Por Mario Rapoport *
Entre los más célebres films del genial Orson Welles, se destaca La dama de Shanghai, no tanto por su argumento sino por una de sus últimas escenas, un tiroteo entre los protagonistas, el bueno y el malo, en una galería de espejos de una vieja feria de diversiones. Cuerpos, caras y sombras aparecen y desaparecen mientras se persiguen e intentan matar entre ellos. Disparos que no dan en el blanco sino en el reflejo de las figuras en la multitud de espejos. Con cada espejo alcanzado por las balas es la ilusión de la muerte la que predomina, no la muerte misma, hasta el disparo del final. Es una escena asombrosa, que Woody Allen y varios directores recrearon en otros films policiales o de espionaje. Parece una historia real, como la de los ignotos testaferros que enviaban los dineros de corporaciones y ciudadanos de varios países a través del banco HBSC, para colocarlos en paraísos fiscales. Un espejismo que se repite últimamente con frecuencia en la Argentina y en muchos lugares de un mundo donde el tercer poder, la Justicia, que balanceaba a los otros dos en un sistema democrático, hace rato ha dejado de serlo. Los laberintos de la Justicia pueden ser esquivos, tienen distintos túneles legales para refugiarse, diferentes rostros que aparentan lo que no son, pero nunca es totalmente ciega (mejor dicho, imparcial), el rabillo de su ojo derecho vigila siempre para que los intereses que predominan en esta frágil democracia no se derrumben. A veces entorpeciendo las acciones de los hombres que quieren mejorar las cosas; a veces, ayudando a los demonios de otros hombres a llegar al poder.
Así ocurrió en el período de entreguerras del siglo pasado en Estados Unidos y en Alemania, dos caras de un espejo en que esa presunta Justicia se reflejó. El resultado final fue catastrófico: una terrible guerra mundial, el genocidio de millones de judíos y otras etnias, innumerables pérdidas humanas y materiales, de las que el mundo tardó mucho en recuperarse. Por supuesto, no fue la Justicia la principal responsable, pero jugó un rol que debe destacarse.
En dos oportunidades clave, el presidente Franklin Delano Roosevelt en los Estados Unidos debió enfrentarse al Poder Judicial de su país y en las dos estuvo en juego el futuro de la sociedad norteamericana. Cuando asumió el poder, en 1933, la crisis, ya convertida en depresión, había producido una formidable caída en la producción, el empleo y los precios. En sus primeros días de gobierno el presidente tomó decisiones drásticas para sanear el sistema bancario y mejorar el productivo. En una primera etapa, de 1933 a 1935, se implementaron políticas que iban contra ortodoxias dominantes, el llamado primer New Deal, para resolver los problemas más urgentes e impulsar la reactivación económica. Pero el programa entero peligró cuando la Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucionales algunas medidas emblemáticas del programa, como las leyes de Recuperación Industrial Nacional y de Ajuste Agrario, que pretendían recuperar la industria y la agricultura a través de un aumento de precios y salarios, y luego de su mayor control, para hacer frente a una deflación mortífera que obligaba a destruir productos y disolver empleos, de la regulación de horas máximas de trabajo y del derecho de los trabajadores a sindicalizarse.
Frente a este tropiezo, en 1935 se crearon dos nuevas leyes: la Ley Wagner, que regulaba los vínculos laborales entre patrones y obreros mediante convenciones colectivas de trabajo, y la ley de seguridad social, que establecía un sistema de jubilaciones y pensiones para la mayor parte de la población. En 1937, recientemente reelecto, Roosevelt intentó avanzar sobre la Corte Suprema, que había heredado en 1933, compuesta mayoritariamente por republicanos conservadores, algunos de avanzada edad. El objetivo de Roosevelt era frenar la posible política de anulación de las nuevas medidas de recuperación, evitando futuros rechazos, como los que con pretextos diversos, más políticos que jurídicos, la Corte había realizado anteriormente. El 5 de febrero, en el Congreso, el presidente pidió que se le permitiera agregar un juez más por cada uno (hasta seis) que se resistiera a jubilarse. Dos días después, Roosevelt recibió una carta del prestigioso juez Felix Frankfurter. Profesor de leyes de Harvard y perteneciente al ala progresista del New Deal, Frankfurter era uno de los principales consejeros del presidente sobre asuntos legales y ya lo había asesorado cuando aquél fue gobernador de New York. La carta decía: “De manera dramática (...) me has provocado un shock. Pero más allá de eso (...) el momentum de seguir apelando a la razón (para convencerlos de rever) una larga serie de decisiones no defendibles ni justificables según los principios establecidos en la Constitución me han convencido, como te han convencido a ti, de que deben encontrarse los medios para salvar a la Constitución de la Corte, y a la Corte de sí misma. Ningún estudiante desinteresado de nuestro sistema constitucional y de las necesidades de nuestra sociedad podría ver con complacencia el impasse creado por una mayoría ciega y testaruda en la Corte”. Pocos días después, en una nueva carta, Frankfurter escribía: “Se le ha enseñado a la gente a creer que cuando la Corte Suprema se pronuncia, es la Constitución y no la misma Corte la que habla, siendo que, por supuesto, en muchos asuntos esenciales, es esta la que se pronuncia, y no la Constitución. Finalmente, la presión del presidente dio resultado y las Leyes de Seguridad Social y de Relaciones de Trabajo (Ley Wagner) fueron declaradas constitucionales en abril y mayo de 1937. En gran medida, este triunfo de Roosevelt salvó el New Deal y consolidó los principios democráticos de gobierno, con el apoyo del Congreso, en el juego de los tres poderes.
