Deseo, señores, que al pisar esta tierra os hayáis sentido un poco argentinos y con ello nos habréis hecho un gran honor y brindado una inmensa satisfacción. Para el corazón argentino, en nuestra tierra, nadie es extranjero, si viene animado del deseo de sentirse hermano nuestro. Ese corazón y esa hermandad es lo que os ofrecemos como más sincero y como más precioso.
Que os sintáis en vuestra casa será nuestro orgullo. En ella nadie os preguntará quién sois y os ofrecerá, con el pan y la sal de la amistad, esta heredad de nuestros mayores, que queremos honrar como la honraron ellos.
Señores Congresales:
Alejandro, el más grande general, tuvo por maestro a Aristóteles. Siempre he pensado entonces que mi oficio tenía algo que ver con la filosofía. El destino me ha convertido en hombre público. En este nuevo oficio, agradezco cuanto nos ha sido posible incursionar en el campo de la filosofía.
Nuestra acción de gobierno no representa un partido político, sino un gran movimiento nacional, con una doctrina propia, nueva en el campo político mundial. He querido entonces ofrecer a los señores que nos honran con su visita, una idea sintética de base filosófica, sobre lo que representa sociológicamente nuestra tercera posición.
No tendría jamás la pretensión de hacer filosofía pura, frente a los maestros del mundo en tal disciplina científica. Pero, cuanto he de [132] afirmar, se encuentra en la República en plena realización. La dificultad del hombre de Estado responsable, consiste casualmente en que está obligado a realizar cuanto afirma.
Por eso, señores, en mi disertación no ataco a otros sistemas, señalo solamente opiniones propias hoy compartidas por una inmensa mayoría de nuestro pueblo e incorporadas a la Constitución de la Nación Argentina.
El movimiento nacional argentino, que llamamos justicialismo en su concepción integral, tiene una doctrina nacional que encarna los grandes principios teóricos de que os hablaré en seguida y constituye a la vez la escala de realizaciones, hoy ya felizmente cumplidas en la comunidad argentina.
He querido exponer personalmente ante los señores congresales tales concepciones, en la seguridad de que las interpretarán como un esfuerzo personal de contribución a este Congreso, y en el deseo de expresar personalmente también a nuestros gratos huéspedes toda nuestra consideración y todo nuestro afecto.
Índice sumario
I. El hombre y la sociedad se enfrentan con la más profunda crisis de valores que registra su evolución
II. El hombre puede desafiar cualquier mudanza si se halla armado de una sólida verdad
III. Si la crisis medieval condujo al Renacimiento, la de hoy, con el hombre más libre y la conciencia más capaz, puede llevar a un renacer más esplendoroso
IV. La preocupación teológica
V. La formación del espíritu americano y las bases de la evolución ideológica universal
VI. El reconocimiento de las esencias de la persona humana como base de la dignificación y del bienestar del hombre
VII. La realización perfecta de la vida
VIII. Los valores morales han de compensar las euforias de las luchas y las conquistas y oponer un muro infranqueable al desorden
IX. El amor entre los hombres habría conseguido mejores frutos en menos tiempo del que ha costado a la humanidad la siembra del rencor
X. El grado ético alcanzado por un pueblo imprime rumbo al progreso, crea el orden y asegura el uso feliz de la libertad
XI. El sentido último de la ética consiste en la corrección del egoísmo
XII. La humanidad y el yo. Las inquietudes de la masa
XIII. Superación de la lucha de clases por la colaboración social y la dignificación humana
XIV. Revisión de las jerarquías
XV. Espíritu y materia: dos polos de la filosofía
XVI. Cuerpo y alma: el «cosmos» del «hombre»
XVII. ¿La felicidad que el hombre anhela pertenecerá al reino de lo material o lograrán las aspiraciones anímicas del hombre el camino de perfección?
XVIII. El hombre como portador de valores máximos y célula del «bien general»
XIX. Hay que devolver al hombre la fe en su misión
XX. La comunidad organizada, sentido de la norma
XXI. La terrible anulación del hombre por el Estado y el problema del pensamiento democrático del futuro
XXII. Sentido de proporción. Anhelo de armonía. Necesidad de equilibrio
I. El hombre y la sociedad se enfrentan con la más profunda crisis de valores que registra su evolución
Está en nuestro ánimo la absoluta conciencia del momento trascendental que vivimos. Si la Historia de la humanidad es una limitada serie de instantes decisivos, no cabe duda de que, gran parte de lo que en el futuro se decida a ser, dependerá de los hechos que estamos presenciando. No puede existir a este respecto divorcio alguno entre el pensamiento y la acción, mientras la sociedad y el hombre se enfrentan con la crisis de valores más profunda acaso de cuantas su evolución ha registrado.
Las conclusiones de los congresos últimamente celebrados en el mundo prueban en cierto modo la universalidad de esta persuasión. El Congreso Internacional de Roma de 1946, el III Congreso de las Sociedades de Filosofía de Lengua Francesa de Bruselas en 1947, el de Edimburgo de 1948 y el de Amsterdam, evidencian que la inquietud intelectual ha llegado a un momento activo.
Es posible que la acción del pensamiento haya perdido en los últimos tiempos contacto directo con las realidades de la vida de los pueblos. También es posible que el cultivo de las grandes verdades, la persecución infatigable de las razones últimas, hayan convertido a una ciencia abstracta y docente por su naturaleza en un virtuosismo técnico, con el consiguiente distanciamiento de las perspectivas en que el hombre suele desenvolverse.
Acaso sobre el gran fondo filosófico que es la verdad, haya prevalecido una cuestión de tendencias, ajenas al ansia de conocimiento a cuya satisfacción debería consagrarse toda fuerza creadora. En ausencia de tesis fundamentales defendidas con la perseverancia debida, surgen las pequeñas tesis, muy capaces de sembrar el desconcierto.
II. El hombre puede desafiar cualquier mudanza si se halla armado de una sólida verdad
Los problemas sustantivos no han sido resueltos en el tiempo, tal vez porque existe un problema y una verdad demostrable para cada generación. Quizá, para cada generación sean siempre los mismos tal problema y tal verdad.
Los griegos de Sócrates se formulaban grandes preguntas: el ser, el principio, la virtud, la belleza, la finalidad, y trataron de formular debidamente sus tablas de Moral y sus principios de Etica. No es lícito dar tales problemas por juzgados para permitirnos después extraviar al hombre –que ignora las viejas verdades centrales– con nuevas verdades superficiales o con simples sofismas. El hombre está hoy tan necesitado de una explicación como aquellos para quienes Sócrates, tantos siglos atrás, forzaba sus problemas.
A los pueblos han sido descubiertos hechos de asimilación no enteramente sencilla. Se ha persuadido al hombre de la conveniencia de saltar sin gradaciones de un idealismo riguroso a un materialismo utilitario; de la fe a la opinión, de la obediencia a la incondición.
La libertad, conquista máxima de las modernas edades, no se produjo acompañada de una previa reestructuración de sus corolarios. Es posible que hubiese cierta improvisación en tal victoria, porque siempre resulta difícil establecer el orden entre las tropas que se apoderan de una ciudad largamente asediada.
La edad del materialismo práctico, por otra parte, ha correspondido con un gigantesco progreso económico. Una de sus características ha sido la de reducir las perspectivas íntimas del hombre. Este no posee la misma medida de su personalidad a la sombra del olmo bucólico que junto al poderío estruendoso de la máquina. Debemos preguntarnos si, al sobrevenir las radicales modificaciones de la vida moderna, se produjeron las oportunas orientaciones llamadas a equilibrar al hombre conmovido por la violenta transición al espíritu colectivo.
Preclaros cerebros han intentado advertir al mundo del peligro que supone que el hecho no haya tenido un prólogo ni una preparación; de que no se haya adaptado previamente el espíritu humano a lo que había de sobrevenir. El hombre puede desafiar cualquier contingencia, cualquier mudanza, favorable o adversa, si se halla armado de una verdad sólida para toda la vida. Pero si ésta no le ha sido descubierta al compás de los avances materiales, es de temer que no consiga establecer la debida relación entre su yo, medida de todas las cosas, y el mundo circundante, objeto de cambios fundamentales.
En tal coyuntura la filosofía recupera el claro sentido de sus orígenes. Como misión pedagógica halla su nobleza en la síntesis de la verdad, y su proyección consiste en un «iluminar», en un llevar al campo visible formas y objetos antes inadvertidos; y, sobre todo, relaciones. Relaciones directas del hombre con su principio, con sus fines, con sus semejantes y con sus realidades mediatas.
De los elevados espacios donde las razones últimas resplandecen, procede la norma que articula al cuerpo social y corrige sus desviaciones.
III. Si la crisis medieval condujo al Renacimiento, la de hoy, con el hombre más libre y la conciencia más capaz, puede llevar a un renacer más esplendoroso
Entra en lo posible que las tradiciones muertas no resuciten. Si el pensamiento humano, considerado como tesoro de conceptos, se mira a través del ritmo vertiginoso y febril de la vida actual, puede que aparezca como un campo desolado, escenario de patéticas batallas. Es posible también que muchas tradiciones caídas no sean adaptables al signo de la presente evolución y que otras hayan perdido incluso su objeto. En cierto modo era éste el panorama de la humanidad en los albores de la Edad Media: se consideraban suficientemente definidas algunas verdades, pero aun éstas aparecían cerradas y custodiadas, y el pueblo se alimentaba sólo de fe. La verdad socrática, la platónica y la aristotélica, no fueron textos prácticos para el medievo, que habían perdido, en el fragor de una terrible crisis, todo contacto con la continuidad intelectual del pasado. Es cierto que no resucitaron entonces muchas tradiciones, pero con los restos del naufragio, el pensamiento humano elaboró, a la luz de la fe, que es indeclinable, una nueva mística, con un nuevo contenido.
El Renacimiento prueba que el camino es un factor asequible al hombre en todo momento. No es el rigor de nuestra crisis el que debieron arrostrar las islas pensantes de la Edad Media: el nuestro es, simplemente, un rigor de otra clase. No tiene ante sí, o no cree tenerlo, un infinito. No da la sensación de producirse para el tiempo, sino para el momento.
Se diría de algunos, que les preocupan menos las verdades que las apariencias, y menos la visión de lo último y lo general que lo inmediato y personal. La marcha fatigosa y rápida de la evolución social, como de la económica, han trastornado los habituales paisajes de la conciencia.
No es frecuente hallar seres que posean una perspectiva completa de su jerarquía. La conquista de derechos colectivos ha producido un resultado ciertamente inesperado: no ha mejorado en el hombre la persuasión de su propio valer. Esa miopía para la nobleza de los valores procede, posiblemente, de una deficiente pedagogía.
Caracteriza a las grandes crisis la enorme trascendencia de su opción. Si la actual es comparable con la del Medievo, es presumible que dependa de nosotros un Renacimiento más luminoso todavía que el anterior, porque el nuestro, contando con la misma fe en los destinos, cuenta con un hombre más libre y, por lo tanto, con una conciencia más capaz.
