Por Mario Wainfeld
La jueza Sandra Arroyo Salgado, madre de las hijas de Alberto Nisman, encabezó la marcha. La acompañaron su hija mayor y Sara Garfunkel, la madre del fiscal cuya muerte violenta cambió el escenario y seguramente la historia por venir. Arroyo Salgado cree que fue un asesinato: intenta encaminar al juicio en ese rumbo. De momento las pruebas apuntan al suicidio, pero la instrucción dista de estar terminada o redonda.
Más allá de esa cuestión, que ojalá pueda develarse con pruebas rotundas, las familiares sufrieron una pérdida irreparable y atraviesan su duelo. Su padecimiento es genuino, su dolor digno de respeto. Ellas los creen causados por terceros: son víctimas.
La presencia al frente de los manifestantes repite una larga tradición argentina, cruel por cierto. Su costado valorable, que debe respetarse siempre, es el reconocimiento social a la especial legitimidad de las víctimas. En medio del furor polémico que rodea al 18F, sería injusto o algo peor valorar sus decisiones en base a criterios políticos convencionales, algo que sí les cabe a los promotores de la marcha y a quienes la fogonearon.
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Todo acto es seguido de una disputa por su interpretación, que incluye la del número de asistentes. Esta nota prescinde de intervenir, dando por hecho que fue una concurrencia masiva. Tal vez la lluvia pudo incidir algo, será materia de análisis contrafactuales. La marcha fue exitosa ya que cumplió con sus objetivos, tanto como con el ritual previsto: silencio, mechado solo con aplausos y entonaciones del himno nacional. Las figuras políticas participaron “mezcladas con la gente”, según el gracejo de la tele. No se dejaron ver pancartas partidarias.
Cada sector estimará un número, concordante con sus alineamientos y previsiones. Los concurrentes se habrán sentido multitud, complacidos y motivados. La cantidad desde ya excede en varios ceros a la que podrían interpelar los fiscales que la lanzaron.
Fue un acto opositor que eligió una modalidad serena y un estandarte común para aglutinar personas (un poco) diferentes.
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La presencia ciudadana en el espacio público es siempre política, amén de un derecho constitucional. Suponer que se puede movilizar, cortar calles o rutas o entrar en huelga sin “hacer política” es un sinsentido. Las movilizaciones forman parte del juego democrático, hacen a su esencia.
La intensidad de la participación no electoral es en promedio un gran activo de nuestro régimen político, aunque desde luego puede tener bemoles y contrapartidas.
Se congregó una multitud, el 18F dominó la agenda pública, “coleará” a futuro. Seguramente crecerán las demandas y presiones para la unidad de una fracción del espectro opositor, la que tiene mayor potencial de votos y hasta perspectivas para ganar en octubre. Ese reclamo, en parte ciudadano y en gran parte del establishment, será una cuestión cotidiana para los dirigentes y candidatos.
Clarín se jugó entero en la parada. Puso garra, corazón y aparato mediático, es uno de los promotores de la unidad. Como corporación, juega también en otro tablero, que es de la desestabilización lisa y llana. Ese cargo no debe trasladarse livianamente a la dirigencia política ni, mucho menos, a todos los manifestantes o a su mayoría.
Los protagonistas que se exponen ante las urnas recibirán un asedio formidable, que acaso les complique obrar en base a las reglas de su actividad, que deberían ser competir en buena ley, tratar de ganar y procurar revalidarse luego en las urnas.
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Los fiscales federales que gozaron su ratito de fama se leerán fortificados o hasta blindados. Jamás los ovacionaron así, jamás lo merecieron. Uno de sus primeros objetivos tácticos es conseguir que la causa que investiga la muerte dudosa de Nisman pase de la Justicia de instrucción a la federal. Lloverán presiones y descalificaciones sobre la fiscal Viviana Fein.
Otro dilema en ciernes es “cómo sigue” el 18F. Una experiencia autopercibida como exitosa “llama” a otra. Claro que no es fácil repetir una manifestación, sostener las mismas consignas y rituales. Nisman usado como estandarte opositor puede propiciar la idea de un 18M, pero hay que ver quién convoca, y si se sostiene el nivel de la concurrencia.
