"Los sociólogos dejaron de lado sus teorías, y en lugar de abordar científicamente un fenómeno como la guerra, abrazaron sin miramientos causas patrióticas. El nacionalismo eclipsó a la ciencia, y la construcción de la ideología de guerra sepultó las pretensiones de lograr la objetividad científica y a toda lógica académica".
Por Pablo Bonavena*
La Exposición Internacional de París de 1900, que los franceses postularon como “un símbolo de paz y armonía”, pretendía condensar y ofrecer a la humanidad los extraordinarios avances y lo-gros de la civilización occidental, cuyos beneficios, según sus mentores, se expandían de manera creciente por todo el mundo. Este gran acontecimiento internacional y sus pretensiones eran el correlato de un largo período donde las guerras fueron menguando. En efecto, desde hacía 85 años que en el territorio europeo no había conflictos armados entre las principales potencias. Luego de las guerras napoleónicas Europa vivió el siglo más pacífico desde el imperio romano. (MacMillan, Margaret; 1914. De la paz a la guerra; Turner, España, 2013, capítulo I).
Durante el siglo XIX esta realidad fue acompañada por muchas iniciativas que procuraban consolidar la convivencia pacífica, generando muchas organizaciones que trabajaban para promover la paz, tendencia que se trasladó a la primera década del siglo XX a los Estados Unidos de Norte-américa. En este país entre 1900 y 1914 se crearon 45 nuevas asociaciones por la paz, cifra que denota la potencia de los anhelos pacificadores. Alfred Nobel con su afamado premio, la escritora Bertha Suttner con la fundación de la sociedad austríaca por la paz, el escritor estadounidense John Fiske y su afirmación sobre el triunfo de la civilización industrial sobre la militar, son ejem-plos del clima optimista que se vivía en torno a las posibilidades de comenzar a convivir, de una vez por todas, de manera pacífica. (MacMillan, M.; op cit; páginas 358, 359, 360 y 368)
La sociología compartía este diagnóstico y esperanzas. Desde sus primeros pasos en el siglo XIX hizo suya la idea que asocia íntimamente la modernidad con la ausencia guerras y violencia. Dejando al marxismo afuera de sus lindes, las proyecciones de los pioneros de la nueva disciplina hacia el siglo XX fortalecían la posibilidad de construir la “paz perpetua” proyectada por Immanuel Kant. También, la consolidación de la sociedad armoniosa deseada por Adam Smith y otros intelectuales de la Ilustración Escocesa, quienes argumentaron sobre la incompatibilidad entre la lógica del intercambio económico y la lógica guerrera.
Henri de Saint Simon, Augusto Comte y Herbert Spencer en los primeros pasos hacia la sociología postulaban que la guerra correspondía a una fase histórica que debía ser necesariamente sobrepasada. Obviamente con variantes, coincidían en sus concepciones acerca de la evolución so-cial, al suponer que el peso del militarismo quedaría sepultado por el devenir del progreso. La humanidad avanzaba ineluctablemente de la sociedad militar a la sociedad industrial. Confiaban en el peso decisivo del industrialismo, que le quitaba todo sentido a la guerra. Emile Durkheim también admitía que la violencia debía desaparecer con la evolución de la sociedad tradicional a la sociedad moderna.
El porvenir pacífico como horizonte de la modernización industrial encontraba, entonces, un fuerte respaldo en la ciencia que asumía el estudio de la sociedad, fortaleciendo los augurios que sustentaba la ideología que fundamentaba la organización de aquella imponente exposición de las artes y la industria. La paz encontraba una base de realización científica y el futuro era, a todas luces, promisorio.
La Gran Guerra alteró todos los diagnósticos, refutando las proyecciones sociológicas.
Durkheim tomó partido en la guerra; avaló desde el principio al militarismo francés, atacando las tesis de la izquierda revolucionaria que denunciaban el contenido inter-imperialista de la matan-za. Participó en las campañas para robustecer la moral de los soldados franceses y organizó un comité para publicar documentos y estudios sobre la guerra procurando neutralizar la propaganda alemana, entre otras acciones para garantizar la victoria de su país.