En Alemania, en cambio, ya mucho antes de Roosevelt, el Poder Judicial junto al ejército, cuyos principales cuadros seguían siendo los mismos que los del imperio, y los grandes monopolios industriales, contribuyeron a deteriorar los logros de la República de Weimar, a ayudar la escalada de Hitler al poder y luego a legitimarlo. En el mismo día que estalló la revolución de 1918, que dio lugar a la República de Weimar, comenzó a organizarse el partido contrarrevolucionario, que pronto decidió que sólo podía llegar al poder con ayuda de la maquinaria estatal y no contra ella. El fracaso de los Putsch de Kapp, en 1920, y de Hitler 1923, lo habían puesto en evidencia. Y junto a esas otras fuerzas, en el núcleo central de la contrarrevolución se hallaba el Poder Judicial.
Al revés de los actos administrativos, las consideraciones judiciales se basan en el derecho, es decir, en la distinción de lo justo y de lo injusto. “El derecho –dice Franz Neumann, uno de los más inteligentes miembros de la Escuela de Frankfurt– es acaso la más perniciosa de todas las armas en las luchas políticas, precisamente por el halo que rodea a los conceptos de derecho y justicia. Cuando se convierte en ‘política’, la justicia produce el odio y la desesperación de aquellos a quienes hiere. Al contrario, los favorecidos por ella incuban un profundo desprecio por el valor mismo de la justicia; saben que puede ser comprada por los poderosos. A diferencia de lo que ocurre en el sistema norteamericano, era el juez y no los letrados de las partes quien dominaba en todo el proceso. Los delitos de injuria y espionaje, la denominada Ley de Defensa de la República y los artículos del Código Penal relativos al delito de alta traición fueron decisivos. (Behemoth. Pensamiento y acción en el Nacional-Socialismo, 1943).
Tres causas célebres lo demuestran. La primera fue lo que sucedió después de la caída de la breve república soviética de Baviera, que duró del 6 de abril al 3 de mayo de 1919 y tuvo como ministro de Finanzas a nuestro conocido Silvio Gesell, que vivió varios años en la Argentina y fue uno de los economistas más admirados por Keynes. Los tribunales dictaron las siguientes sentencias: 407 condenas a prisión en fortaleza, 1737 condenas a prisión simple, 65 condenas a prisión con trabajos forzados. Gesell mismo estuvo detenido varios meses. En cambio, el trato dado por el Poder Judicial al Putsch derechista de Wolfgang Kapp en Berlín del 13 al 17 de marzo de 1920 fue muy diferente. Sobre 705 acusaciones de alta traición, 412 fueron amnistiados, 108 sobreseídos por diversas causas, 174 no habían dado lugar a mantener la acusación, 11 no terminaron de ser enjuiciados, ni uno solo fue condenado.
El tercer ejemplo significativo fue el Putsch intentado por Hitler en Munich, llamado el Putsch de la “cervecería” porque en una de ellas, la Bürgerbräukeller, el 8 y 9 de noviembre de 1923 los nazis quisieron impedir por la fuerza un discurso del gobernador de Baviera ante tres mil personas. Sus líderes, encabezados por Hitler, fueron condenados en un principio a penas de uno a cinco años, pero casi en seguida puestos en libertad. Ludendorff, un ex general del Kaiser, que también participó, fue absuelto. Aunque la Ley de Defensa de la República ordenaba deportar a todo extranjero convicto de alta traición, el Tribunal del Pueblo de Munich exceptuó a Hitler de esta medida con el especioso argumento de que, pese a su ciudadanía austríaca, Hitler se consideraba alemán. Se le permitió un violento discurso de dos horas insultando y amenazando al jefe del gobierno y otros altos funcionarios sin ser acusado de desacato. Estuvo sólo nueve meses en prisión, donde escribiría el Mein Kampf (Mi Lucha), libro de cabecera del nazismo.
Hitler, que había aprendido la lección, decidió de allí en más que debía ganar el poder utilizando el sistema democrático, mientras atizaba el escenario político con las brutales acciones de sus partidarios. Y es lo que hizo confiado en la debilidad creciente y la división de los socialdemócratas y de la izquierda. Todos y cada uno de los artificios de la democracia parlamentaria, sus disposiciones legales y lazos sociales y políticos se convirtieron en armas del nazismo contra el gobierno; se llevaron a cabo numerosos ataques e injurias contra la ineficacia de la República de Weimar. El nazismo se presentó como la salvación de la democracia. En medio de una profunda depresión económica los nazis comenzaron a ganar espacio político. Hitler fue nombrado canciller del Reich el 30 de enero de 1933, pidió la disolución del Parlamento y se llamaron a nuevas elecciones para el 5 de marzo, ante la impavidez del Poder Judicial. Entonces, se produjo el incendio del Reichstag, del que se culpó a los comunistas, se suprimieron libertades civiles y comenzó una etapa de terror político. Esto facilitó a los nazis ganar las elecciones parlamentarias con el 45 por ciento de los votos. Como Hitler no consiguió los dos tercios necesarios para tener el poder absoluto, expulsó del Parlamento a sus adversarios políticos, que reemplazó con sus partidarios y se convirtió en un dictador constitucional. El Poder Judicial, responsable también de estos hechos, entró a formar parte de las instituciones que sirvieron de base para construir el Estado totalitario.
* Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.
No hay comentarios:
Publicar un comentario