El gran menester del pensamiento filosófico puede consistir, por consiguiente, en desbrozar ese camino, en acompasar ante la expectación del hombre el progreso material con el espiritual.
IV. La preocupación teológica
La primera preocupación fue necesariamente la teológica. El conocimiento precisaba luz con que enfocar los objetivos, o un espacio iluminado donde situarlos para su examen posterior. El Origen era el factor supremo y natural de este proceso previo. Las inquietudes teológicas satisfacían en parte una necesidad primaria y, después, condicionaban categóricamente toda otra traslación de juicio sobre el existir. [139]
La cultura condujo a distinguir con mayor claridad las relaciones existentes entre lo sobrenatural y el conocimiento; pero el carácter de aquella necesidad era consustancial al alma humana, como vocación de explicaciones últimas o como una conciencia de hallarse encuadrada en un orden superior. Las comunidades más avanzadas razonaban sobre el problema y, a su modo, llegaron a humanizar en una mitología su presentimiento, mientras que las atrasadas, necesitadas igualmente de una explicación, adoraron al Ser Supremo en las cosas y objetos inanimados. Respecto a la explicación de ese estado de necesidad, unido a la razón teológica por impalpables vínculos, y por lo que toca a señalar su vigencia, es indiferente la visión especificada de las razas o grupos superiores o la tendencia primitiva y panteísta de las tribus; ambas prueban, por igual, el carácter de esa necesidad.
Lo inexplicado residía sobre objetos distintos, porque antes de que otras tradiciones estableciesen conceptos terminantes sobre una inquietud universal, se optaba sólo sobre el objeto de veneración. Así los eleatas ensayaban un principio de adoración en torno a su ser sustancial e inmutable y, en el mecanismo de Demócrito, opera en la teoría sobre el movimiento de los átomos actuantes lo que él creía una explicación material plausible a un problema formulado de un modo general. Para Parménides hay ya un solo Dios, el mayor entre los dioses y los hombres, que ni en su figura ni en su pensar se parece a los mortales.
La humanidad empezaba a escrutar ambiciosamente el silencio de los cielos. El pensamiento no se conformó con la alegre orgía de los dioses mitológicos. Lo que el hombre no podía hallar en la corte de Zeus, ejemplaridad y principios absolutos, debía buscarlo por otros caminos. Platón, en el Eutifrón, concretará más tarde ese «estar alerta» de Sócrates ante la máxima virtud, considerada como resplandor de un Ser fuente del orden cósmico. El abismo de la Teogonía de Hesíodo y el apeiron, lo ilimitado, de Anaximandro, empezaban a poblarse de luz ante la inquieta pupila humana. La fuerza que genera en lo infinito será al principio el Amor, símbolo inmediato de la acción de crear asequible a nuestros sentidos, y más tarde su representación última en la Omnipotencia.
¿Quién es Dios para que le ofrezcamos sacrificios?, pregunta el Rig-Veda. Padre del Universo, Prajapati llama a este ser, al que todo parece subordinado. Idéntica preocupación se nos formula en el lógo V griego, la palabra primera, la primera voz, fuerza que encabeza posteriormente el Antiguo Testamento. Era necesario ese «verbo» para diferenciar a su luz el bien del mal, como era necesario Prajapati para reconocer luego en su poder el atman hindú, el alma, el «yo mismo».
Cuando Platón afirma que Dios es la medida de todas las cosas, cobra altura el hombre medida de todas las cosas de Protágoras, porque entre ellas se hallan muchas a las que el hombre no halla en la Naturaleza una explicación razonable. Muchos siglos después, un ilustre cerebro había de explicar con admirable sencillez el proceso de esa inquietud. No tenía necesidad por cierto de apoyarse Víctor Hugo en la teoría de los druidas, dos mil años antes de Jesucristo, según los cuales «las almas pasan la eternidad recorriendo la inmensidad» para preguntar, sobre la necesidad de un orden supremo, lo siguiente: ¿Y no hay Dios? ¿Cómo el hombre, perecedero, enfermo y vil, tendría lo que le falta al universo? ¡La criatura llena de miserias tendría más ventajas que la creación llena de soles! ¡Tendríamos un alma y el mundo no! El hombre sería un ojo abierto en medio del universo ciego. ¡El único ojo abierto! ¿Y para ver qué? ¡La nada!
No es imposible distinguir en esas frases la enunciación feliz del problema del pensamiento antiguo.
V. La formación del espíritu americano y las bases de la evolución ideológica universal
Cuando el Renacimiento lucha por levantar de las ruinas los valores sustantivos, no se apoya sólo en la Revelación ni en la disposición religiosa congénita del hombre. El camino abierto por los griegos será método para los escolásticos y punto de referencia para la reacción posterior. El credo ut intelligam de Santo Tomás informa toda una Edad humana.
Centra sobre un fin la esencia y el existir; condiciona una ética y una moral y, acaso, por primera vez, se relacione con ésta, en jerarquía de necesidad, el libre albedrío, la libertad de la voluntad, como requisito de la Moral. La tomística, cualquiera sea el curso ulterior del pensamiento, centró al hombre en un momento decisivo ante un panorama hasta entonces confuso. Lo centró con poder suficiente para negar los propios principios de que esta situación procedía. En cierto modo, los adversarios del tomismo, por lo que a la definición de los valores humanos respecta, son fruto suyo. Cuando el romanticismo de Spinoza califica a lo Supremo de sustancia del Universo, se halla estructurado ya un mundo de valores, que servirá a la humanidad para lanzarse a uno de sus más tremendos y eficaces esfuerzos. Lo planteado habrá sido la crisis del espíritu europeo, la formación del espíritu americano y la evolución ideológica universal posterior. A través de las ideas religiosas del Renacimiento y de principios de la Edad Moderna el hombre recibe del pensamiento helénico, como Israel desde el Sinaí, una tabla de valores. Pero observemos que el resultado indirecto de tales valores, al situar al ser humano ante Dios, fue definir la jerarquía del hombre.
Poco después, Descartes habrá desviado el ancho y ambicioso cauce con sentido vertical, para ofrendar a una ciencia naciente y progresista la preocupación inicial del mundo antiguo. El «pienso, luego existo», dará como supuesto previo un orden, una naturaleza establecida, un hombre. Y será indiferente a esta enunciación la pertinaz pregunta última del hombre.
La filosofía empezará a fragmentarse; aparecerá una alta especulación científica, consumada en especialidades, dorada por los profundos intentos del racionalismo kantiano, y otra de matices más prácticos, más directos, pero de contenido inferior. En adelante, las preocupaciones serán inmediatas o específicas.
No existe punto ninguno de contacto entre los problemas de Sócrates y los de Voltaire. La tendencia ha cambiado de dirección. Lo que era movimiento vertical es ahora traslación horizontal.
Comte verifica un hábil escamoteo de objetivos: sustituye el culto de Dios por el culto de la humanidad. Será, rigurosamente, el principio de una edad distinta, pero, entendámonos, de una mutación históricamente necesaria y útil.
Se opera una revolución total, grandiosa en sus aspectos materiales, pero tal vez mal acompañada de una visión correcta de las perspectivas de fondo. Estas empiezan a esfumarse de las operaciones intelectuales y con ellas se esfuma insensible y progresivamente también la medida del hombre; la que éste poseía de su situación y de las cosas, a través de sí, como reflejo de fuerzas superiores. El progreso se acentúa en la técnica y en el movimiento social, pero no se puede decir que vigorice por sí solo parcelas íntimas antaño regadas por la intuición de las magnitudes cósmicas.
VI. El reconocimiento de las esencias de la persona humana como base de la dignificación y del bienestar del hombre
Cuando llegamos a Darwin y a sus conexiones con la filosofía, advertimos de pronto que estamos ya muy lejos del mundo de Sócrates y sus figuras pensantes. La evolución se nos ofrece como una teoría biológica que no desease sostener trato de ninguna especie con otro linaje de cuestiones. Y por debajo del mundo científico, se plantea el problema de si el alma humana puede digerir la sustitución de su culto elemental y tradicional, por una exégesis puramente científica.
En último término esta orientación no nos produce resultados positivos en orden a la organización de la vida común. No podemos deducir de ella el clima de una nueva Etica y mucho menos el de una nueva Moral. Es un problema biológico lo preferido; un suceso de orden físico, del que es más difícil extraer consecuencias para la vida espiritual de los pueblos. No es posible fundar sobre una ley técnica, desconectada de las razones últimas, una ley positiva, ni siquiera un tratado de buenas costumbres.
Elevada una explicación semejante a lo general, el hombre, la sociedad o el Estado, se ven obligados a inventar de pronto una escala nueva de valores, una nueva Moral. En el apogeo de una edad de ambiciones materiales, después de un largo espacio, casi siglo y medio, de desechar todo razonamiento metafísico, el pensamiento no sabe permanecer indefinidamente refugiado en criterios marginales, ni gusta de trasladar sus cultos para proveerse de los mismos resultados.
Desde una esfera rectora, al considerar la posibilidad de proveer a los pueblos de buenas condiciones materiales de vida, el problema deja de ser abstracto para convertirse en una necesidad apremiante. El hombre que ha de ser dignificado y puesto en camino de obtener su bienestar, debe ser ante todo calificado y reconocido en sus esencias.
VII. La realización perfecta de la vida
Entendemos en la virtud socrática la realización perfecta de la vida. Esto es: comprensión de la propia personalidad y del medio circundante que define sus relaciones y sus obligaciones privadas y públicas.
Cuando Leibniz nos dice: Quien lo hubiera contemplado todo, lo lejano y lo cercano, lo propio y lo extraño, lo pasado y lo futuro, con la misma claridad y distinción, con lo cual por supuesto desaparecería la diferencia de cercano y lejano, propio y extraño, pasado y futuro, ese tal, libre de pecado, sólo querría y realizaría el bien, alude al arquetipo de virtud que puede producir el desdén ante lo perecedero.
No sería una actitud, sino una escéptica o una apostólica inhibición. La virtud socrática era actuante, tan batalladora como había de ser después la cristiana; contemplaba el mundo práctico y lo sabía lleno de tentaciones y dificultades.
Virtuoso para Sócrates era el obrero que entiende en su trabajo, por oposición al demagogo o a la masa inconsciente. Virtuoso era el sabedor de que el trabajo jamás deshonra, frente al ocioso y al politiquero.
En el Eutifrón nos dice Platón que no hay una virtud específica, un ideal específico para cada cual, sino un ideal del hombre que no es acaso más que una disposición para resolver las ecuaciones vitales con arreglo a una estimativa ética.
VIII. Los valores morales han de compensar las euforias de las luchas y las conquistas y oponer un muro infranqueable al desorden
El bien y el mal obran sobre el hombre como sobre la sociedad. De lo individual a lo colectivo sus momentos oscilan entre arrebatos místicos y paroxismos pavorosos. Una postura moral procedente de un fondo religioso sólido o de una refinada educación ética intenta estipular los límites entre posibles y tentadores extremos. El hombre, en la desgracia, tiende a la introversión como tiende la extraversión en la prepotencia. La duda y la soberbia, son los extremos máximos de esa oscilación, producida en ausencia de medidas suficientes.
