Las líneas que siguen aspiran a una caracterización provisoria sobre la producción filosófico-humanística en el medio académico porteño entre 1946 y 1955. La intención es poner en cuestión el gravitante ideario -prevalente desde hace al menos tres décadas- según el cual la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), epicentro de la enseñanza e investigación de las humanidades en Argentina, se convirtió en el ámbito privilegiado de elaboración y transmisión de doctrinas hispano-tomistas, conservadoras y reaccionarias en sentido laxo. Entendemos que tal ideario se basa en una premisa intencionadamente falsa: parte del supuesto de que la UBA en general es equivalente grosso modo a la Facultad de Filosofía y Letras en particular, y viceversa. Es decir, se engloba en un mismo campo de análisis a un conjunto diverso de unidades académicas, con especificidades propias, con dinámicas de reclutamiento particulares, abandonando de ese modo toda posibilidad de comprensión de las lógicas internas que estructuran y gobiernan las diferentes áreas institucionalizadas del saber. El ejemplo más evidente de esa falsa intencionalidad radica en la permanente apelación a la Revista de la Universidad de Buenos Aires (RUBA) como órgano de difusión del pensamiento universitario peronista, renunciando deliberadamente al cotejo de publicaciones filosófico-académicas en sentido estricto, como Logos y Revista de Filosofía, publicaciones en las que efectivamente puede apreciarse la producción humanística en tiempos del primer peronismo. Con todo, aun ciñéndonos a la RUBA, la mentada sobreexposición del hispano-tomismo y derivados debe ser reevaluada a la luz de nuevas investigaciones.
Aunque es indudable que el peronismo introdujo transformaciones estatutarias, sus consecuencias sobre las prácticas y discursos fueron limitadas. Por su condición de isla del saber que se proporciona su propio demos, su propia dinámica de reclutamiento y su propia administración, el medioambiente académico se ha constituido como un espacio diferenciado de la esfera política. Las supresiones de dicho demos, si bien generaron alteraciones y fueron percibidas como amenazas que conllevaron tomas de posición política, no introdujeron cambios sustanciales en las lógicas de producción, reproducción y reclutamiento. Cuando esos cambios lograban materializarse, no eran necesariamente el resultado de determinaciones externas, sino sobre todo de acuerdos y ajustes internos.
En efecto, si bien el peronismo trazaría antagonismos, su impronta en el sistema académico fue secundaria, predominando los mecanismos de auto-preservación, las continuidades, las redes de sociabilidad, las lealtades interpersonales, las reglas sucesorias y las afinidades electivas, con independencia (relativa) de las presuntas disidencias en materia político-institucional. Cierto es que, aunque el sprit de corps se mantuvo relativamente estable, la irrupción del peronismo suscitó divisiones y reposicionamientos. Paradójicamente o no, fue en defensa de una pretendida “neutralidad política” que la política ingresaba de lleno a los claustros: o bien como intervención o bien como oposición. Sin embargo, así como se advirtieron faccionalismos, también se registraron solidaridades nuevas.
Si se examina la composición del claustro de profesores antes y durante el peronismo, se advierte la continuidad de un importante número de cuadros con una larga y acreditada trayectoria. En cuanto al sistema de designaciones y ascensos tampoco parece registrarse la implementación de un mecanismo violatorio de las normas básicas de movilidad académica.
El cuerpo profesoral que desempeñó funciones durante el peronismo no estuvo compuesto por cuadros ajenos a la universidad sino por docentes e investigadores que exhibían una larga trayectoria. Dado que los profesores cesanteados fueron reemplazados por colaboradores y discípulos cercanos -casi siempre respetando el orden sucesorio-, era previsible que no se produjeran cambios significativos. Las vacantes abiertas por el proceso de cesantías permitieron el acceso a la docencia de graduados jóvenes o la promoción a cargos de mayor jerarquía a docentes que ya ocupaban espacios institucionales.