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En la intensa previa del 18F fue muy peculiar (el cronista no osa decir única, acaso haya algún precedente) la moción universalista de los que adhirieron. Proclamaron que “todos debían asistir”. Hubo una enorme cantidad de pronunciamientos a favor y en contra. Se polemizó en los medios, en las redes sociales, en Tribunales, aun en ciudades de países extranjeros. El reclamo de unanimidad es chocante o paradójico, para una mirada crítica o apenas sensata. Cuando hay política median, casi siempre, posiciones diferentes.
Se arguye que, dados los motivos proclamados del encuentro, nadie podía rehusarse. Es un simplismo o una tergiversación. La marcha construye su narrativa, pero se define especialmente por sus vanguardias y los ciudadanos que adhieren. Si hay política, hay quien gana terreno y quien lo pierde. Quien “pone el cuerpo” beneficia o damnifica objetivamente a protagonistas o actores políticos... incluso aunque no lo busque o no se percate.
Este cronista confía en la inteligencia de los ciudadanos, como tendencia. Imagina que el número de incautos o manipulados es mínimo: los que van saben por qué lo hacen. En esta Plaza o en cualquier otra.
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En ese sentido, interesa también la nómina de los que decidieron no marchar y lo difundieron. Dejamos de lado, pues, a los indiferentes o “no alineados”.
El oficialismo se negó, de cajón, porque sus oposiciones políticas y corporativas estaban al frente.
Los jueces y fiscales ajenos al cardumen avieso de Comodoro Py fueron muy sensibles a la trayectoria de los contados fiscales-vanguardia. Muchos se retrajeron. Justicia Legítima hizo punta a la hora de diferenciarse con buenos argumentos.
La izquierda sindical y política no aceptó el convite. Eligió, si nos permiten la licencia poética, una tercera posición. Diseñó su propio mapa, cuestionando al oficialismo ausente y a la oposición en marcha. Englobándolos.
También se definieron por la negativa personalidades críticas del Gobierno, pero muy sensibles al tufillo destituyente como el Premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel.
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Las agrupaciones de familiares de víctimas del atentado a la AMIA, que son las portadoras cabales del respectivo reclamo de memoria y justicia, volvieron a enfrentar a la dirigencia de la DAIA y la AMIA. La bifurcación es crucial, son legitimidades diferentes.
Memoria Activa, 18J y Apemia luchan contra el encubrimiento con congruencia y valor. Su constancia forzó el juicio oral que, por ahí, comenzará en julio. Ese encubrimiento, que incluyó pruebas sembradas y pago a declarantes falsos y otras lindezas, es un factor olvidado en los discursos de hoy. Puede decirse que a partir del dictamen de Nisman cunde una corriente para “indultar” tácitamente a los procesados, con Carlos Menem, Hugo Anzorreguy, Rubén Beraja y Jorge “Fino” Palacios a la cabeza. Y sobre todo para blanquear a sus aliados políticos o de organización. Las conexiones entre estos personajes y la oposición son patentes. La responsabilidad de la DAIA arde como una brasa.
A treinta días de la trágica muerte de Nisman ya se levantan quejas por la morosidad de la pesquisa judicial. Cuando se habla de la voladura de la AMIA a veces da la impresión de que todo empezó con el Memorándum de Entendimiento con Irán. Da bronca tener que reiterar que no es así, que la historia comenzó antes. La impunidad de un crimen se construye en los primeros días, meses, años como mucho.
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Una cantidad apreciable de los dirigentes que hicieron gala de su perfil bajo ayer (el oxímoron es válido porque denuncia hipocresía) jamás participaron en movilizaciones de repudio al atentado. Y menos en reclamo por el avance de la causa, pongámosle, avanzada por encubrimiento. Los archivos no macanean aunque la memoria flaquee.
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Los miles de ciudadanos que se congregaron ejercitaron sus derechos, que incluyen tener cualquier preferencia política. Las imágenes de ayer componen el repertorio democrático y así deben percibirse. Todo estará bien mientras la disputa transite por los carriles institucionales, aun con toda la sal gruesa del estilo criollo. Descifrar cómo impactó la marcha en otros sectores de opinión pública es un desafío para el Gobierno, que no debe descansar en prejuicios o lecturas simplistas.
Lo mismo vale para la oposición, que hasta ahora funge de furgón de cola: de las corporaciones o de una convocatoria que plasmaron un puñado de fiscales demasiado junados y los medios dominantes. Que, dicho sea de paso, ayer demostraron, sin querer queriendo, los altísimos niveles de libertad de expresión que hay en la Argentina.
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