La ciencia puede resolver en la abstracción los problemas, partiendo de premisas igualmente abstractas, pero en la vida de las comunidades los efectos de esas oscilaciones suelen ser muy otros. Cuando un pueblo se aproxima a un momento grave, sus cerebros de primera fila se preguntan si el ánimo estará debidamente preparado para las horas que se avecinan.
Pues bien; es forzoso plantearse la misma pregunta cuando se trata de llevar a la humanidad a una edad mejor. Incumbe a la política ganar derechos, ganar justicia y elevar los niveles de la existencia, pero es menester de otras fuerzas. Es preciso que los valores morales creen un clima de virtud humana apto para compensar en todo momento, junto a lo conquistado, lo debido. En ese aspecto la virtud reafirma su sentido de eficacia. No será sólo el heroísmo continuo de las prescripciones litúrgicas; es un estilo de vida que nos permite decir de un hombre que ha cumplido virilmente los imperativos personales y públicos: dio quien estaba obligado a dar y podía hacerlo, y cumplió el que estaba obligado a cumplir.
Esa virtud no ciega los caminos de la lucha, no obstaculiza el avance del progreso, no condena las sagradas rebeldías, pero opone un muro infranqueable al desorden.
IX. El amor entre los hombres habría conseguido mejores frutos en menos tiempo del que ha costado a la humanidad la siembra del rencor
Necesariamente ha debido ser larga la época de la revolución social, a la que caracterizó un adusto ceño. Todavía no puede considerársela realizada, pero es preciso que aquella interpretación de la virtud socrática esparza, junto a la conciencia de la dignidad humana, otra clase de valores. Junto al imperativo categórico kantiano se ofrece al mundo un campo ilimitado. Obra en todo momento como si las máximas de tu conducta particular debieran convertirse en leyes generales. Kant proclamó ante la expectación de la humanidad un credo que sólo podría hallar precedentes en los principios cristianos del amor mutuo, con la diferencia de que en este caso la enunciación afecta el rigor de la disciplina.
El trasladar a lo colectivo lo que se desea en lo íntimo, es insinuar la superación de cuanto hubo de aislamiento y desdén en una época de gloriosos intentos.
Leemos en Empédocles que las alternativas en el predominio del amor y del odio engendran los diversos períodos en el mundo. Puede muy bien ser cierto, aunque Empédocles no buscase la misma conclusión, porque la humanidad ha conocido entre épocas de odio otras de un vivir con los brazos abiertos hacia todas las posibilidades de la humana naturaleza. Bajo ese imperio de místicos frutos se vislumbran mundos nuevos, se educan nacientes nacionalidades, se destruyen las barreras.
Pero es sintomático que tales resultados se hayan obtenido sólo ante la presencia de un enemigo común y de un modo poco duradero: una desolada experiencia armó la tesis del pesimismo.
Algo falla en la naturaleza cuando es posible concebir, como Hobbes en el Leviathan, al homo hominis lupus, el estado del hombre contra el hombre, todos contra todos, y la existencia como un palenque donde la hombría puede identificarse con las proezas del ave rapaz. Hobbes pertenece a ese momento en que las luces socráticas y la esperanza evangélica empiezan a desvanecerse ante los fríos resplandores de la Razón, que a su vez no tardará en abrazar al materialismo. Cuando Marx nos dice que de las relaciones económicas depende la estructura social y su división en clases y que por consiguiente la Historia de la humanidad es tan sólo historia de las luchas de clases, empezamos a divisar con claridad, en sus efectos, el panorama del Leviathan.
No existe probabilidad de virtud, ni siquiera asomo de dignidad individual, donde se proclama el estado de necesidad de esa lucha que, es por esencia, abierta disociación de los elementos naturales de la comunidad. Al pensamiento le toca definir que existe, eso sí, diferencia de intereses y diferencia de necesidades, que corresponde al hombre disminuirlas gradualmente, persuadiendo a ceder a quienes pueden hacerlo y estimulando el progreso de los rezagados. [146]
Pero esa operación –en la que la sociedad lleva ocupada con dolorosas vicisitudes más de un siglo– no necesita del grito ronco y de la amenaza y mucho menos de la sangre, para rendir los apetecidos resultados. El amor entre los hombres habría conseguido mejores frutos en menos tiempo, y si halló cerradas las puertas del egoísmo, se debió a que no fue tan intensa la educación moral para desvanecer estos defectos, cuanto lo fue la siembra de rencores.
X. El grado ético alcanzado por un pueblo imprime rumbo al progreso, crea el orden y asegura el uso feliz de la libertad
Esa virtud nos sitúa de plano en el campo de lo ético. La actitud se enfrenta con el mundo exterior. Se trata de ver hasta qué punto es susceptible de perfeccionar los módulos de la propia existencia.
Aristóteles nos dice: El hombre es un ser ordenado para la convivencia social; el bien supremo no se realiza, por consiguiente, en la vida individual humana, sino en el organismo super-individual del Estado; la ética culmina en la política. El proceso aristotélico nos lleva un punto más lejos del proyectado. Deseamos referirnos sólo a la imposición de la convivencia sobre las proyecciones de la actitud individual. Nuestra virtud no será perfecta hasta ser completada por esa ética, que mide los valores personales.
La vida de relación aparece como una eficaz medida para la honestidad con que cada hombre acepta su propio papel. De ese sentido ante la vida, que en parte muy importante procederá de la educación recibida y del clima imperante en la comunidad, depende la suerte de la comunidad misma.
Habrá pueblos con sentido ético y pueblos desprovistos de él; políticas civilizadas y salvajes; proyección de progreso ordenado o delirantes irrupciones de masas. La diferencia que media entre extraer provechosos resultados de una victoria social o anegarla en el desorden, corresponde a las dosis de ética poseídas.
Tales dosis caracterizan los diversos períodos de la Historia. Hacen glorioso el triunfo y soportable el fracaso; atenúan las calamidades; prestan fuerzas de reserva.
El progreso está, por lo demás, en absoluta relación de dependencia con el grado ético alcanzado: establece la moral de las leyes y puede interpretarlas sabiamente. Para la vida pública esto significa el orden, la acción y el uso feliz de la libertad.
Permítaseme decir que la libertad posee carta de naturaleza en los pueblos que poseen una ética, y es transeúnte ocasional donde esa ética falta. Santo Tomás dice: La libertad de la voluntad es un supuesto de toda moral; solamente las acciones libres, derivadas de una reflexión racional, son morales. Es cierto que sólo esas acciones pueden alcanzar el calificativo de morales cuando se han producido con arreglo a ciertos requisitos.
La libertad fue primariamente sustancia del contenido ético de la vida. Pero, por lo mismo, nos es imposible imaginar una vida libre sin principios éticos, como tampoco pueden darse por supuestas acciones morales en un régimen de irreflexión o de inconsciencia.
XI. El sentido último de la ética consiste en la corrección del egoísmo
Spencer nos dice que el sentido último de la Etica consiste en la corrección del egoísmo.
El egoísmo, que forjó la lucha de clases e inspiró los más encendidos anatemas del materialismo, es al mismo tiempo sujeto último del proceder ético. Corresponde seguramente una actitud ante esa disposición cerrada que produce la sobrestimación de los intereses propios. La enunciación de tal cosa corresponde en la Historia a una sangrienta y dura evolución, cuyo fin no podemos decir que se haya alcanzado aún.
Si la felicidad es el objetivo máximo, y su maximación una de las finalidades centrales del afán general, se hace visible que unos han hallado medios y recursos para procurársela y que otros no la han poseído nunca. Aquéllos han tratado de retener indefinidamente esa condición privilegiada, y ello ha conducido al desquiciamiento motivado por la acción reivindicativa, no siempre pacífica, de los peor dotados. El egoísmo estaba destinado, acaso por designio providencial, [148] a transformarse en motor de una agitada edad humana. Pero el egoísmo es, antes que otra cosa, un valor-negación, es la ausencia de otros valores; es como el frío, que nada significa sino ausencia de todo calor. Combatir el egoísmo no supone una actitud armada frente al vicio, sino más bien una actitud positiva destinada a fortalecer las virtudes contrarias; a sustituirlo por una amplia y generosa visión ética.
Difundir la virtud inherente a la justicia y alcanzar el placer, no sobre el disfrute privado del bienestar, sino por la difusión de ese disfrute, abriendo sus posibilidades a sectores cada vez mayores de la humanidad: he aquí el camino.
XII. La humanidad y el yo. Las inquietudes de la masa
Cuando Eurípides pone junto al yo clamante la masa que, desde el coro, expone las inquietudes y pareceres colectivos, extiende junto al yo la dilatada llanura de la humanidad. Descubre en ella un elemento perfecto de medición. El ser individual halla su proporción vertical y horizontalmente.
Al exponer Humboldt el ideal de humanidad, se gesta, en el campo histórico, el ideal del hombre universal, erigido en representante supremo de la civilización. Comte lo cimentó al afirmar que la Sociología es la base necesaria de la Política. Hegel llevó a sus últimas consecuencias filosóficas esa certera intuición. Afirmó del espíritu, que existe por sí mismo, que sólo podrá llegar el pleno ser en sí en la medida en que el yo se eleve al nosotros o, con sus palabras, al yo de la humanidad. El racionalismo postkantiano había trasladado asimismo su campo visual desde el individuo a la sociedad, desde el hombre a la humanidad.
Los chispazos de una revolución político-económica, con la erección del industrialismo y el capitalismo, generados por el Progreso en las entrañas de la Revolución liberal, provocaron la expansión de los valores individuales hacia los contornos públicos, o mejor dicho, el contorno filosófico del ser empezó a apreciarse mejor en su dintorno.
El individuo se hace interesante en función de su participación en el movimiento social, y son las características evolutivas de éste las [149] que reclaman atención preferente. Para derribar las defectuosas concepciones de la etapa de los privilegios fue necesario un implacable desdoblamiento de la fortaleza-unidad del individuo. Pero apresurémonos a reconocer que tal mutación debe considerarse precedida de una larga etapa teórica. La práctica corresponde a nuestro siglo y está en sus comienzos.
Ello tiene una explicación hasta cierto punto sencilla. Cuando decimos que el tránsito efectuado derivó del viejo estado histórico de necesidad al moderno de libertad, pensando mejor en el individuo que en la comunidad, enunciamos una visión oblicua de la evolución. La etapa preparatoria, o teórica de realización del yo en el nosotros, fue, cabalmente, una fase apta para permitir la cesión de los principios rectores que, sin caer todavía sobre la masa, facilitaba a los nuevos grupos dirigentes al suspirado desplazamiento del poder.