En Alemania, Georg Simmel también se involucró activamente en el conflicto, destacando con agrado que la guerra promovía un fuerte sentimiento de inclusión en la nación y su Esta-do. Concebía la vivencia bélica como una experiencia existencial de base afectiva que supe-raba todas las ponderaciones de tipo racional, parangonando sus alcances con las más profundas experiencias religiosas. Afirmaba que el deber del individuo era defender la nación, pues sin ella no hubiese existido. Conjeturó, incluso, que la conflagración era una gran oportunidad para violentar las “tendencias trágicas de la cultura moderna”, como la burocratización o mercantilización de la vida moderna. Fue un verdadero apologista de la guerra.
Max Weber también adoptó una postura abiertamente belicista con el estallido de la Gran Guerra. Lamentó no haber podido ser combatiente, pero se involucró con las fuerzas armadas como director de los hospitales del ejército en Heidelberg, acción que acompañó con una ar-diente defensa del nacionalismo alemán. Glorificó la actividad militar y enfrentó toda idea pacifista. Frente al inicio de la conflagración sentenció que la guerra era “grande y maravillo-sa”, incluso independientemente de su resultado. Destacó el sentimiento de comunidad que generaba la guerra, subrayando el efecto de despersonalización para la conformación de una comunidad que protagonizaba el pueblo. Consideraba, por último, que era esencial la integración de la clase obrera en la nación para afrontar el esfuerzo bélico. Así, argüía que se fomentaba el renacimiento de Alemania para cumplir la “responsabilidad histórica” de convertirse en una gran potencia y consolidar su honor.
En los Estados Unidos de Norteamérica, Thorstein Bunde Veblen, a pesar de su perfil ideológico pacifista, buscó protagonismo a favor de su país cuando entró en la confrontación. Siempre fue un crítico del patriotismo, considerándolo como un dispositivo ideológico que favorecía la heteronomía de la clase trabajadora bajo la tutela de la clase ociosa, así como una de las trabas para la instalación de una relación armoniosa entre las distintas economías. Explicaba que el patriotismo rompía las ventajas del libre comercio y de las empresas cooperativas entre naciones. Estaba con-vencido de que las trabas al libre comercio empobrecían a los pueblos, y que los muros que alza-ba el nacionalismo no hacían factible un orden capitalista ni socialista. Se quejaba de que tanto el obrero como todo ciudadano se encuentran unidos a la suerte del Estado por un “pegamento” llamado patriotismo, que según su evaluación era un resabio pre-moderno. Pese a estas posiciones, se involucró en la guerra situándose como un estratega político. Cuando los Estados Unidos entraron en guerra viajó a Washington para ofrecer sus servicios a la causa nacional. Buscó colaborar con estudios que favorecieran el esfuerzo bélico y hasta sugirió un método de lucha contra los submarinos. Este alineamiento a favor de la intervención militar de su país contrastó con la postura habitual de rechazo a la guerra. Alejándose de ella, escribió informes y preparó memorandos para un grupo de intelectuales a quienes en 1917 el presidente Woodrow Wilson les en-cargó que estudiaran un posible acuerdo de pacificación.
A esta lista de sociólogos podemos sumar muchos nombres más, como Robert Michels o Ferdi-nand Tönnies. Pero este fenómeno, como vimos, no era propio de Alemania, sino que se expan-dió a otras naciones involucradas en las acciones militares. Científicos sociales de otras disciplinas siguieron el mismo derrotero.
De esta manera, podemos observar como los sociólogos dejaron de lado sus teorías, y en lugar de abordar científicamente un fenómeno como la guerra, abrazaron sin miramientos causas patrióticas. El nacionalismo eclipsó a la ciencia, y la construcción de la ideología de guerra sepultó las pretensiones de lograr la objetividad científica y a toda lógica académica. En definitiva, un ámbito como el sociológico sucumbió ante el nacionalismo, tal como ocurrió con la masa poblacional de los países beligerantes.
El porvenir pacífico como horizonte de la modernización industrial encontraba, entonces, un fuerte respaldo en la ciencia que asumía el estudio de la sociedad, fortaleciendo los augurios que sustentaba la ideología que fundamentaba la organización de aquella imponente exposición de las artes y la industria. La paz encontraba una base de realización científica y el futuro era, a todas luces, promisorio.
La Gran Guerra alteró todos los diagnósticos, refutando las proyecciones sociológicas.
Durkheim tomó partido en la guerra; avaló desde el principio al militarismo francés, atacando las tesis de la izquierda revolucionaria que denunciaban el contenido inter-imperialista de la matan-za. Participó en las campañas para robustecer la moral de los soldados franceses y organizó un comité para publicar documentos y estudios sobre la guerra procurando neutralizar la propaganda alemana, entre otras acciones para garantizar la victoria de su país.
