lunes, 3 de marzo de 2014

Vicisitudes del gobierno, posibilidades de la oposición

Por Alejandro Horowicz

El discurso presidencial ante la Asamblea Legislativa puede leerse entre dos topes interpretativos. El primero surge de los dichos de Florencio Randazzo: "Hemos hecho cagadas, seamos claros", admitió en diálogo con Radio América. El ministro del Interior aceptó que el kirchnerismo "se ha equivocado en las formas" y que por eso "nos repudia la clase media". El otro tope analítico puede extraerse directamente de la exposición de Cristina Fernández. Sostuvo la presidenta: "la política pueda ser mejor que los empresarios".

Vale la pena explicitar las presuposiciones de ambas lecturas. Para el ministro más allá de las "cagadas" que no desconoce pero tampoco precisa, el repudio de la clase media está vinculado a las formas. Desde hace mucho tiempo, tanto integrantes de la oposición, como buena parte de la prensa comercial opositora, han subrayado este aspecto de la política oficial. En su versión más pobre se trataría de desapego a las normas de urbanidad republicana, exabruptos que atentarían contra la división formal de poderes, agresiones verbales, un tono excesivamente beligerante. La acusación más sofisticada sostendría, en cambio, que no se trata de exabruptos, de desprolijidades formales, sino que revelarían el contenido mismo de la política K. Vale decir, la forma es el contenido.

Imposible saber qué piensa Randazzo exactamente, al menos partiendo de tan escueta afirmación, pero no pareciera demasiado antojadizo considerar que se inclina por una lectura formal. Esto es, el envoltorio de las medidas, la presentación en sociedad de la propuesta K, no respeta los formatos de clase media de las grandes ciudades. Por eso el gobierno no gana elecciones en los mayores centros urbanos: desde la Capital Federal, en manos de Mauricio Macri, hasta Córdoba capital a cargo de Ramón J. Mestre. Por ese andarivel interpretativo se mueven los columnistas de la prensa comercial concentrada, y subrayan la escenografía del último discurso (desde la iluminación, hasta el manejo de las cámaras televisivas) dejando a un costado o directamente desconsiderando la espontánea expresión presidencial sobre política y empresarios.

El contexto en que fue pronunciada la frase de Cristina no explica poco. La presidenta defendía la gestión oficial en Aerolíneas Argentinas, empresa privatizada que terminó volviendo al control del Estado, cuando se percató de que el senador radical Gerardo Morales hacía muecas de descreimiento; por eso lo interpeló así: "Yo le digo que podemos ser más eficientes. Él también forma parte de un partido político que tiene posibilidades de gestionar el Estado, así que no tiene que ser escéptico en que la política pueda ser mejor que los empresarios." ¿Cómo entender esta afirmación? ¿Como la posibilidad de "corregir" la acción empresaria? ¿Como el adecuado uso de los instrumentos del Estado para regular el comportamiento de las empresas privadas? ¿Como filosofía política?

Una discusión de los '90 planteó, en términos reduccionistas por cierto, que achicar el Estado equivalía a agrandar la Nación. El conservatismo neoliberal retomaba las banderas del banquero anarquista de Pessoa sin su subyacente humor cínico. Por tanto, si era público, no podía ser bueno, y si era privado, no podía ser malo. El menemismo impulsó esta burda simplificación con el respaldo de todo el arco parlamentario y el apoyo explícito de una mayoría social disciplinada por el terror de la dictadura y de dos hiperinflaciones "democráticas". Hasta que la experiencia directa, 2001, chocó con tanta tilinguería conceptual. Entonces, no hubo modo de continuar por la misma senda. Y si se quiere, el gobierno K conformó esa "diferencia" operativa.