La libertad entonces proclamada precisa un esclarecimiento si ha de considerarse su vigencia. Si por sentido de libertad entendemos el acervo palpitante de la humanidad, frente al estado de necesidad dictado por el imperio indiscutido de una fracción electoral, deberemos plantearnos inmediatamente su problema máximo: su incondición, y, sobre todo, su posibilidad de opción.
Libre no es un obrar según la propia gana, sino una elección entre varias posibilidades profundamente conocidas. Y tal vez, en consecuencia, observaremos que la promulgación jubilosa de ese estado de libertad no fue precedida por el dispositivo social, que no disminuyó las desigualdades sociales en los medios de lucha y defensa ni, mucho menos, por la acción cultural necesaria para que las posibilidades selectivas inherentes a todo acto verdaderamente libre pudiesen ser objeto de conciencia. El fondo consciente que presta contenido a la libertad, la autodeterminación popular, sobreviene a muy larga distancia en el tiempo del prólogo político de la cuestión. Cuando el ideal de humanidad empieza a abrirse paso, cuando las crisis de los hechos produce la revolución de las ideas, advertimos que los antiguos enunciados no ensamblan de un modo perfecto con el signo de la evolución. Son esbozos, o reflejos imperfectísimos, de un ideal mucho más antiguo: el griego. [150]
XIII. Superación de la lucha de clases por la colaboración social y la dignificación humana
La lucha de clases no puede ser considerada hoy en ese aspecto que ensombrece toda esperanza de fraternidad humana. En el mundo, sin llegar a soluciones de violencia, gana terreno la persuasión de que la colaboración social y la dignificación de la humanidad constituyen hechos, no tanto deseables cuanto inexorables. La llamada lucha de clases, como tal, se encuentra en trance de superación. Esto en parte era un hecho presumible. La situación de lucha es inestable, vive de su propio calor, consumiéndose hasta obtener una decisión. Las llamadas clases dirigentes de épocas anteriores no podían sustraerse al hecho poco dudoso de sus crisis. La humanidad tenía que evolucionar forzosamente hacia nuevas convenciones vitales y lo ha hecho. La subsistencia de móviles de violenta inducción ofrece el espectáculo de un avance hacia la descomposición por el desgaste o hacia la adopción de fórmulas estériles. La aspiración de progreso social ni tiene que ver con su bulliciosa explotación proselitista, ni puede producirse rebajando o envileciendo los tipos humanos. La humanidad necesita fe en sus destinos y acción, y posee la clarividencia suficiente para entrever que el tránsito del yo al nosotros, no se opera meteóricamente como un exterminio de las individualidades, sino como una reafirmación de éstas en su función colectiva. El fenómeno, así, es ordenado y lo sitúa en el tiempo una evolución necesaria que tiene más fisonomía de Edad que de Motín. La confirmación hegeliana del yo en la humanidad es, a este respecto, de una aplastante evidencia.
XIV. Revisión de las jerarquías
Importa, seguramente, no perder de vista al hombre en esta nueva contemplación revisionista de las jerarquías. No es perfectamente imposible disociar el todo de las partes o acentuar exclusivamente sobre [151] lo colectivo, como si fuese por entero diferente a la condición de los elementos formativos. La sublimización de la humanidad no depende de su consideración preferente como del hecho de que el individuo que la integra alcance un grado que la justifique. La senda hegeliana condujo a ciertos grupos al desvarío de subordinar tan por entero la individualidad a la organización ideal, que automáticamente el concepto de humanidad quedaba reducido a una palabra vacía: la omnipotencia del Estado sobre una infinita suma de ceros.
Como podemos entender al hombre, o divisarle mejor, en el marco de esa humanidad que lo realiza, será, en su jerarquía propia, atento a sus propios fines y consciente de su participación en lo general.
Sólo así podremos hablar del problema de la redención como de una perfección realizable por elevación, en la vida en común.
Puede que D’Alembert acertase al pronosticar la subordinación del pensamiento-luz a la técnica y hemos visto que los problemas inmediatos, sociales, políticos y económicos, produjeron un grado de obnubilación suficiente para desvanecer en la zozobra colectiva los sagrados fines del individuo.
En el seno de la humanidad que soñamos, el hombre es una dignidad en continuo forcejeo y una vocación indeclinable hacia formas superiores de vida. Tales factores no operan, por cierto, en una consideración simplemente masiva de la biología social. De su ignorancia o de su sojuzgamiento depende precisamente el éxito de nuestra época.
Sólo en ese punto podemos examinar con mejores garantías de acierto la gran posibilidad de ese ideal de humanidad. Si no lo buscamos a través de esta misma, como una expresión de bloque con necesidades de bloque, sino a través del individuo, hallaremos enseguida sus dos características esenciales: humanidad como crisol de la dignidad y como atmósfera de libertad.
Si recordamos a Antístenes, veremos que su ideal de libertad no era en absoluto compatible con ningún ideal razonado de humanidad. Hay una libertad irrespetuosa ante el interés común, enemiga natural del bien social. No vigoriza al yo sino en la medida que niega al nosotros, y ni siquiera se es útil a sí misma para proyectar sobre su actividad una noble calificación. Kant insinúa cuál podrá ser el alto sentido de la libertad al situarla en el campo de la ley moral y en el espacio del destino. Nada nos impide considerar como destino no sólo [152] la finalidad individual, o la suma de sus probabilidades, sino la suma de las probabilidades generales. La misma ley moral no será considerada como ente aislado, como principio personal, sino como visión máxima del ideal de conducta universal. Con arreglo a ambas fuerzas presupone Kant la capacidad de autodeterminación y la llama casualidad libre. La existencia de esa personalidad es un postulado de la razón práctica. Pero Fichte va más lejos todavía: El grado supremo sólo llega a lograrse –nos dice– cuando sobre ese ciego deseo de poder y sobre la arbitrariedad del individuo se sobrepone en uno la voluntad de libertad, de soberanía del hombre, la voluntad racional. El hombre no es una personalidad libre hasta que aprende a respetar al prójimo.
La conclusión de que sólo en el dilatado marco de la convivencia puede producirse la personalidad libre, y no en el aislamiento, puede ser el agregado indispensable al ideal filosófico de sociología, cuya expresión más simple sería la de que nos es grato llegar a la humanidad por el individuo y a éste por la dignificación y acentuación de sus valores permanentes.
XV. Espíritu y materia: dos polos de la filosofía
Desde los primeros tiempos el tema magno de las tareas filosóficas fue una cuestión de acentuación. Su campo ofrecía las distintas y aun opuestas probabilidades según que el acento, la visión preferente, recayese sobre el espíritu o sobre la materia. La disociación se caracterizó por un conflicto con la esencia religiosa, paladín de la inmortalidad del alma y consecuentemente de su primacía. El problema de los valores individuales y de los sociales dependió en todo momento de esa acentuación, no debida, por cierto, a caprichosas veleidades.
En la larga y laboriosa investigación en que el pensamiento mundial ha consumido sus mejores energías, se han producido, como chispazos inesperados, revelaciones que sostienen hoy el eterno templo del saber. Pero en el orden de sus consecuencias importa sobremanera comprender que del hecho de subrayar, quiero decir, del lado en que decidamos situarnos para contemplar las cuestiones propuestas, depende nuestra calificación ulterior de lo vital. [153]
Inclinarse hacia lo espiritual o hacia lo material pudo ser una actividad selectiva de índole pensante o de génesis científica cuando aparecía pura en un grado anterior de la evolución. No es ésa la situación del mundo actual, ciertamente. Los problemas presentes, la superpoblación, la presencia de las masas en la vida pública, la traducción política de las doctrinas, confieren aguda responsabilidad al hecho, en apariencia intrascendente, de tomar partido en la suprema disputa.
XVI. Cuerpo y alma: el «cosmos» del «hombre»
Acaso corresponda el mérito de su iniciación al pensamiento oriental. Cuando hallamos en los Vedas la severa afirmación de que, con carácter sustancial, se hallan en abierta oposición alma y cuerpo o, dicho con propiedad, espíritu y naturaleza, experimentamos la sensación de haber chocado con una duda larvada desde el Génesis. La pugna por reprimir la rebeldía de la materia y subordinarla por entero al espíritu que supone la práctica del Yoga, y su tendencia por liberar el alma de la apetencias y dolores del cuerpo, nos advierte que la cuestión había sido enérgicamente planteada en los albores mismos de la civilización.
Para Aristóteles el universo constituye una serie, en uno de cuyos extremos se encuentra la pura materia y en otro la pura forma. Claro está que en su pensamiento la forma, la causa formal del ser, su contenido, no era otro que el alma. Pero esa polaridad enuncia con la necesaria evidencia el carácter distinto de ambas fuerzas. Importa no perder de vista la visión aristotélica, sobre la que descansa en lo sucesivo la visión espiritualista mundial que ha de sucederle.
Para Platón, el problema consiste en el vencimiento por el alma de las potencias inferiores. El cristianismo agrega a la visión helénica la fe. El temor a la disociación, en el supuesto de la inmortalidad, desaparece en él por la purificación.
En la escuela tomista se opera la fusión del pensamiento cristiano con la dualidad aristotélica. Descartes, primero en encaminar a la filosofía por una senda nueva, ignorada hasta entonces, parte también de las bases tradicionales. Su exposición del proceso partiendo de la [154] existencia de Dios, el cuerpo y el alma, constituye el prólogo de una posterior explicación mecánica del universo. Fue ésta y no su prólogo lo que la disputa general recogió. Sólo en Pitágoras podríamos hallar una preocupación, o una tendencia, de parecido carácter, pero la influencia cartesiana gravitó con enormes fuerzas en el desarrollo de las investigaciones.
Berkeley y D’Alembert parecen situados, aunque la imagen no sea perfecta, en los dos extremos de esa serie aristotélica. La vigorosa acentuación se convertirá en un hecho de hondas repercusiones. Descartes dejó abandonada, como al azar sobre el tapete, su teoría de la casualidad y ésta, en otras manos, proliferó la conversión de las jerarquías espirituales en extrañas opacidades.
Parece incomprensible que la indiferencia de un hombre dotado de tan grave desprecio hacia la masa como Voltaire, ejerciese tan demoledora influencia sobre los principios en que aquélla podría sustentar su línea de valores.
La disciplina científica nos aleja ya de la visión de las esencias centrales. Kant nos situará ante los conceptos, el espacio y el tiempo, que Bergson convertirá en materia y memoria. Para el romanticismo de Schelling la serie aristotélica se sostiene en el dualismo, pero sobre el pensamiento alemán gravita ya la época. Esas fuerzas, además, se hallan en permanente tensión. El marxismo convertirá en materia política la discusión filosófica y hará de ella una bandera para la interpretación materialista de la Historia.
Hemos pasado de la comunión de materia y espíritu al imperio pleno del alma, a su disociación y a su anulación final. Ciertamente, pese al flujo y reflujo de las teorías, el hombre, compuesto de alma y cuerpo, de vocaciones, esperanzas, necesidades y tendencias, sigue siendo el mismo. Lo que ha variado es el sentido de su existencia, sujeta a corrientes superiores.
