al pedido: tiene usted dos habitaciones reservadas en el Hotel Alexandra de Vernet-les-Bains. Le agradeceremos que nos diga exactamente el número de localidades y aquellos conciertos a los que usted desea asistir. Le ruego que acepte mis sentimientos más respetuosos. Desde Prades, su amigo, René Puig.”
Mira, Puig, por la ventana de su hotel, las calles de ese pequeño pueblito perteneciente al departamento del Ariège, distrito de Foix, cantón de Ax-les-Thermes. Mira el Mont Canigou, que se alza más allá de los confines del pueblo. Sabe, como lo sabe su amigo Pablo Casals, catalanes al fin los dos, que el pueblito está vinculado a su Cataluña desde la Edad Media. Allí, a unas cuadras, como reafirmando los vínculos, están los monasterios de Sant Miquel de Cuixá y de San Martí de Canigó. Y, sabiendo, mira la iglesia de enfrente del hotel, la barroca Saint Pierre, construida en el siglo XVII.
Pau Carles Salvador Casals i Defilló es Pablo Casals. Nació en El Vendrell el 29 de diciembre de 1876 de padre español y madre puertorriqueña. Pablo mostró una gran sensibilidad por la música, por lo cual su padre, Carles Casals i Ribes, le transmitió los primeros conocimientos que el joven ampliaría con estudios en Barcelona y Madrid. Ya era un niño pródigo del piano, el órgano y el violín cuando en 1887 escuchó un cello y el mundo cambió su sonido. Empezó a estudiar con Víctor Mirecki, catedrático de la Escuela Nacional de Música de Madrid, iniciador de la escuela cellística española moderna. Y se perfeccionó con Jesús de Monasterio en música de cámara. A los 23 años inició su carrera profesional interpretando a los más grandes compositores en los mejores auditorios del mundo entero.
A su férrea disciplina musical sumaba un profundo activismo en defensa de la paz y la libertad. Saludó en 1917 la revolución rusa, pero siete años más tarde, con la muerte de Lenin y el ascenso de Stalin al poder, hizo pública su decisión de no volver a actuar en la Unión Soviética. Era el primer escalón de un silencio.
En 1926 creó en Barcelona la Asociación Obrera de Conciertos con el objetivo de permitir el acceso de la clase trabajadora a la enseñanza de la música y la audición de conciertos.
Cinco años después, con la proclamación de la Segunda República en España, fue invitado a participar en los actos conmemorativos del hecho. Allí dirigió la Orquestra Pau Casals y el Orfeó Gracienc. La Novena Sinfonía de Beethoven sonó como nunca en el Palacio de Montjuïc de Barcelona. Abrazó el republicanismo distanciándose de Alfonso XIII a partir de la dictadura de Primo de Rivera y la supresión de la Mancomunidad. Sin embargo, no dejó de agradecerle con su música a la reina María Cristina. La forma de demostrarlo era un clásico: llevaba engarzado al arco de su cello un anillo que ella le había regalado.
En 1933 rechazó un pedido para tocar en Alemania. El motivo era la llegada al poder de Adolf Hitler. “Hasta que no haya un cambio de régimen político, no tocaré allí”, dijo, como respuesta a la amenaza nazi de quemarle las manos si no actuaba en Berlín.
Pablo siguió tocando. En 1936, con el estallido de la Guerra Civil Española, se declaró públicamente a favor de la república. No tenía partido, más allá de que simpatizaba con miembros del Partido Socialista Unificado de Cataluña, pero despreciaba profundamente el fascismo. Por su declaración, fue condenado a muerte por los nacionalistas y tuvo que abandonar esa España que Francisco Franco hacía suya a fuerza de bala. Pero, sabedor de la potencia del arte frente a la bestialidad, rescató del olvido las abandonadas suites para cello de Johann Sebastian Bach y realizó legendarias grabaciones entre 1936 y 1939.
En 1945, su silencio subió un peldaño más al rechazar una invitación para tocar en el Reino Unido. La decisión la había tomado por la no intervención aliada en España. Y Casals se negó a actuar en los países aliados. Pero un año después, cuando la mayoría de los países reconocieron diplomáticamente al dictador, dijo basta, dejó el arco y no tocó más. Su silencio, entonces, se escuchó de manera brutal en el mundo entero.
Entre 1946 y 1950 se dedicó a la composición, al estudio y a la enseñanza, mientras seguía ayudando a los refugiados españoles que, por miles, abandonaban su patria.
El fotógrafo Gjon Mili, nacido en 1904 en Korça, Albania, sube el 6 de junio de 1950 a los balcones de la iglesia de Saint Pierre y enfoca su cámara. El hijo de Vasil Mili y Viktori Cekani, ese muchacho que llegó a los Estados Unidos en 1923 y que casi de inmediato comenzó a trabajar como reportero en la revista Life, tiene una extraña misión: fotografiar un sonido. Estuvo en la Riviera mostrando un Pablo Picasso que casi nadie conocía. Y recorrió fotografiando Florencia, Atenas, Dublín, Venecia, Roma. Fue, en los años ‘30, uno de los pioneros en el uso del fotoflash, capturando secuencias de acciones en una sola fotografía. En 1944 dirigió el cortometraje Jammin’ the Blues para la Warner Bros. Allí aparecían Lester Young, Red Callendar, Harry Edison, Big Sid Catlett, Illinois Jacquet, Barney Kessel, Jo Jones y Marie Bryant. Pero ese 6 de junio de 1950, al cumplirse el bicentenario de la muerte de Johann Sebastian Bach, en Prades, Francia, tiene que fotografiar un sonido. Y sube a los balcones de la iglesia.
Sabe que Pablo Casals va a romper un silencio que ya lleva cuatro años y es una manera de mostrarles a los poderosos del mundo su miserabilidad. Sabe que los 200 años de la muerte de Bach son la excusa. Sabe que Pablo Casals aceptó con la condición de que el primer concierto, el de la vuelta al sonido, fuera gratuito y para obreros. Entonces enfoca y espera.
A las 3 de la tarde, Pablo se calza el cello entre las piernas, toma el arco, toca la suite número 2 en re menor, compuesta en 1720, y la melodía parece haber sido compuesta hace unos segundos. Toca, Casals, en la iglesia de Saint Pierre de la pequeña ciudad de Prades, Francia. Lo acompañan, callados, un puñado de músicos y cientos de obreros que asisten a la apertura de las conmemoraciones. En silencio lo escuchan y en silencio lo ovacionan. Los curas pueden permitir a Bach y a Casals y hasta a los obreros que llenan la iglesia por primera vez, pero prohíben aplaudir ante Dios y su hijo crucificado y sus santos. Toca, Casals, por Bach, por Cataluña, por la libertad. Y el mundo entero se detiene a escucharlo. Hasta Franco, que golpea inútilmente sobre su escritorio y vuelve a condenarlo a muerte. Entonces Mili sabe que ésa es su foto.
El 20 de junio de 1950, recién terminadas las conmemoraciones por Bach en la iglesia de Saint Pierre, Pablo le escribe una carta al presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, que está mirando la revista Life, donde aparece la foto de Gjon Mili: “Soy sólo un hombre que cree en la democracia y ama la tierra de su Cataluña natal y de España, en la que Cataluña está incluida”. Guilhermina estuvo en el concierto final, vio a su viejo maestro y enamorado. Y murió en Oporto diez días después.
08/02/15 Página|12
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