Por David Brooks *
“Lo único que queremos es quitarnos las cadenas / lo único que queremos es ser libres”, canta el rapero J. Cole. Mensaje común y ambiguo en la música popular desde siempre, pero esta vez tiene un contexto muy particular: otro joven afroestadounidense baleado por policías en el centro de este país.
La canción fue la primera sobre el incidente en Ferguson, Missouri, en generar atención masiva, pero para la comunidad hip-hop estos incidentes son personales y demasiado comunes. “¿Me puedes decir por qué cada vez que salgo tengo que ver negros morir?”, canta J. Cole.
Las escenas en los días después de que Michael Brown, afroestadounidense de 18 años, cayó muerto por balas de un policía blanco local en una calle de su pueblo, un tipo de suburbio de San Luis, Missouri, dieron la vuelta al mundo y fueron calificadas por reporteros y hasta militares veteranos como “zona de guerra”.
Las expresiones de ira de ese pueblo por la muerte de uno de sus hijos fueron confrontadas por la policía local que, con equipo militar, apuntó ametralladoras y rifles de asalto
M-16 a jóvenes y hasta a niños, lanzó gas lacrimógeno en tanquetas blindadas y disparó balas de goma contra cientos de ciudadanos afroestadounidenses e incluso contra periodistas.
Desde que se declaró la “guerra contra el terrorismo” y las fuerzas policíacas del país fueron bautizadas como la primera línea en ese “frente”, se traslada cada vez más equipo militar a estas fuerzas locales. Con ello se vuelven, de cierta manera, tropas de ocupación de sus propios pueblos.
Eso, combinado con las secuelas de más de un siglo de segregación racial en la región de Ferguson, nutrió las tensiones: la fuerza policíaca de Ferguson, pueblo predominantemente afroestadounidense, es 95 por ciento blanca.
El incidente en Ferguson no fue inusual. Esa misma semana, otro afroestadounidense desarmado fue ultimado a tiros por un policía en Los Angeles; dos semanas antes, otro fue ahorcado por un policía cuando lo arrestaban por vender cigarros sueltos en Nueva York. La lista de víctimas reciente es larga y la histórica es incontable.
Lo que ocurrió en Ferguson una vez más reveló algo debajo de la superficie del país que afirma ser faro de la libertad y la justicia: la violencia institucional y sistémica, que tiene una expresión racial muy particular.
Ser afroestadounidense en Estados Unidos es vivir en peligro. “Hay más afroestadounidenses sometidos al control del sistema correccional hoy día –en prisión, libertad condicional o bajo fianza– que los esclavizados en 1850”, comenta la jurista académica Michelle Alexander, autora del extraordinario libro The New Jim Crow, sobre la encarcelación masiva y el racismo institucional.
Aunque los afroestadounidenses son sólo 12 por ciento de la población nacional, es seis veces más probable que un negro acabe encarcelado que un blanco. Por cada dos blancos presos, hay once negros presos en este país; las condenas aplicadas a afroestadounidenses son 20 por ciento más largas que para blancos acusados de delitos similares. Si la tasa de encarcelación continúa subiendo al mismo ritmo que durante los últimos 30 años, uno de cada tres hombres negros estará en la cárcel en algún momento de su vida (comparado con 1 de cada 17 blancos). Casi 6 millones de estadounidenses tienen anulado su derecho al voto de por vida, después de estar encarcelados por un delito: 2.200.000 son afroestadounidenses (cifras del Sentencing Project).
En entrevista reciente con Bill Moyers, Alexander agregó: “Hemos creado un sistema de encarcelación masiva, un sistema penal sin precedentes en la historia del mundo. Tenemos la tasa de encarcelación más alta del mundo... Y la mayor parte del incremento en encarcelación ha sido entre la gente de color empobrecida...”. Subraya que esto es en gran medida resultado de la llamada guerra contra las drogas, que más bien ha sido contra los pobres y las minorías. Indicó que aunque los negros son sólo 13 por ciento de los que usan drogas ilícitas, son el 36 por ciento de los arrestados por droga y el 46 por ciento de los condenados a penas de cárcel. Según el Sentencing Project, más de 60 por ciento de la población encarcelada pertenece a minorías raciales o étnicas.
Más allá del sistema de “justicia”, la violencia del racismo se expresa en casi todos los ámbitos de la vida social. Por ejemplo, en el sistema escolar, los afroestadounidenses suelen estar en escuelas inferiores con menos recursos que sufren de una elevada tasa de abandono. Para los hombres negros hay más probabilidad de que pasen un tiempo encarcelados que de graduarse de una universidad.
En el ámbito socioeconómico, el índice de pobreza supera 50 por ciento en muchos barrios urbanos afroestadounidenses; la expectativa de vida para negros pobres en Washington, la capital del país, según algunos estudios, es menor a la de Gaza o Haití; la tasa de de-sempleo alcanza a ser más que el doble de los blancos (la tasa de desempleo de blancos es de 5,3 por ciento, y la de afroestadounidenses es de 11,4 por ciento).
“Existir como afroestadounidense de clase obrera es ser vulnerable; vivir en una área pobre y negra simplemente te deja como colateral”, afirma el columnista Gary Younge en The Guardian. Cita a un experto sobre la condición de la comunidad afroestadounidense, que declara: “Por las cifras, por todos los datos oficiales, aquí, en la confluencia de la historia, del racismo, de la pobreza, del poder económico, esto es lo que valemos: nada”.
“Con cada vida de un negro que perdemos, acabamos diciendo lo mismo. Exigimos que nuestra humanidad sea reconocida. Oramos por las vidas de nuestros jóvenes. Les recordamos a todos nuestra historia. Y después muere otro afroestadounidense”, escribió Mychal Denzel Smith en The Nation. Concluye: “El silencio no es opción, pero las palabras no son suficientes”.
Pedir calma y paciencia ante la ira de Ferguson –como ha hecho la cúpula política– son sólo palabras que por ahora no han logrado romper las cadenas que siguen arrastrando a este país.
* De La Jornada de México. Especial para Página/12.
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