Esa acentuación oscilante lo mismo puede someterle como ente explotable al despotismo de individualidades egoístas, que condenarle a la extinción progresiva de su personalidad en una masa gobernada en bloque.
En los hegelianos existió una derecha y una izquierda. Tan pronto como esa escuela se reflejó en el poder asistimos a la formación de sociedades de índole diversa: el hombre apareció anulado en unas, frente a los imperativos estatales, o con vagas posibilidades de redención [155] en otras, condicionadas por el equilibrio entre el interés común y la jerarquía individual. En ambos casos no nos está permitido dudar de la trascendencia de Hegel en la liquidación de la disputa. Si la derecha hegeliana puede derivar hacia un teísmo conservador, la izquierda se desliza necesariamente a un materialismo no filosófico y, me atrevería a sostenerlo, no humano. Por distintos caminos, se alcanza la pendiente marxista.
Cuando este forcejeo por la interpretación de la verdad produjo un estado de hecho, ocasionando la crisis de los valores sociales, surge una nueva explicación. Acaso resulte prudente considerarla. En Heidegger y en Kierkegaard observamos un cierto esfuerzo por retomar la vía de la antigua comunión. Obligados a sacrificar algunos principios para caracterizarla, intentan sin embargo la rectificación. Cuando Heidegger expone la necesidad de que éste llegue a realizarse, a lograr una plenitud, establece su divorcio con la corriente que bajo la arquitectura del bloque amenazaba aniquilar al hombre. Kierkegaard proporcionó un sentido igualmente elevado a la exposición de tales ideas restituyendo a la controversia su sentido vertical, al relacionar nuevamente espíritu y alma con su causa y su finalidad.
Keyserling había observado el fondo del problema atentamente al decir que el esfuerzo de los siglos XVIII y XIX fue unilateral, pues habían dejado el alma al margen del progreso. Klages llegó a decir que bajo la influencia destructora del espíritu llegara a su ocaso, en un día no lejano, la vida terrenal oponiéndole en su esencia el alma. En semejantes tiempos ya no resultaba popular el hombre de Vico, un conocer, un querer y un poder que tiende al infinito. Víctor Hugo, otra vez, el genial pensador francés, lanzará en la plaza pública, frente al monumento de Setiembre unas frases imperecederas: «...Si no hay en el hombre algo más que en la bestia pronunciad sin reír estas palabras: Derechos del hombre y del ciudadano, derecho del buey, derecho del asno, derecho de la ostra: producirán el mismo sonido. Reducir el hombre al tamaño de la bestia, disminuirle en toda la altura del alma que se le ha quitado, hacer de él una cosa como otra cualquiera; eso suprime de un golpe muchas declaraciones acerca de la dignidad humana, de la libertad humana, de la inviolabilidad humana, del espíritu humano y convierte todo ese montón de materia en cosa manejable. La autoridad de abajo, la falsa, gana todo cuanto pierde la autoridad de arriba, la verdadera. Sin infinito no hay ideal, sin ideal no hay [156] progreso; sin progreso no hay movimiento; inmovilidad, pues, statu quo, estancamiento: Este es el orden. Hay putrefacción en ese orden. Preguntad a la jaula lo que piensa del ala. Os contestará: el ala es la rebelión...»
Semejante desafío no está dirigido a la conciencia filosófica, sino al mundo político, pero estamos lejos de permitirnos afirmar que en estos momentos, de tan fina sensibilidad, resulta factible una sólida disciplina intelectual sin repercusiones en el desarrollo de la vida social... ¿No debemos, acaso, formularnos el problema, con ambición de eficacia, de si esa acentuación no deberá ser objeto de una cuidadosa definición antes de referirla a los fines comunes? Un pensador moderno ha escrito lo siguiente: Hay un trabajo sin alegría, un placer sin risa, una virtud sin gracia, una juventud sin suavidad, un amor sin misterio, un arte sin irradiación... ¿por qué?...
Esa pregunta terrible acaso está todavía pendiente sobre la vida actual. Pero puede gravitar sobre nuestro futuro si no llegamos a relacionar y defender debidamente las categorías y valores de ese sujeto de la vida toda, de nuestras preocupaciones y nuestros desvelos, que es el Hombre.
Sin el Hombre no podemos comprender en modo alguno los fines de la naturaleza, el concepto de la humanidad ni la eficacia del pensamiento...
XVII. ¿La felicidad que el hombre anhela pertenecerá al reino de lo material o lograrán las aspiraciones anímicas del hombre el camino de perfección?
De que importa activar la génesis de un pensamiento susceptible de contemplar la futura evolución humana da pruebas el sentido de la vida actual.
Existe una laboriosa tarea en pleno desarrollo, encaminada a modificar sustancialmente las condiciones de vida en pro de la felicidad general. Es importante saber si esta felicidad pertenece al reino de lo material, o si cabe pensar que se trata de realizar las aspiraciones anímicas del hombre y el camino de perfección para el cuerpo social. Pero cuando volvemos a preguntarnos si la dirección de ese pensamiento [157] ha de ser ejercida en un sentido horizontal, o si cabrá imprimirle al mismo tiempo verticalidad, debemos antes examinar, siquiera en busca de indicios, el panorama que se ofrece a nuestros ojos.
Advertimos en seguida un síntoma inquietante en el campo universal. Voces de alerta señalan con frecuencia el peligro de que el progreso técnico no vaya seguido por un proporcional adelanto en la educación de los pueblos. La complejidad del avance técnico requiere pupilas sensibles y recio temperamento. Si tomamos como símbolo de la vida moderna el rascacielos o el transatlántico, deberemos enseguida prefigurarnos la estatura espiritual del ser que ha de morar o viajar en ellos. Ante esta cuestión no caben retóricas de fuga, porque lo que en ella se ventila es, ni más ni menos, la escala de magnitudes con arreglo a la cual puede el hombre rectificar adecuadamente su propia proporción ante el bullicio creciente de lo circundante.
La vida que se acumula en las grandes ciudades nos ofrece con desoladora frecuencia el espectáculo de ese peligro al que unos cerebros despiertos han dado el terrorífico nombre de «insectificación». Es cierto que lo físico no mengua ni aumenta la proporción intima, porque ésta consiste justamente en la estimación de sí mismo que el hombre posee; pero puede suceder que, en ausencia de categorías morales, acontezca en su ánimo una progresiva pérdida de confianza y un progreso paulatino del sentimiento de inferioridad ante el gigante exterior.
Frente a un complejo semejante –que en último término es un problema de cultura y de espíritu–, son contados los medios de autodefensa. La civilización tiende a complicarse y no parece que por el camino de lo exterior pueda resolverse esta incógnita íntima.
El materialismo intransigente contaba sin duda con el signo mecánico e implacable del progreso, sospechando que privado de su sombra cósmica el hombre acabaría por sentirse minúsculo y víctima de la monstruosa trepidación vital. Seguro de ello, proveyó a su individuo de un sustitutivo de la proporción espiritual: el resentimiento. Previamente había sustituido también las tendencias supremas por fuerzas inferiores, por es «gana» que ayer integraba el cuerpo de una teoría sumamente interesante y que hoy, defraudada y desencantada, han convertido sus discípulos en la «nausea». Nausea ante la moral, ante la herencia de la vida en común, nausea ante las leyes y los procesos inexorables de la Historia, nausea biológica. [158]
Es hasta cierto punto poco comprensible que hayamos pasado con tan peligrosa brevedad intelectual de la decepción del ser insectificado a esa náusea con que, a espaldas de sagradas leyes, se pretende orientar la comprensión de la existencia colectiva. Lo sintomático de ese modo de pensar está en que no es una abstracción, como tampoco lo era, pongo por ejemplo, el marxismo. Este operaba sobre un descontento social. La náusea –como entelequia– opera sobre el desencanto individual. Es la «angustia» abstracta de Heidegger en el terreno práctico: corresponde a una sociedad desmoralizada que ni siquiera busca una certidumbre para reclinar la cabeza. No es por tanto la teoría lo deplorable, sino la realidad, la deformación postrera de aquella «insectificación», sólo que esta vez el individuo insectificado ha querido aislarse de la catástrofe con una mueca cínica.
Reconozcamos que ésta era la consecuencia necesaria y obligada del doloroso extravío de la escala de magnitudes. Armado con ella podía el hombre enfrentarse no sólo con la áspera y poco piadosa vicisitud de su existencia sino con la crisis que una evolución tan terminante había de suscitar en su intimidad. Saberse ligado a reinos superiores a las leyes materiales del contorno, le facilitaban una generosa concentración de fuerzas para entrar con biológica alegría en un ciclo en que todos los fenómenos parecen desbordarse. En una célebre fábula de Goethe le acontece a un hombre desdichado verse compelido a una elección extraordinaria. Melusina, reina de país de los enanos, le invita a reducir su tamaño y compartir con ella su elevada jerarquía. Le ofrece amor, poder, riquezas, sólo que en un grado inferior: será rey, pero entre enanos. Trasladado al país donde las briznas de hierbas son árboles gigantescos, este hombre, el más mísero de los mortales, añora su forma anterior. Y la añora, supongamos, porque su escala de magnitudes le advierte que en la prosperidad o en el infortunio su estado anterior era inimitable. En el hecho complejo del existir el hombre es, sin más, una entidad superior.
La fábula de Melusina puede ser igualmente trasladada a otros paisajes, y preferentemente a esos donde la desintegración y la heterogeneidad de la vida moderna han reducido principios absolutos e ideales en provecho del esplendor material. Se ha producido el milagro de la fábula, pero a la inversa: al hombre no le ha sido dado elegir con arreglo a su proporción, y aquel que no poseía un grado de fe en sus valores espirituales, sustituyó la altiva reacción por la [159] resignación o por el descontento, la difuminación gradual de las perspectivas que padece quien no posee una conciencia justa de su jerarquía, la «insectificación».
Pero semejante desviación no es consecuencia del auge de los ideales colectivos. Que el individuo acepte pacíficamente su eliminación como un sacrificio en aras de la comunidad, no redunda en beneficio de ésta. Una suma de ceros es cero siempre; una jerarquización estructurada sobre la abdicación personal es productiva sólo para aquellas formas de vida en que se producen asociados el materialismo más intolerante, la deificación del Estado, el Estado Mito y una secreta e inconfesada vocación de despotismo.
Lo que caracteriza a las comunidades sanas y vigorosas es el grado de sus individualidades y el sentido con que se disponen a engendrar en lo colectivo. A este sentido de comunidad se llega desde abajo, no desde arriba; se alcanza por el equilibrio, no por la imposición. Su diferencia es que así como una comunidad saludable, formada por el ascenso de las individualidades conscientes, posee hondas razones de supervivencia, las otras llevan en sí el estigma de la provisionalidad, no son formas naturales de la evolución, sino paréntesis cuyo valor histórico es, justamente, su cancelación.