Ahora bien, los que descreemos de la capacidad de la burguesía argentina para la "conciencia nacional", pensamos que si el marco regulatorio no define el comportamiento real de los empresarios, los empresarios se llevan puesto el marco y la política del gobierno que lo propicia. Dicho en fácil, si las empresas pagan los impuestos que pagan –no los que deberían pagar– se debe a la distancia entre las normas enunciadas y los instrumentos utilizados. Y si los precios suben en una proporción mayor al impacto devaluatorio, es porque las empresas están defendiendo su tasa de ganancia en dólares, aunque los trabajadores la hayan perdido. El derecho de las empresas a conservar su ganancia dolarizada, choca con el interés de los consumidores por pagar más barato, y el de los trabajadores por ampliar la masa salarial.

Es preciso distinguir los derechos en pugna: empresas, consumidores y asalariados. Los aumentos afectan a todos los consumidores, en distinta proporción. Para frenar los aumentos, el gobierno recurre al acuerdo de precios. Si algún instrumento ha demostrado en la Argentina funcionar mal, ese es el acuerdo de precios. Si funciona durante el plazo pactado, deja de hacerlo en fecha precisa y prevista. En ese momento los precios se vuelven a empinar y los salarios a retrasar. Por eso los economistas conservadores propician el "sinceramiento de las variables económicas", nuevos precios y salarios no tan flamantes, lo que en criollo termina siendo reducción de la demanda popular.

Los consumidores casi no tienen instrumentos para frenar la suba de precios. Dependen de los que aporte el gobierno. Sólo los trabajadores pueden reducir el impacto mediante el incremento de los salarios en las negociaciones paritarias. Pero el Estado también paga salarios, y en ese punto los aumentos que exigen los docentes saldrán del erario público. Entonces, la presidenta propicia un aumento inferior al incremento del costo de la vida. Al hacerlo emite una señal precisa: entre el derecho de los empresarios a defender sus ingresos en dólares, y el de los trabajadores a defender su nivel de consumo tiene poco margen. El gobierno dice que quiere evitar esa salida conservadora, pero no aporta instrumentos para impedirla. O limita la ganancia empresaria, o reduce el ingreso popular. Esa es la disyuntiva.

Frente a esto Cristina pareciera propiciar un acuerdo suprapartidario. Sostuvo la presidenta: "Quiero rescatar la idea de la concertación, quiero rescatar la idea que él tuvo de que los partidos populares, democráticos y nacionales pudieran unirse en las grandes empresas, porque una defección debe ser la excepción y no la regla –dijo en oblicua alusión a Julio Cobos–. Al contrario, debemos estar más unidos que nunca los argentinos."

¿Un acuerdo para defender el ingreso popular, o un pacto de gobernabilidad hasta el 2015?

En el primer caso parte del radicalismo y parte del progresismo panradical debería extender la mano. En el segundo, el arco parlamentario –salvo los opositores frenéticos– podría sumarse. Aunque existe una tercera posibilidad: que unos y otros aguarden que el gobierno sea más preciso.

Retomemos el planteo inicial. Si la lógica discursiva de la presidenta estuviera orientada por las formas, por la lectura a lo Randazzo, la consecuencia no puede ser otra que terminar bien, llegar a 2015 sin demasiados sobresaltos; por tanto el acuerdo de gobernabilidad estaría en la naturaleza de las cosas. En cambio, si se tratara de ampliar la base de sustentación de una política que defienda la salud del mercado interno, el ingreso popular, incluso imponiendo límites a la tasa de ganancia empresaria, un nuevo tipo de acuerdo político se abriría paso.

Ya no se trataría de los límites del peronismo electoral, sino del viejo acuerdo Perón-Balbín en otras condiciones históricas. Ese proyecto elaborado en 1971, en el marco de la Confederación General Económica, contó con el respaldo del empresariado gelbardista (hoy nadie reivindica a José Ber Gelbard) así como de la dirección del movimiento obrero organizado. Es evidente que se trata de un acuerdo irrepetible, pero tantear en esa dirección puede ser un recurso político para enfrentar tanto la crisis local como la internacional. Todavía no queda claro si esa es la propuesta, o si la finta también depende de que un sector orgánico del radicalismo esté en condiciones de volverla propia.

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