Durante este agitado 2014 se han puesto de manifiesto los enormes condicionamientos que los designios de los poderes económicos imponen a la vida de las mayorías. Tanto en las contiendas respecto de la inflación de precios de los bienes básicos de consumo como en las negociaciones con los llamados fondos buitres, los avatares de la economía sacuden la cotidianeidad más o menos instalada de la población y amenazan con el retorno a épocas de penuria. La disputa por el sentido de las palabras no es ajena a estas contiendas. No es ajena a esta discusión el hecho de que muchos proyectos políticos que sedujeron voluntades con diatribas contra la corrupción y el lucro partieran de esos lenguajes presuntamente redentorios para terminar edificando mortíferos sistemas opresivos. La apuesta esperanzada que muchos hicimos por los populismos latinoamericanos está informada por aquellas tragedias históricas.
Por Miguel Molina y Vedia*
Franco Berardi, también conocido como Bifo, sagaz teórico y activista formado en las luchas italianas de los '70 del siglo pasado, postuló hace una década que el capital no es ya un mero sistema de producción o acumulación, sino que se ha constituido en un modo de semiotización irreversible, que podría ser relativizado pero nunca erradicado en eventuales sociedades alternativas. Tal sentencia aparecía revestida de un carácter ominoso y ayuna de precisiones explicativas, algo poco habitual en la obra de un autor que generalmente hace un culto de la construcción detallada de su entramado conceptual. Lejos de considerarlo una inconsistencia o una debilidad de la argumentación de Berardi, barruntamos que la enunciación epigramática responde al carácter elusivo de una realidad cuya fisonomía no se alcanza a distinguir cabalmente, pero que se intuye con dramática intensidad, a la manera de una iluminación benjaminiana. El propio Marx, con sus recurrentes metáforas fantasmales, revistió a su ferviente materialismo de una pátina simbólica suplementaria, que no alcanzó a describir con su característica minuciosidad metódica, pero que adelantaba proféticamente las laberínticas derivas del capital en siglos subsiguientes. La irreversibilidad del capitalismo es una metáfora incomprobable, o incluso errónea, pero describe el estado actual de nuestros horizontes de posibilidad. El propio ascenso de algunos países periféricos pone en entredicho la hegemonía económica de los Estados Unidos y Europa pero confirma su hegemonía cultural. La estrecha relación diplomática y comercial de la Argentina con los miembros del llamado BRICS contradice los augurios escandalizados de la oposición acerca de un país supuestamente aislado del mundo, pero deja en suspenso el cuestionamiento acerca del patrón de desarrollo que encarnan esas nuevas potencias, cuya caracterización en bloque, justo es recordarlo, proviene de los mismos centros de poder financiero. Pero más allá de consideraciones geopolíticas que nos exceden, es el modelo de consumidor occidental el que seduce a las poblaciones de esas naciones en ascenso, en algunos casos (como en los países que mantienen una formalidad comunista) sin el asidero adicional de la ciudadanía política burguesa. La neutralidad ideológica del capitalismo sigue demostrando su plus pragmático al tender indistintamente redes con democracias neoliberales, posestalinismos de mercado, teocracias petroleras y -nobleza obliga- populismos latinoamericanos.
Durante este agitado 2014 se han puesto de manifiesto, acaso con más dramaticidad que en años anteriores, los enormes condicionamientos que los designios de los poderes económicos imponen a la vida de las mayorías. Tanto en las contiendas respecto de la inflación de precios de los bienes básicos de consumo como en las negociaciones con los llamados fondos buitres, los avatares de la economía sacuden la cotidianeidad más o menos instalada de la población y amenazan con el retorno a épocas de penuria. La disputa por el sentido de las palabras no es ajena a estas contiendas: si bien la capacidad para nominar los hechos de los operadores financieros globales y los más modestos formadores de precios autóctonos puede parecer un apartado subrogante respecto del poder concreto que detentan, esta eficacia simbólica resulta crucial para comprender la rendición colectiva a una concepción casi meteorológica de la economía. Las debacles que se anuncian a partir de las devaluaciones y cesaciones de pagos reales o postuladas, parecieran reivindicar aquel exabrupto del asesor de Bill Clinton: “Es la economía, estúpido”. Sin embargo, esta constatación sólo puede eximirse del pecado de servidumbre a los poderes fácticos reconociendo que si siempre “es la economía”, es porque adherida a ella (omitamos las metáforas espaciales que hablan de “abajo” o “detrás” para rehuir de dilemas ancestrales e insolubles) está, omnipresente, la política. Entonces, cabría concluir, “es la economía política” o por qué no, “la lucha de clases”. El improperio que cerraba aquel latiguillo célebre es más propio de descalificaciones que forman parte del propio dispositivo nominalizador que denunciamos: será mejor omitirlo en esta reformulación.