En la consideración de los supremos valores que dan forma a nuestra contemplación del ideal, advertimos dos grandes posibilidades de adulteración: una es el individualismo amoral, predispuesto a la subversión, al egoísmo, al retorno a estados inferiores de la evolución de la especie; otra reside en esa interpretación de la vida que intenta despersonalizar al hombre en un colectivismo atomizador.
En realidad operan las dos un escamoteo. Los factores negativos de la primera, han sido derivados, en la segunda, a una organización superior. El desdén aparatoso ante la razón ajena, la intolerancia, ha pasado solamente de unas manos a otras. Bajo una libertad no universal en sus medios ni en sus fines, sin ética ni moral, le es imposible al individuo realizar sus valores últimos, por la presión de los egoísmos potenciados de unas minorías. Del mismo modo, bajo el colectivismo materialista llevado a sus últimas consecuencias, le es arrebatada esa probabilidad –la gran probabilidad del existir–, por una imposición mecánica en continua expansión y siempre hipócritamente razonada.
El idealismo hegeliano y el materialismo marxista, operando sobre [160] necesidades y calamidades universales que han influido profundamente en el ánimo general, constituyen direcciones cuya resultante será prudente establecer. De la Historia, y aun de sus excesos, extraeremos preciosas enseñanzas ante las que en modo alguno podemos ni debemos permanecer insensibles. Mientras el pensamiento creía poder sostenerse en lo fundamental, en espacios puramente teóricos, el mundo obraba por su cuenta; pero, si lo fundamental declinó, la fijación práctica de lo abstracto puede ejercer una influencia perniciosa en la existencia común. Resulta entonces necesario detenernos de nuevo a examinar nuestros absolutos y a limpiar de excrecencias y añadiduras superfluas un ideal apto para servir de polo al sentido lógico de la vida.
XVIII. El hombre como portador de valores máximos y célula del «bien general»
En esta labor se nos antoja primordial la recuperación de la escala de magnitudes, esto es, devolver al hombre su proporción, para que posea plena conciencia de que, ante las formas tumultuosas del progreso, sigue siendo portador de valores máximos; pero para que sea humanamente, es decir: sin ignorancia.
Sólo así podremos partir de ese «yo» vertical, a un ideal de humanidad mejor, suma de individualidades con tendencia un continuo perfeccionamiento.
Sugerir que la humanidad es imperfecta, que el individuo es un experimento fracasado, que la vida que nosotros comprendemos y tratamos de encauzar es, en sí y en sus formas presentes, algo irremediablemente condenado a la frustración, nos hace experimentar la dolorosa sensación de que se ha perdido todo contacto con la realidad. Lo mismo tememos cuando se fía a la abdicación de las individualidades en poderes extremos una imposible realización social.
Si hay algo que ilumine nuestro pensamiento, que haga perseverar en nuestra alma la alegría de vivir y de actuar, es nuestra fe en los valores individuales como base de redención y, al mismo tiempo, nuestra confianza de que no está lejano el día en que sea una persuasión vital el principio filosófico de que la plena realización del «yo», [161] el cumplimiento de sus fines más sustantivos, se halla en el bien general.
XIX. Hay que devolver al hombre la fe en su misión
Hoy, cuando la «angustia» de Heidegger ha sido llevada al extremo de fundar la teoría sobre la «náusea» y se ha llegado a situar al hombre en actitud de defenderse de la cosa, puede hacerse de ello polémica simple, pero es conveniente repetir que no han sido teorías fundadas en sugestiones sino en un parcial relajamiento biológico. Del desastre brota el heroísmo, pero brota también la desesperación, cuando se han perdido dos cosas: la finalidad y la norma. Lo que produce la náusea es el desencanto, y lo que puede devolver al hombre la actitud combativa es la fe en su misión, en lo individual, en lo familiar y en lo colectivo.
Ahora bien: va anexo al sentido de norma el sentido de cultura. Nuestra norma, la que tratamos de insinuar aquí, no es un cuadro de imposiciones jurídicas, sino una visión individual de la perfección propia, de la propia vida ideal... En ese aspecto no cabe duda de que su eficacia depende enormemente de nuestra comprensión del mundo circundante como de nuestra aceptación de las obligaciones propias. El solo intento de trazar un cuadro comparativo entre las posibilidades culturales de la antigüedad y las actuales resultaría descabellado. El progreso, el incremento de relaciones, la complejidad de las costumbres, han ampliado el paisaje en términos indescriptibles.
Es lógico pensar, por consiguiente, que la dilatación del panorama haya redundado en limitación proporcional de la conciencia de situación. Cuando nuestro tiempo se plantea cuestiones de Moral o de Etica –acaso las más sustantivas e inaplazables que debemos formularnos hoy–, no ignora que en la confusión de muchos valores desempeña un activo papel el signo vertiginoso de progreso. La evolución humana se ha caracterizado, entre otras cosas, por lanzar al hombre fuera de sí sin proveerle previamente de una conciencia plena de sí mismo. A ese estar fuera de sí puede atender mediante leyes la comunidad organizada políticamente, y tendremos entonces un aspecto de la norma ética. Pero para su reino interior y para el [162] gobierno de su personalidad, no existe otra norma que aquella que se puede alcanzar por el conocimiento, por la educación, que afirma en nosotros una actitud conforme a moral.
De que esta norma llegue a constituir un sistema ordenado de límites e inducciones depende absolutamente el porvenir de la sociedad. Ni siquiera nos es posible comprender ese porvenir como suma de libertad y de seguridad si no podemos prefigurar en él la existencia de normas. Y no somos de los que pensamos que es preferible resolver quirúrgicamente el problema encomendando la libertad irresponsable al imperio vigilante de la ley. Las colectividades que hoy deseen presentir el futuro, en las que la autodeterminación y la plena conciencia de ser y de existir integren una vocación de progreso, precisan, como requisito sustancial, el hallazgo de ese camino, de esa «teoría», que iluminen ante las pupilas humanas los parajes oscuros de su geografía.
XX. La comunidad organizada, sentido de la norma
Así como en el examen que nos está permitido aparece la voluntad transfigurada en su posibilidad de libertad, aparece el «nosotros» en su ordenación suprema, la comunidad organizada. El pensamiento puesto al servicio de la Verdad, esparce una radiante luz, de la que, como en un manantial, beben las disciplinas de carácter práctico. Pero por otra parte nos es imposible comprender los motivos fundamentales de la evolución filosófica prescindiendo de su circunstancia.
Desde Platón a Hegel la civilización ha consumado su azarosa marcha por todos los caminos. Las circunstancias han variado sin tregua y, en ciertos dilatados plazos se diría que volvían y vuelven a producirse con desconcertante semejanza. La sustitución de las viejas formas de vida por otras nuevas son factores sustanciales de las mutaciones, pero debemos preguntarnos si, en el fondo, la tendencia, el objetivo último, no seguirán siendo los mismos, al menos en aquello que constituye nuestro objeto necesario: el Hombre y su Verdad.
Cuando advertimos en Platón el Estado ideal, un Estado abstracto, comprendemos que su mundo, en relación con el nuestro y en su apariencia política, era infinitamente apto para una abstracción semejante. [163] Las ideas puras y los absolutos podían fijarse en el panorama, aprehender y configurar éste, cuando menos en su eficacia intelectual. Podía crearse un mundo en que valores ideales y representaciones prácticas eran susceptibles de producirse con cierta familiaridad. Platón afirmaba: el Bien es orden, armonía, proporción; de aquí que la virtud suprema sea la justicia. En tal virtud advertimos la primera norma de la antigüedad convertida en disciplina política. Sócrates había tratado de definir al hombre, en quien Aristóteles subrayaría una terminante vocación política, es decir, según el lenguaje de entonces, un sentido de orden en la vida común. La idea platoniana de que el hombre y la colectividad a que pertenece se hallan en una integración recíproca irresistible se nos antoja fundamental. La ciudad griega, llevada en sus esencias al imperio por Roma, contenía en fenómeno de larvación todos los caminos evolutivos.
Cuando los hechos se producían en fases simples y en estadios relativamente reducidos, era factible representarse la sociedad política como un cuerpo humano regido por las leyes inalterables de la armonía: corazón, aparato digestivo, músculo, voluntad, cerebro, son en el símil de Platón, órganos felizmente trasladados por sus funciones y sus fines a la biología colectiva: un Estado de justicia, en donde cada clase ejercita sus funciones en servicio del todo, se aplique a su virtud especial, sea educada de conformidad con su destino y sirva a la armonía del todo. El Todo, con una proposición central de justicia, con una ley de armonía, la del cuerpo humano, predominando sobre las singularidades, aparece en el horizonte político helénico, que es también el primer horizonte político de nuestra civilización.
Todavía en el crepúsculo de la mitología pagana, no aparecen claros los fines últimos del hombre. Se le concibe adscripto a la ciudad, y más interesante quizá que su persona, es la virtud abstracta que es susceptible de representar. No existe, por cierto, un ideal de humanidad, aun para la clara visión de los filósofos.
El Cefiso y el Eurotas no son límites geográficos o militares, sino también intelectuales. Al otro lado del Ponto existen la barbarie y las sombras que Alejandro rasgará años después. El sol es un globo de fuego un poco mayor que el Peloponeso.
La certera inteligencia de Aristóteles, que proporcionará el método cuando los espacios nos hayan revelado gran parte de sus misterios, se desenvuelve también en esa concepción de la jerarquía humana. [164] Hay hombres libres y esclavos y no parece que todos se rijan por leyes idénticas. Hay mundos en luz y mundos en sombra.
Nada de particular tiene que en tal situación, la ciudad, objetivada y armónica, predomine con carácter irreductible sobre las desigualdades humanas, que son desigualdades sin vocación reivindicativa. Ello nos permitirá observar que cuando al hombre se le priva de su rango supremo, o desconoce sus altos fines, el sacrificio se realiza siempre en beneficio de entidades superiores petrificadas. El hombre es un ser ordenado para la convivencia social –leemos en Aristóteles–; el bien supremo no se realiza, por consiguiente, en la vida individual humana, sino en el organismo superindividual del Estado; la Etica culmina en la Política.
Los pensamientos citados definen con carácter suficiente la fisonomía del mundo helénico, y es preciso tener en cuenta que eran filósofos idealistas los que la habían trazado. Sócrates intuyó la inmortalidad, pero sobre ella no pudo fundar un sistema. Platón y Aristóteles debían encargarse de situar a ese hombre, que divisaba con angustiada preocupación el problema último, ante la vida en común.
Nacía el Estado, aunque la comunidad cuya vida trataba de organizar adolecía de una insuficiente revelación de la trascendencia de los valores individuales. La idea griega necesitaba para ser completada una nueva contemplación de la unidad humana desde un punto de vista más elevado. Estaba reservada al cristianismo esa aportación. El Estado griego alcanzó en Roma su cúspide. La ciudad, hecha imperio, convertida en mundo, transfigurada en forma de civilización, pudo cumplir históricamente todas las premisas filosóficas. Se basaba en el principio de clases, en el servicio de un «todo» y, lógicamente, en la indiferencia o el desconocimiento helénicos de las razones últimas del individuo.
