Mientras la Policía Metropolitana se preparaba para aplicar la misma terapia de choque que estrenó con los pacientes del Borda a los vecinos de la villa 20 que ocuparon el viejo cementerio de automóviles de la Policía Federal, en Villa Lugano, volví a ver El Techo, la película con la que Vittorio de Sica ganó el premio de la Oficina Católica Internacional del Cine en 1956, cuando el Papa era el aristocrático Eugenio Pacelli, Pío XII. Un recién casado albañil napolitano, harto de convivir en una minúscula habitación con esposa, padre, madre y hermanita, y de soportar pared de por medio los ladridos de un cuñado hostil, ocupa un terreno en una de las colinas de Roma y con ayuda de diez compañeros de trabajo intenta levantar durante la noche una casa de 2x3, donde deberá nacer el hijo que espera ella, empleada doméstica de un pobretón mayor del Ejército y su esposa. Ese mismo año mi padre terminó de escribir su novela Villa Miseria también es América, con tanta ternura y optimismo como De Sica. Las visitas semanales a la villa Maldonado, que descubrimos desde el tren, pero que era invisible para quien pasara caminando, fueron una experiencia infantil que marcó el resto de mi vida.
Villas de ayer y de hoy
Más de medio siglo después, la tragedia de la vivienda se ha agravado en la Reina del Plata, una expresión que no puede repetirse sin ironía. Pero las similitudes se detienen allí. Las bara-ccopoli en la Roma de posguerra, así como las villas de Buenos Aires, eran lugares transitorios donde se acomodaban por algunos años los migrantes internos que llegaban atraídos por el boom de la industria o la con-strucción, con salarios dignos y servicios sociales en un esquema desarrollista. Las villas de hoy desbordan de expulsados de la misma ciudad y del resto del país por la quiebra de ese modelo, programada por el neoliberalismo y ejecutada con violencia, y por la expansión de la agricultura hipertecnificada y los barrios cerrados, los cementerios privados y los hipermercados que acaparan los mejores terrenos y sólo dejan libres bajos inundables o lotes contaminados con desperdicios o metales, como el de Villa Lugano. Esas nuevas villas no evocan la calma del mundo campesino de origen, sino el peor rostro de lo urbano, con callejuelas medievales pero de hasta cinco pisos de altura porque no queda ni un metro cuadrado hacia donde crecer. No hay en la Argentina de hoy un problema social más grave que esa imposibilidad de acceso a la tierra y de él derivan todas las lacras que entretienen a políticos y comunicadores, pródigos en adjetivos escandalosos y tonos de alarma. Aunque se haga el militar malo, cuando en realidad es sólo médico, el Secretario de Seguridad Sergio Berni jugó un papel moderador en la crisis. Con buena lógica operativa señaló que el desalojo hubiera sido posible cuando sólo había unas diez familias en la ocupación pero no cuando se juntaron centenares, que en pocas horas podían ser miles, y retaceó la colaboración de las fuerzas federales para una tarea que corresponde a la Ciudad, como propietaria del terreno y responsable de la seguridad. De paso, dejó en evidencia el juego perverso del gobierno de la Ciudad, que se niega a “negociar con usurpadores”, pero dice carecer de la fuerza necesaria para imponer su criterio y pretende que la Nación lo haga en su lugar. Menos comprensible es que la presidente haya repetido el razonamiento de Berni en su discurso ante la Asamblea Legislativa, sin profundizar en su dimensión social, política e ideológica. El gobierno nacional estuvo trabajando en un proyecto de ley que abordara la cuestión, sobre los mismos lineamientos de la ley bonaerense de hábitat, que Scioli debió promulgar ante la presión federal, pero que no muestra la menor intención de aplicar. Pero Cristina no hizo referencia a este problema acuciante en las tres horas de su discurso y en cambio se hizo tiempo para cuestionar a los jueces y fiscales que no estuvieron disponibles durante la noche para el desalojo y para reclamar una ley que regule la liberación del tránsito en caso de protestas sociales. De Sica tituló su película por una cláusula legal vigente entonces, que no permitía el desalojo una vez techada la vivienda y colocada una puerta que cerrara pasablemente bien. Es una carrera contra la noche, porque sólo había diez horas entre la última ronda de los carabineros y la primera del día siguiente. Pero sobraba tierra, los vecinos y los compañeros de trabajo eran solidarios y hasta los policías que levantaban el acta de infracción y demolían el mísero refugio tenían expresión compasiva y buena voluntad. Venían de a dos y a nadie se le ocurría resistir. Sólo había que apurarse para colocar el techo antes del amanecer.