La puja distributiva y su expresión en la inflación de precios, hoy algo eclipsada por las negociaciones que se tramitan en sede neoyorquina, no sólo son el verdadero termómetro para sopesar la importancia de aquellas arduas tratativas, sino que condensan la elusiva y fantasmal condición de la economía en la sociedad contemporánea. Resulta sintomático que los múltiples flancos endebles o desatendidos que la módica política oficial de control de precios deja librados a los designios del mercado, sea procesada colectivamente como un rasgo de hipocresía o incapacidad gubernamental y no como una incitación a la sociedad civil para intervenir en la materia mediante acciones en defensa propia. Muchas autodenominadas asociaciones de consumidores se limitan a constatar la tendencia alcista de los precios (para colmo con metodologías dudosas) sin atreverse a cuestionar el proceso de formación del valor de venta. Es como si las organizaciones sindicales relevaran estadísticas sobre la caída del salario real o el aumento de la desocupación y se contentaran con hacerlas públicas, sin arriesgar explicaciones estructurales ni recurrir a la acción directa para revertirlas. Ejercicios contrafácticos aparte, los propios gremialistas opositores se han desentendido del control de precios, como si la variación de los mismos no estuviera intrínsecamente ligada al nivel de vida de los trabajadores que representan. Aún con falencias, el Gobierno y sus adeptos parecen haber quedado en profunda soledad, obligados a intercalar en la relación con los supermercadistas embates quijotescos con negociaciones y compromisos parciales. Resulta desolador que más allá de algunos logros tangibles que desaceleraron la espiral inflacionaria, la mencionada percepción meteorológica de los precios no haya sido conmovida. En algún texto previo alertábamos sobre las flaquezas de quiénes confundían su apoyo atendible a una gestión gubernamental con la asunción sin beneficio de inventario de la razón de Estado, renunciando así a las potencialidades críticas que alberga la sana irresponsabilidad de ubicarse, siquiera imaginariamente, en el llano. Pero si estas claudicaciones encuentran justificativo en las demandas pragmáticas de la lucha política, la naturalización de las lógicas de mercado supone definitivamente la deserción de cualquier afán emancipatorio.
La pretensión de la economía de expresar objetivamente la actividad productiva disimula la intervención de los poderes financieros en la construcción de esa apariencia. Si ante esta observación acude a la mente la máxima lacaniana de que la verdad tiene estructura de ficción (lamentablemente malversada entre nosotros por las denuncias acaloradas de la “falsedad del relato”), esa sentencia psicoanalítica debiera ser extendida hacia la comprensión de que en el capitalismo actual el lucro legal tiene la estructura de la estafa. Las variaciones cambiarias (o incluso la mera expectativa respecto de ellas), la influencia -real o postulada- del mercado global, la constancia deseante de los consumidores o el mero poder oligopólico de fijación de precios pueden ser razones suficientes, por no decir las excusas, para incrementar las tasas de ganancia. En este ámbito de la venta de productos de consumo todavía se puede acudir al esquema clásico de la extracción de plusvalía, aún con las reformulaciones necesarias de la teoría del valor que consigan expresar esa otra inflación, la del valor de uso simbólico que satura a las mercancías hipersemiotizadas de la era del diseño, en la que todo el capital es cultural.