Una fuerza que clavase en la plaza pública como una lanza de bronce las máximas de que no existe la desigualdad innata entre los seres humanos, que la esclavitud es una institución oprobiosa y que emancipase a la mujer; una fuerza capaz de atribuir al hombre la posesión de un alma sujeta al cumplimiento de fines específicos superiores a la vida material, estaba llamada a revolucionar la existencia de la humanidad. El Cristianismo, que constituyó la primera gran revolución, la primera liberación humana, podría rectificar felizmente [165] las concepciones griegas. Pero esa rectificación se parecía mejor a una aportación.
Enriqueció la personalidad del hombre e hizo de la libertad, teórica y limitada hasta entonces, una posibilidad universal. En evolución ordenada, el pensamiento cristiano, que perfeccionó la visión genial de los griegos, podría más tarde apoyar sus empresas filosóficas en el método de éstos, y aceptar como propias muchas de sus disciplinas. Lo que le faltó a Grecia para la definición perfecta de la comunidad y del Estado fue precisamente lo aportado por el Cristianismo: su hombre vertical, eterno, imagen de Dios. De él pasa ya a la familia, al hogar; su unidad se convierte en plasma que a través de los municipios integrará los estados, y sobre la que descansarán las modernas colectividades.
Roma no era la Grecia cerrada, atenta sólo al fenómeno exterior de la barbarie persa. Ha integrado en su existencia la de otros pueblos de costumbres, pensamientos y creencias distintas. Las necesidades de su comunidad fueron muy superiores también. Le fue sumamente difícil proporcionarse una idea abstracta sobre la concepción del Estado, porque éste se había tornado proporcionalmente complejo. Su historia es un continuo proceso de crecimiento y asimilación que, cuando alcanza la cúspide, se interrumpe por la violencia. Lega al mundo sus instituciones, su gloria, su civilización. Antes del ocaso, añade a esta herencia colosal la confirmación de la dignidad humana.
La libertad, expropiable por la fuerza antes de saberse el hombre poseedor de un alma libre e inmortal, no será nunca más susceptible de completa extinción. Los tiranos podrán reducirla o apagarla momentáneamente, pero nunca más se podrá prescindir de ella: será en el hombre una «conciencia» de la relación profunda de su espíritu con lo sobrehumano. Lo que fue privilegio de la República servida por los esclavos, será más adelante un carácter para la humanidad, poseedora de una feliz revelación.
Al sobrevenir la crisis la civilización conoció siglos amargos. El derrumbamiento del imperio, sin parangón en la historia, devuelve el mundo a la oscuridad. Pero ésta habría sido espantosa si el crepúsculo romano no hubiese prendido en la noche siguiente la llama inextinguible de aquella revelación. Lo que permitirá que el hilo de oro del pensamiento continúe a través del abismo de hogueras y sangre, es el milagro magnífico de que el puente de las ideas religiosas no [166] sucumbiese al chocar el hierro de los bárbaros con el agrietado mármol de Roma.
Las nuevas monarquías aparecidas al galope poseían ciertamente una notable capacidad de asimilación, pero su proyección cultural era sumamente reducida y el imperio de la fuerza en que debían apoyarse hizo todavía más limitada esa posibilidad. Europa se convirtió en una necesidad armada: así como las zonas habitadas se polarizaban en torno a los puntos estratégicos y a los fosos de los castillos, la humanidad se distribuyó en torno a jefes militares, caudillos y señores. Poco o nada subsistirá de cuanto había impreso su fisonomía a la existencia general. El principio de autoridad cae en manos de la fuerza, en razón de ese estado de necesidad aludido. Los mismos reyes ven menguar sus atribuciones y privilegios a medida que se ven obligados a recurrir al poder de sus ricos señores y a solicitar su alianza para sus empresas militares.
El saber se refugia junto a los altares. En las abadías y en los conventos se conserva inextinguible la llama que más tarde volverá a iluminar al mundo. Y lo que preserva de la gigantesca crisis el acervo de los valores espirituales humanos es, con precisión, un sentido místico: la dirección vertical, hacia las alturas, que unos hombres de fe habían atribuido a todas las cosas, empezando por la naturaleza humana.
La Edad Media es de Dios, se ha dicho, y en este hecho, en este paciente y laborioso mantenerse al margen de sus tinieblas, debemos ver la lenta y difícil gestación del Renacimiento. Fue una Edad caracterizada por la violencia desmedida. No nos es posible hallar en ella las formas del Estado ni contemplar al hombre. Gracias sólo al hecho de acentuar sus desgracias, y aun su brutalidad a veces, sobre fines e ideales remotos, pudo resultar factible la evolución resolutiva. En el individuo, no es fácil diferenciar la conciencia de su proporción en el ideal religioso de cuanto fue simplemente ignorancia o superstición.
La Edad Media produjo santos y demonios, pero en su desolación, en su pobreza, con el horizonte teñido siempre por los resplandores de los incendios, no le quedaban al hombre otro escape que poner sus ojos y su esperanza en mundos superiores y lejanos. La fe se vio fortalecida por la desgracia.
El Renacimiento halló diseminados los restos de una cultura y trató de reconstruir con ellos un nuevo clasicismo. Sobre las ruinas [167] de los castillos feudales edificaron su trono las nuevas monarquías. A la idea de aventura sucedió la empresa. Cuando los primeros concejos acuden al servicio del rey con pendón al frente, y se distinguen en las batallas, se consuma en la práctica el final de un largo período histórico. El Estado tardará todavía en sobrevenir, pero en torno a los monarcas, depositarios de un mandato ideal, representantes de lo que siglos después será el concepto de nacionalidad, empieza a gestarse la vida de los pueblos modernos. Los nobles ingleses arrancarán a un Juan Sin Tierra la Carta Magna, los castellanos harán jurar al trono en Santa Gadea, y los aragoneses arrancarán a su rey los «Usajes», demostrativos de que la constitución del Estado está en trance de ensayarse. Habrá Cámaras, rudimentarias al principio, y los estamentos harán oír en los concejos la voz de los gremios y de los municipios.
Esta evolución se produce bajo un signo idealista, cualquiera que sea su realización práctica o su signo político, y en la elevada temperatura de la Fe popular. El hombre tenía fe en sí, en sus destinos, y una fe inmarcesible en su subordinación a lo Providencial. Tal fe justifica en parte las titánicas andanzas de la época. Era necesaria para lanzarse a las sombras atlánticas y sacar las Américas a la luz del sol romano, para detener la invasión tártara en las puertas de Europa y para levantar un mundo nuevo de la desolación. Lo conquistado y descubierto en esa edad constituye un himno sonoro a la vocación por el ideal. Pero es importante no perder de vista que, prescindiendo del rigor práctico de la organización política, el clima intelectual de la época conservó el acento sobre los valores supremos del individuo. Cuando la escuela tomista nos dice que el fin del Estado es la educación del hombre para una vida virtuosa, presentimos la enorme importancia que tuvo ese puente tendido sobre las sombras de la Edad Media. Ese hombre a cuyo servicio, el de su perfeccionamiento, estaba dedicado el Estado, no era por cierto el germen de un individualismo anárquico. Para que degenerase había que trasladar el acento de sus valores espirituales a los materiales. El hombre era sólo algo que debía perfeccionarse, para Dios y para la comunidad. La virtud a que Santo Tomás se refería no será enteramente indiferente a la «virtud» griega, el patrón de valores ideales para la realización de la vida propia.
Frente al humanismo, la inteligencia humana intenta divisar nuevos caminos y orientaciones. Maquiavelo cubrirá la vida con el [168] imperativo político, y sacrificará al poder real o a las necesidades del mundo cualquier otra ley, principio o valor.
Grocio llamará al Estado a erigirse en administrador supremo de la felicidad del hombre y abrirá nuevos cauces al principio de autoridad.
Los pueblos han vivido décadas y siglos intensos, han proyectado sus fuerzas hacia espacios desconocidos, se han desdoblado, difundido en mundos nuevos, en empresas fantásticas y costosas. Para que esto fuese posible se precisaba un poder enorme de los recursos espirituales. El apogeo de los absolutos iba a despertar, como consecuencia necesaria, el desprecio a los absolutos. La intensa espiritualidad de la obra gestaba, por reacción, el desencanto y el materialismo que iban a producirse después. En la evolución, por primera vez acaso, se derivaría de un extremo a otro, de un polo al opuesto, y el objetivo a suprimir era, inevitablemente, la temperatura ideal.
Hobbes predica el absolutismo del Estado en la corriente armada de la época, pero predica ya a un hombre desalentado. La unidad social no parece imaginada por él como el indestructible depósito de valores, sino como víctima. Fue el primero en definir al Estado como un contrato entre los individuos, pero importa observar que esos individuos eran lobos entre sí, eran seres desprovistos de virtud y, seguramente, de esperanzas supremas; la larga cabalgada les había rendido.
En la crisis de las monarquías absolutas, vierte su mordacidad el genio de Voltaire. Ciertamente no necesitaba ya la sociedad su corrosivo para fragmentarse bajo el trono. Montesquieu advirtió a la monarquía que sería heredada en la República y Rousseau coronó el pórtico de la naciente época. Se caracterizó por el cambio radical del acento. Acentuó sobre lo material, y esto se produjo indistintamente, lo mismo si el sujeto del pensamiento era el individuo, en cuyo caso se insinuaba la democracia liberal, que si lo era la comunidad, en cuyo caso se avistaba el marxismo.
Es muy posible que las edades Media y Moderna hayan verificado su elección con un exclusivismo parcial en beneficio del espíritu, pero es innegable que el siglo XVIII y el XIX lo hicieron, con mayor parcialidad, a favor de la materia. El estado de la cultura en esos siglos pudo prever las consecuencias, pero debemos estimar necesario en toda evolución lo mismo lo que nos parece dudoso que lo acertado. Rousseau cree en el individuo, hace de él una capacidad de virtud, [169] lo integra en una comunidad y suma su poder en el poder de todos para organizar, por la voluntad general, la existencia de las naciones. Para Kant, lo vital en lo político era el principio de «libertad como hombre», el de «dependencia como súbditos» y el de «igualdad como ciudadanos». Rousseau llamará pueblo al conjunto de hombres que mediante la conciencia de su condición de ciudadanos y mediante las obligaciones derivadas de esta conciencia, y provistos de las virtudes del verdadero ciudadano, acepten congregarse en una comunidad para cumplir sus fines.
La Revolución Francesa fue un estruendoso prólogo al libro, entonces en blanco, de la evolución contemporánea. Hallamos en Rousseau una evolución constructiva de la comunidad y la identificación del individuo en su seno, como base de la nueva estructuración democrática. Esta concepción servirá de punto de partida para la interpretación práctica de los ideales en las nuevas democracias. Pero resulta hasta cierto punto conveniente examinar si en la concepción originaria no se produjo, por la dinámica misma de la reacción, la supresión innecesaria de toda una escala de valores. Podemos preguntarnos, por ejemplo, si fue decididamente imprescindible para derivar el poder absoluto a la voluntad del ciudadano, cegar antes en ésta toda posibilidad espiritual. En segundo lugar es preciso tener en cuenta el largo paréntesis que el Imperio abrió entre el prólogo y la continuación del libro de la evolución política.
