Fue la escena concluyente del crimen más famoso de los últimos tiempos: el abogado Miguel Pierri –defensor del portero Jorge Mangeri, acusado de matar a la joven Ángeles Rawson– al ser interrumpido durante una entrevista por su pequeño hijo con las siguientes palabras: "Pero boludo, si la mató él." Fue, a la vez, un gran momento de la televisión argentina.
Vale recordar que las coberturas sobre aquella historia trazaron, entre otros efectos, una bisagra en su propio lenguaje: la conversión de la noticia policial en espectáculo puro. Transmitido en tiempo real. Con cada paso de la pesquisa ante millones de espectadores. Y no sin una sinfonía de opinadores muy afines al señalamiento irresponsable de presuntos sospechosos secundarios. En suma, una gesta comunicacional lindante con las leyes de la ficción.
En su zigzagueo argumental, Pierri y su socio, Marcelo Biondi, no fueron una pieza menor.
"Yo sé como la mató. ¿Por qué no lo puedo decir?", acotó el niño, mientras su padre sólo atinaba a taparle su boca con la mano.
Las imágenes al respecto causaron furor. El público aplaudía de pie. Recién a partir de entonces, se produjo la desaceleración mediática del caso. Pero no su final absoluto. Ahora –a más de un año del asesinato– se puede afirmar que su continuación televisiva está depositada en un drama de otro signo: el duelo amoroso de esos mismos abogados, en torno a la ex mujer del primero y actual pareja del otro. Mangeri ya no importa.
Lo cierto es que ciertos temas de la pantalla chica terminan por devorarse el destino de sus protagonistas. Y también suelen convertir en actores a quienes originalmente tuvieron la misión del relato. Casi siempre hay disparadores que guían a la trama hacia un final impredecible, como la vida misma. En términos periodísticos, el disparador es cuando el ojo del cronista pierde la perspectiva de la historia a narrar para colarse por sus hendijas y ser parte de ella.
En cuanto al primer fenómeno, hay un ejemplo abrumador. Una imagen que es en sí misma la clave de un thriller: un rostro en primer plano, cuyos ojos se voltean hacia los costados, mientras declama: "Ella se despidió con un 'chau papi', y se fue". Alberto Ponce, interceptado por una cámara de América 24 en la vereda de su hogar, hablaba de su mujer, Susana Leiva, a la que en realidad había ahorcado durante la mañana del 19 de julio de 2013, antes de arrojarla a un pozo ciego. Ahora –a días del hecho– incurría en el desliz de prestarse a la requisitoria periodística. "Discutíamos, como cualquier pareja", dijo, siempre con la mirada en fuga. Minimizó la fama de "muy celoso" que le endilgaba su familia política. Y, con forzada elocuencia, atribuiría unos pequeños rasguños en la mejilla a "las uñitas de la criatura", en referencia a su hijo, de apenas 18 meses. En medio de tal esgrima de justificaciones –y cuando el paradero de la víctima era todavía incierto–, su actitud traslucía la tensión propia de alguien con pocas luces tras su primer asesinato.
Aun así –y tal vez con esas mismas frases–, él ya había salido airoso de la fiscalía del doctor Héctor Toneguzzo, quien por razones desconocidas no atinó a sospechar de su persona. Ello hizo que su verdadera declaración indagatoria –el primer acto de defensa que ejerce un acusado ante la justicia– tuviera que ser pronunciada lejos de un tribunal, bajo el código procesal de la televisión y para el disfrute de los espectadores. Sí; era la imagen clave de un thriller.
Lo cierto es que el devenir de los acontecimientos quedó irremediablemente atado a semejante circunstancia mediática: unos "espectadores" reconocieron a Ponce al día siguiente en una calle de Constitución, y fue capturado. Minutos antes, la desafortunada Susana había sido exhumada de su ocasional sepulcro. Y la criminología mediática no disimulaba su incidencia en el asunto.
En este punto, se dispara el segundo fenómeno: la capacidad periodística de torcer el rumbo de una trama criminal. Y, en ocasiones, de modo estrepitoso. En tal sentido, el secuestro del padre de Pablo Echarri –ocurrido en octubre de 2002– fue sublime.
Filtrado el hecho por la propia policía, la casa de don Antonio no tardó en ser rodeada por cientos de movileros, camarógrafos y reporteros gráficos, Tal detalle ya de por sí trastocó el desarrollo de los acontecimientos. Pero eso no fue lo peor, dado que a la acción informativa de aquella romería mediática se le añadió un recurso innovador: la transmisión televisiva de las negociaciones telefónicas por el rescate, a minutos de efectuarse, al haber sido interceptadas de modo ilegal por una agencia de seguridad privada con tecnología de punta.
Aquel servicio tuvo una insólita derivación: el cobro del botín por una banda de oportunistas, sin participación alguna en el secuestro, después de conseguir por un productor de Mauro Viale los números de los aparatos en cuestión.
En la actualidad, bajo el imperio de rating minuto a minuto –una caprichosa medición de audiencia centrada en un universo de apenas 700 televisores–, el autogobierno de la realidad inmediata por sobre los formatos televisivos es un hecho que se extiende hacia programas y protagonistas de variada índole. No sólo un crimen puede convertirse en un culebrón sino también la agrisada vida de un presentador de noticias en vías de divorcio (caso Fabián Doman) y hasta la borrascosa intimidad de un temido traficante de secretos ajenos (caso Luis Ventura).
Así, entre tales paradojas, funciona la temeraria –y, por momentos, espantosa– industria de la espontaneidad. Ya se sabe que la televisión es a los ojos lo que las hamburguesas del Mc Donald al sistema digestivo. Pero tiene una virtud: jamá
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