De todos modos, esas argucias de los supermercadistas, por más que no pueda sino lamentarse su impacto negativo en los bolsillos populares, resultan empequeñecidas por las maniobras corrientes de obtención de ganancias en el mercado financiero, entre las cuales son apenas un par de ejemplos las operaciones de los fondos buitres con bonos de deuda adquiridos a precio vil o las descaradas maniobras de las calificadoras de riesgo, simultáneamente juez y parte en los destinos de las inversiones planetarias. No extraña que Jordan Belfort, el corredor de bolsa convicto que inspiró la película de Scorsese El lobo de Wall Street, insista en sus memorias con que amasó el 95% de su fortuna con operaciones totalmente legítimas, mientras que algunos ex-colegas suyos demostraron preocupación ante el éxito del film, por presumir que podría popularizar la idea de que su especialidad profesional está indisolublemente ligada a la acumulación mediada por el embuste. Pues bien, la verdad, como tantas memorables ficciones, puede ser escalofriante. No es solamente la escala de la estafa legal la que resulta desproporcionada. La eficacia de estas artimañas se sustenta en la dificultad ingente para trazar el ciclo de formación de la ganancia en esos escenarios donde el dinero se presenta como un organismo que se auto reproduce mecánicamente. El capital financiero ha extremado su sofisticación para volver irreconocible el sustrato de trabajo colectivo que sostiene secretamente sus operaciones. Solamente durante las crisis periódicas, en las cuales el derrumbe de un eslabón de la cadena (como sucedió con las hipotecas en Estados Unidos) genera un efecto dominó sobre vastas áreas de la economía, se exhibe con claridad la interconexión entre la esfera productiva tradicional y esos ambientes tahúrescos que se pretenden inimputables de las miserias de la explotación. Precisando las anotaciones que anteceden, arriesgamos que el enriquecimiento lícito es la forma perfecta de la estafa, porque consigue los salvoconductos normativos para esconder su esencia engañosa. La estafa descubierta no fracasa por inferioridad moral frente a la economía regular, sino por impericia para medrar silenciosamente y sin despertar sospechas. Sus mecanismos no aciertan a encontrar refugio en los recovecos de la ley, sus víctimas son demasiado ostensibles o demasiado poderosas.
La naturaleza de estas presunciones nos conduce a dilemas nada sencillos. Establecer el carácter estructural de estas formas sutiles del despojo complica el recurso estratégico a la denuncia moral, que resulta chapucero y desubicado. Esto sin ahondar en el lamentable honestismo vernáculo, que suele hacer oídos sordos a estas iniquidades del mercado mundial y se fanatiza en la censura de desprolijidades menores del funcionariado local, cuando no en la repulsa del legítimo uso estatal del presupuesto público. Sin embargo, ni estos mezquinos gimoteos ni el reconocimiento más refinado de la dimensión constitutiva y orgánica de estas formas aviesas de la economía contemporánea, atenúan el daño colectivo perpetrado por los poderes financieros. La amonestación moral de un sistema que cimenta su éxito en su amoralidad parece condenada al fracaso, pero a la vez cualquier expectativa emancipatoria es indigna de su nombre si le confiere poderes inexpugnables al realismo político ramplón y a la razón de mercado.
No es ajena a esta discusión el hecho de que muchos proyectos políticos que sedujeron voluntades con diatribas contra la corrupción y el lucro partieran de esos lenguajes presuntamente redentorios para terminar edificando mortíferos sistemas opresivos. Aconteció con regímenes totalitarios de izquierda y de derecha, sin olvidar a las teocracias integristas. La apuesta esperanzada que muchos hicimos por los populismos latinoamericanos está informada por aquellas tragedias históricas. No acompañamos las trayectorias ambiguas de los últimos años por mera claudicación o posibilismo, sino por considerarlas una vía más acorde a la escala humana del cambio anhelado y menos preñada de potencialidades funestas. Ahora bien, así como sería necio subestimar el legado de inclusión social y ampliación de derechos de esta era, no podemos dejar de acordarnos de los que se siguen quedando afuera, ni de reflexionar críticamente sobre este sistema que mientras reconoce paulatinamente ansias populares antes relegadas, propaga como siempre complejas formas de alienación y sometimiento. Arriesgarse a pensar por fuera de la racionalidad de mercado se revela entonces tan imposible como imperioso.
*Docente – Investigador, Facultad de Ciencias Sociales (UBA) y Ciclo Inicial (UNAJ).
Fuente: La Tecla Eñe
http://lateclaene6.wix.com/revistalateclaene
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