Medio siglo después
Aquí y ahora la ley está a favor de los sin techo, es la 1770, de 2005, modificada en 2007. Pero no se aplicaron ninguna de sus prescripciones, ni la urbanización de la villa 20, ni los estudios sobre la contaminación. Hoy en Buenos Aires la estrategia de los necesitados no es la construcción individual de una vivienda en una buena locación, sino la ocupación masiva de los peores terrenos, la resistencia ante las amenazas de una policía brava y la negociación política que procura una solución a un problema estructural, cuya causa última es la imposibilidad de acceso a la tierra. Cerca de medio millón de personas carecen de una vivienda digna en la ciudad de Buenos Aires. Existen 26 asentamientos precarios, 16 villas de emergencia, 19 conjuntos habitacionales, dos núcleos habitacionales transitorios, 172 inmuebles intrusados, 879 predios e inmuebles en la traza de la ex autopista, 3288 familias receptoras de subsidios alojadas en hoteles, 21 conventillos que son propiedad del Instituto de Vivienda de la Ciudad, 4 hogares de tránsito, 21 viviendas transitorias y 1950 personas en situación de calle. El total de habitantes de la ciudad ha disminuido en los últimos 50 años, pero la cantidad de personas que habitan en villas y asentamientos duplica la de 2001 y es tres veces la de 1991. Desde 2005 las partidas del presupuesto porteño destinadas a vivienda vienen disminuyendo cada año. El anteproyecto de presupuesto 2014 es el más regresivo desde entonces: la función Vivienda cayó en ese lapso del 5,3 por ciento al 2,1 por ciento del presupuesto general de la ciudad. Dentro de esa función, la disponibilidad para las villas se redujo cuatro veces y este año sólo será del 0,7 por ciento del presupuesto general. Un estudio realizado por la Asesoría General Tutelar y el CELS indica que a contramano del resto del país, en la Ciudad de Buenos Aires ha aumentado el número de hogares deficitarios y dentro de ella hay sectores muy diferentes. El promedio de hogares hacinados en la ciudad es del 4,7 por ciento; en la comuna 8 del 12,4 por ciento. El 37,4 por ciento de la población de esta comuna vive en villas y asentamientos. En la zona sur las villas se han densificado y crecido en altura, lo cual ha profundizado una división entre inquilinos y propietarios (de la construcción en la que habitan, no del suelo), así como ha aumentado la población que no accede a habitar ni siquiera en las villas, por el precio de los alquileres. Cerca del 40 por ciento de los habitantes de las villas alquilan cuartos de manera informal. El mercado inmobiliario sin control eleva los precios de la zona central de la ciudad y coloca a creciente cantidad de personas en situación de déficit habitacional. El Estado local no tiene intención de intervenir para atemperar estos fenómenos y limitar sus consecuencias en la vida de las personas afectadas, ni regula ni sanea lo existente, ni tiene una política de construcción de viviendas sociales o de radicación y urbanización de los asentamientos, sólo soluciones transitorias ante la emergencia, que duran lo que la atención pública al conflicto. La fórmula es palos y subsidios. Tampoco se propone regular el mercado inmobiliario, incidir en el precio de los alquileres ni mejorar las condiciones de negociación de las personas que quieren alquilar y no tienen ingresos demostrables o garantías.
Promesas incumplidas
Muchos de los que ahora mismo están en Lugano, ocuparon hace tres años el aledaño Parque Indoamericano y luego de la sangrienta represión conjunta de federales y metropolitanos lo desalojaron con promesas que tampoco se cumplieron. Ni siquiera se han definido los terrenos en los que ambas jurisdicciones se comprometieron a financiar en partes iguales un plan de viviendas. Las familias exhiben el papel que les dieron para certificar que serían propietarias, como explicación para su desconfianza, cansadas de promesas y engaños. Por eso es tan difícil encontrar posibles mediadores. Los que emergieron en la toma del Indoamericano y negociaron con los dos gobiernos hoy están procesados por la justicia, que utiliza aquella contribución que hicieron en pos de una solución pacífica como prueba para criminalizarlos. Esta falta de confianza en autoridades que parecen no tener nada para ofrecer y que no se sienten obligadas por sus promesas previas aleja a los referentes de la villa, que no quieren arriesgar su capital político con tan baja expectativa de éxito. Después del Indoamericano la Nación creó un Ministerio de Seguridad, cuyas orientaciones dificultan que se repita una represión tan violenta como aquélla. Pero la ciudad no abordó las cuestiones de fondo, careció de cualquier gestión política del conflicto y delegó su resolución en la justicia, que es el poder menos capacitado para encararlo. Como el gobierno nacional no parece tener un trabajo territorial desarrollado, con capacidad de incidir en las negociaciones, la toma actual es un nuevo episodio del mismo conflicto habitacional irresuelto en la misma zona. Lo peor pudo evitarse, pero la cuestión sigue siendo explosiva y cuando todos vuelvan del fin de semana largo se habrá agravado, porque habrá mayor cantidad de familias, dispuestas a todo para defender las precarias carpas de palos, lonas y plástico.
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