En Alemania, Georg Simmel también se involucró activamente en el conflicto, destacando con agrado que la guerra promovía un fuerte sentimiento de inclusión en la nación y su Esta-do. Concebía la vivencia bélica como una experiencia existencial de base afectiva que supe-raba todas las ponderaciones de tipo racional, parangonando sus alcances con las más profundas experiencias religiosas. Afirmaba que el deber del individuo era defender la nación, pues sin ella no hubiese existido. Conjeturó, incluso, que la conflagración era una gran oportunidad para violentar las “tendencias trágicas de la cultura moderna”, como la burocratización o mercantilización de la vida moderna. Fue un verdadero apologista de la guerra.
Max Weber también adoptó una postura abiertamente belicista con el estallido de la Gran Guerra. Lamentó no haber podido ser combatiente, pero se involucró con las fuerzas armadas como director de los hospitales del ejército en Heidelberg, acción que acompañó con una ar-diente defensa del nacionalismo alemán. Glorificó la actividad militar y enfrentó toda idea pacifista. Frente al inicio de la conflagración sentenció que la guerra era “grande y maravillo-sa”, incluso independientemente de su resultado. Destacó el sentimiento de comunidad que generaba la guerra, subrayando el efecto de despersonalización para la conformación de una comunidad que protagonizaba el pueblo. Consideraba, por último, que era esencial la integración de la clase obrera en la nación para afrontar el esfuerzo bélico. Así, argüía que se fomentaba el renacimiento de Alemania para cumplir la “responsabilidad histórica” de convertirse en una gran potencia y consolidar su honor.
En los Estados Unidos de Norteamérica, Thorstein Bunde Veblen, a pesar de su perfil ideológico pacifista, buscó protagonismo a favor de su país cuando entró en la confrontación. Siempre fue un crítico del patriotismo, considerándolo como un dispositivo ideológico que favorecía la heteronomía de la clase trabajadora bajo la tutela de la clase ociosa, así como una de las trabas para la instalación de una relación armoniosa entre las distintas economías. Explicaba que el patriotismo rompía las ventajas del libre comercio y de las empresas cooperativas entre naciones. Estaba con-vencido de que las trabas al libre comercio empobrecían a los pueblos, y que los muros que alza-ba el nacionalismo no hacían factible un orden capitalista ni socialista. Se quejaba de que tanto el obrero como todo ciudadano se encuentran unidos a la suerte del Estado por un “pegamento” llamado patriotismo, que según su evaluación era un resabio pre-moderno. Pese a estas posiciones, se involucró en la guerra situándose como un estratega político. Cuando los Estados Unidos entraron en guerra viajó a Washington para ofrecer sus servicios a la causa nacional. Buscó colaborar con estudios que favorecieran el esfuerzo bélico y hasta sugirió un método de lucha contra los submarinos. Este alineamiento a favor de la intervención militar de su país contrastó con la postura habitual de rechazo a la guerra. Alejándose de ella, escribió informes y preparó memorandos para un grupo de intelectuales a quienes en 1917 el presidente Woodrow Wilson les en-cargó que estudiaran un posible acuerdo de pacificación.
A esta lista de sociólogos podemos sumar muchos nombres más, como Robert Michels o Ferdi-nand Tönnies. Pero este fenómeno, como vimos, no era propio de Alemania, sino que se expan-dió a otras naciones involucradas en las acciones militares. Científicos sociales de otras disciplinas siguieron el mismo derrotero.
De esta manera, podemos observar como los sociólogos dejaron de lado sus teorías, y en lugar de abordar científicamente un fenómeno como la guerra, abrazaron sin miramientos causas patrióticas. El nacionalismo eclipsó a la ciencia, y la construcción de la ideología de guerra sepultó las pretensiones de lograr la objetividad científica y a toda lógica académica. En definitiva, un ámbito como el sociológico sucumbió ante el nacionalismo, tal como ocurrió con la masa poblacional de los países beligerantes.
* Sociólogo, investigador del Instituto de Investigaciones Gino Germani, profesor de Teorías del Conflicto Social, Conflicto y cambio Social en la Argentina: los años ’70 y Sociología de la Guerra en la Carrera de Sociología de la UBA y en el Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de La Plata. También dicta el seminario: Lucha armada y violencia política en la Argentina de los ’70.
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