XXI. La terrible anulación del hombre por el Estado y el problema del pensamiento democrático del futuro
En ese paréntesis, el ideal que el pensamiento había abandonado a la intemperie, es rescatado del arroyo por fuerzas opuestas, que combatirán con extremada violencia en el futuro. No tratarán de fijar sus absolutos en la jerarquía del hombre, en sus valores ni en sus posibilidades de virtud; los fijaran en el Estado, o en organizaciones de un característico materialismo.
Todavía Fichte crea un amplio espacio donde el individuo, subordinado al todo social, puede realizarse. Hegel convertirá en Dios al [170] Estado. La vida ideal y el mundo espiritual que halló abandonados los recogió para sacrificarlos a la Providencia estatal, convertida en serie de absolutos. De esta concepción filosófica derivará la traslación posterior: el materialismo conducirá al marxismo, y el idealismo, que ya no acentúa sobre el hombre, será en los sucesores y en los intérpretes de Hegel, la deificación del Estado ideal con su consecuencia necesaria, la insectificación del individuo.
El individuo está sometido en éstos a un destino histórico a través del Estado, al que pertenece. Los marxistas lo convertirán a su vez en una pieza, sin paisajes ni techo celeste, de una comunidad tiranizada donde todo ha desaparecido bajo la mampostería. Lo que en ambas formas se hace patente es la anulación del hombre como tal, su desaparición progresiva frente al aparato externo del progreso, el Estado fáustico o la comunidad mecanizada.
El individuo hegeliano, que cree poseer fines propios, vive en estado de ilusión, pues sólo sirve los fines del Estado. En los seguidores de Marx esos fines son más oscuros todavía, pues sólo se vive para una esencia privilegiada de la comunidad y no en ella ni con ella. El individuo marxista es, por necesidad, una abdicación.
En medio se alza la fidelidad a los principios democráticos liberales que llena el siglo pasado y parte del presente. Pero con defectos sustanciales, porque no ha sido posible hermanar puntos de vista distintos, que condujeron a dos guerras mundiales y que aún hoy someten la conciencia civilizada a durísimas presiones. El problema del pensamiento democrático futuro está en resolvernos a dar cabida en su paisaje a la comunidad, sin distraer la atención de los valores supremos del individuo; acentuando sobre sus esencias espirituales, pero con las esperanzas puestas en el bien común.
En lo político parte muy importante de tal crisis de las ideas democráticas se debe al tiempo de su aparición. La democracia como hecho trascendental estaba llamado a suceder ipso facto a los absolutismos. Sin embargo, sufrió un largo compás de espera impuesto por la persistencia de monarquías templadas y repúblicas estacionarias que, para subsistir, creyeron necesario aplicar en leves dosis principios propios de la democracia pura, preferentemente aquellos que podían ser adaptados sin peligro. Tal operación dulcificó la evolución, pero sustrajo partes muy importantes de personalidad al nuevo orden de ideas, que a su advenimiento pleno halló, frente a colosales enemigos, [171] muy disminuida su novedad. Sucedió así que los pueblos que pudieron establecerla en su momento han alcanzado con ella los caminos de perfección necesarios, y los que no lo consiguieron, han optado por el empleo de sustitutivos, los extremismos, con tal de hacer efectivo por cualquier vía, el carácter trascendental.
Y sin embargo lo trascendental del pensamiento democrático, tal como nosotros lo entendemos, está todavía en pie, como una enorme posibilidad en orden al perfeccionamiento de la vida.
En varias ocasiones ha sido comparado el hombre al centauro, medio hombre, medio bruto, víctima de deseos opuestos y enemigos; mirando al cielo y galopando a la vez entre nubes de polvo.
La evolución del pensamiento humano recuerda también la imagen del centauro: sometido a altísimas tensiones ideales en largos períodos de su historia, condenado a profundas oscuridades en otros, esclavo de sordos apetitos materiales a menudo. La crisis de nuestro tiempo es materialista. Hay demasiados deseos insatisfechos, porque la primera luz de la cultura moderna se ha esparcido sobre los derechos y no sobre las obligaciones; ha descubierto lo que es bueno poseer mejor que el buen uso que se ha de dar a lo poseído o a las propias facultades.
El fenómeno era necesario, de una necesidad histórica, porque el mundo debía salir de una etapa egoísta y pensar más en las necesidades y las esperanzas de la comunidad. Lo que importa hoy es persistir en ese principio de justicia, pero recuperar el sentido de la vida, para devolver al hombre su absoluto.
Ni la justicia social ni la libertad, motores de nuestro tiempo, son comprensibles en una comunidad montada sobre seres insectificados, a menos que a modo de dolorosa solución el ideal se concentre en el mecanismo omnipotente del Estado. Nuestra comunidad, a la que debemos aspirar, es aquella donde la libertad y la responsabilidad son causa y efecto, en que exista una alegría de ser, fundada en la persuasión de la dignidad propia. Una comunidad donde el individuo tenga realmente algo que ofrecer al bien general, algo que integrar y no sólo su presencia muda y temerosa.
En cierto modo, siguiendo el símil, equivale a liberar al centauro restableciendo el equilibrio entre sus dos tendencias naturales. Si hubo épocas de exclusiva acentuación ideal y otras de acentuación material, la nuestra debe realizar sus ambiciosos fines nobles por la [172] armonía. No podemos restablecer una Edad-centauro sólo sobre el músculo bestial ni sobre su sólo cerebro, sino una «edad-suma-de-valores», por la armonía de aquellas fuerzas simplemente físicas y aquellas que obran el milagro de que los cielos nos resulten familiares.
Los monjes de la Edad Media borraron el contenido de los libros paganos para cubrirlos con los salmos. La Edad Contemporánea trató de borrar los salmos, pero no añadió nada más que la promesa de una vaga libertad a la sed de verdades del hombre. En 1500 la humanidad concentró sus dispersas energías para empresas gigantescas y nos dio nuevos mundos y formas de civilización. En 1800 reprodujo el intento y creó febrilmente, generosamente, una época. ¿No será el nuestro, acaso, el momento de hacer acopio de las energías humanas para conformar el período supremo de la evolución? Cuando pensamos en el hombre, en el yo y en el nosotros, aparece claro ante nuestra vista que nuestra elección debe ser objeto de profundas meditaciones.
La sociedad tendrá que ser una armonía en la que no se produzca disonancia ninguna, ni predominio de la materia ni estado de fantasía. En esa armonía que preside la norma puede hablarse de un colectivismo logrado por la superación, por la cultura, por el equilibrio. En tal régimen no es la libertad una palabra vacía, porque viene determinada su incondición por la suma de libertades y por el estado ético y la moral.
La justicia no es un término insinuador de violencia, sino una persuasión general; y existe entonces un régimen de alegría, porque donde lo democrático puede robustecerse en la comprensión universal de la libertad y el bien general, es donde, con precisión, puede el individuo realizarse a sí mismo, hallar de un modo pleno su euforia espiritual y la justificación de su existencia.
XXII Sentido de proporción. Anhelo de armonía. Necesidad de equilibrio
Para el mundo existe todavía, y existirá mientras al hombre le sea dado elegir, la posibilidad de alcanzar lo que la filosofía hindú llama la mansión de la paz. En ella posee el hombre, frente a su [173] Creador, la escala de magnitudes, es decir, su proporción. Desde esa mansión es factible realizar el mundo de la cultura, el camino de perfección.
De Rabindranath Tagore son estas frases: el mundo moderno empuja incesantemente a sus víctimas, pero sin conducirlas a ninguna parte. Que la medida de la grandeza humana esté en sus recursos materiales es un insulto al hombre.
No nos está permitido dudar de la trascendencia de los momentos que aguardan a la humanidad. El pensamiento noble, espoleado por su vocación de verdad, trata de ajustar un nuevo paisaje. Las incógnitas históricas son ciertamente considerables, pero no retrasarán un solo día la marcha de los pueblos por grande que su incertidumbre nos parezca.
Importa, por tanto, conciliar nuestro sentido de la perfección con la naturaleza de los hechos, restablecer la armonía entre el progreso material y los valores espirituales y proporcionar nuevamente al hombre una visión certera de su realidad. Nosotros somos colectivistas, pero la base de ese colectivismo es de signo individualista, y su raíz es una suprema fe en el tesoro que el hombre, por el hecho de existir, representa.
En esta fase de la evolución lo colectivo, el «nosotros», está cegando en sus fuentes al individualismo egoísta. Es justo que tratemos de resolver si ha de acentuarse la vida de la comunidad sobre la materia solamente o si será prudente que impere la libertad del individuo solo, ciega para los intereses y las necesidades comunes, provista de una irrefrenable ambición, material también.
No creemos que ninguna de esas formas posea condiciones de redención. Están ausentes de ellas el milagro del amor, el estímulo de la esperanza y la perfección de la justicia.
Son atentatorios por igual al desmedido derecho de uno o la pasiva impersonalidad de todos a la razonable y elevada idea del hombre y de la humanidad.
En los cataclismos la pupila del hombre ha vuelto a ver a Dios y, de reflejo, ha vuelto a divisarse a sí mismo. Si debemos predicar y realizar un evangelio de justicia y de progreso, es preciso que fundemos su verificación en la superación individual como premisa de la superación colectiva. Los rencores y los odios que hoy soplan en el mundo, desatados entre los pueblos y entre los hermanos, son el [174] resultado lógico, no de un itinerario cósmico de carácter fatal, sino de una larga prédica contra el amor. Ese amor que procede del conocimiento de sí mismo e, inmediatamente, de la comprensión y la aceptación de los motivos ajenos.
Lo que nuestra filosofía intenta restablecer al emplear el término armonía es, cabalmente, el sentido de plenitud de la existencia. Al principio hegeliano de realización del yo en el nosotros, apuntamos la necesidad de que ese «nosotros» se realice y perfecccione por el yo.
Nuestra comunidad tenderá a ser de hombres y no de bestias. Nuestra disciplina tiende a ser conocimiento, buscar ser cultura. Nuestra libertad, coexistencia de las libertades que procede de una ética para la que el bien general se halla siempre vivo, presente indeclinable. El progreso social no debe mendigar ni asesinar, sino realizarse por la conciencia plena de su inexorabilidad. La náusea está desterrada de este mundo, que podrá parecer ideal, pero que es en nosotros un convencimiento de cosa realizable. Esta comunidad que persigue fines espirituales y materiales, que tiende a superarse, que anhela mejorar y ser más justa, más buena y más feliz, en la que el individuo puede realizarse y realizarla simultáneamente, dará al hombre futuro la bienvenida desde su alta torre con la noble convicción de Spinoza: «Sentimos, experimentamos, que somos eternos.»
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