Veamos algunos ejemplos. Vicedecano entre 1932 y 1936, Enrique François fue nombrado delegado interventor entre 1946 y 1949, conservando a su vez el cargo -obtenido en 1940 durante el decanato de Emilio Ravignani- de director del Instituto de Filología Clásica. Consejero directivo desde 1940, Carlos Astrada alcanzó la dirección del Instituto de Filosofía en 1947, en reemplazo de Coriolano Alberini, quien había sufrido un ataque cerebral. En 1944, Augusto Raúl Cortazar asumió la dirección de la Biblioteca Central, en reemplazo del fallecido Rómulo D. Carbia. En 1946, Alberto Freixas se hizo cargo del Instituto de Historia Antigua y Medieval, vacante por el deceso de Clemente Ricci. Los profesores Juan Cassani, Gerardo Marrone, Juan Probst, Claudio Sánchez Albornoz, Carlos A. Becker y Ángel Battistesa, desde 1940 directores de los institutos de Didáctica, de Estudios Italianos (luego de Literaturas Neolatinas), de Estudios Germánicos (luego de Literatura Alemana), de Historia de España, de Historia del Arte y de la revista Logos, respectivamente, no fueron removidos de sus puestos. Alfredo Poviña y Alberto Baldrich, sucesores de Ricardo Levene en el Instituto de Sociología, venían actuando desde la década de 1930 como profesores adjunto de la cátedra homónima.
En ese sentido, puede afirmarse que la sobredimensionada irrupción del hispano-tomismo fue incidental, en algunos casos marginal, y en términos generales prácticamente inocua. El medio filosófico, ámbito adecuado al ejercicio doctrinario de dichos sectores, no registró mayores alteraciones. Su incidencia solo parece haberse circunscrito a la cátedra de Historia de la Filosofía Antigua y Medieval, a cargo de Tomás Casares, quien por lo demás ejercía la docencia desde principios de los años treinta.
En términos generales, aunque la filosofía recibió el impacto del alejamiento de Francisco Romero, a juzgar por el contenido de las publicaciones, no se advirtieron cambios de consideración. La penetración del existencialismo a principios de la década de 1940, promovida desde la cátedra de Filosofía Contemporánea, entonces a cargo de Astrada, diversificó el espectro filosófico vernáculo, hasta ese momento claramente dependiente de las lecturas de Alberini. El primer fascículo de Cuadernos de Filosofía (1948) incluyó artículos de Martin Heidegger (“De la esencia de la verdad”), de Nicolás Abbagnano (“Finitud y problematicidad”) y del propio Astrada (“La mostración ontológica de la idea de ser”). En la sección “Reseñas y crítica bibliográfica” aparecieron comentarios de obras de Heidegger, Paul Ricoeur, Mikel Dufrenne y Georg Lukács. No menos significativas resultaron las colaboraciones de Benedetto Croce, José Ortega y Gasset y Johan Huizinga, entre otros, en las páginas de Logos.
Resumidamente, aunque la presencia estatal peronista modificó las condiciones de acción de los agentes (llevándolos a extender la disputa a la arena política y a reafirmar la auto-percepción de minorías del saber), no parece haberse dado una crisis de las jerarquías, un desmembramiento de los círculos discipulares ni una alteración de las reglas del orden sucesorio. En un ámbito gobernado por el prestigio, la credibilidad, el estatus y el honor, las apuestas políticas extracomunitarias estuvieron habitualmente mediatizadas por las lógicas comunitarias, reduciéndose en la mayoría de los casos a expresiones de lealtad sin efectos concretos.
Las metamorfosis del mercado académico durante el primer peronismo no obedecieron únicamente a la asimilación espontánea de acciones externas, sino también a las condiciones propias de un fenómeno académico de larga duración. La ampliación del elenco estable, la creación de institutos, la aparición de órganos de difusión y el surgimiento de un ambiente propicio para el desarrollo de la carrera científica, amenazarían las posiciones adquiridas de quienes siempre se creyeron custodios legítimos del gobierno de la universidad. En ese sentido, era previsible que los defensores del numerus clausus se resistieran a cambios que no hacían sino evidenciar el irreversible proceso de diversificación del tejido académico.
*UBA/CONICET
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