lunes, 13 de mayo de 2013
Recuerdos, 10 años después (1) Por Ricardo Forster
Recuerdos, 10 años después (1)
Golpe. La represión en la UBA, conocida como “la noche de los bastones largos”, durante la dictadura de Onganía.
Por Ricardo Forster
El recuerdo regresa con claridad, como si no hubiesen pasado casi 35 años; es un mediodía lluvioso y frío de junio y el salón de actos de la escuela está surcado por un murmullo tenso que se expande hacia todos los rincones mientras los niños aprovechamos el clima que se vive, la distracción de nuestras maestras, para jugar en las filas volviéndolas formas zigzagueantes. En los rostros adultos no hay tristeza, apenas cierta confusión que en algunos se entremezcla con una sonrisa rutinaria. La palabra va creciendo de a poco pero ya se ha instalado entre nosotros, se va ubicando, sin que tengamos conciencia de ello, en nuestra cotidianeidad, se vuelve parte de nuestras biografías. Revolución. Qué extraño que una palabra que años después alcanzará para algunos de nosotros una connotación fabulosa, santo y seña de nuestras utopías, haya recorrido, ese mediodía de 1966, el salón de actos de la escuela para dejar testimonio de un golpe de Estado, de una nueva intervención de las Fuerzas Armadas en el escenario nacional. La directora nos dirige un breve discurso del que sólo me quedan retazos, palabras dispersas que juguetean dentro mío y que no estoy muy seguro de si las escuché allí o en la panadería o tal vez en mi casa o en la de algún amigo. Entre ellas no recuerdo la palabra democracia, nadie parece haberla pronunciado con cierta amargura o señalando su pérdida. Tal vez, eso lo pienso ahora, democracia era una palabra ausente, poco importante en el vocabulario de los argentinos, apenas un término mudable que podía utilizarse de tantas maneras distintas que simplemente se esfumaba del vocabulario, pero no porque hubiera metabolizado en nuestro organismo sino porque sonaba ahuecada, carente, insulsa, como ese viejo presidente que sin pena ni gloria, según veíamos en la televisión blanco y negro, abandonaba la Casa Rosada. Nadie lloró ese día, nadie se desgarró las vestiduras, no hubo manifestaciones espontáneas de repudio, no se vertió sangre democrática, apenas si las amas de casa se apresuraron a llenar las despensas por cualquier cosa.
Esa imagen de mi infancia me dice mucho de nuestra historia y de nuestro presente. Pero no lo hace sólo desde el reconocimiento de la complicidad de una mayoría abrumadora con el golpe de Onganía, tal vez no muy diferente de aquella otra mayoría que aplaudió la llegada de Videla y los suyos diez años después. Hay algo más que no puedo achacarlo simplemente a la niñez, a esos dorados tiempos de una infancia abierta a las indagaciones de la vida y a la libertad de un ludismo sin fronteras. Tiene que ver con mi argentinidad, con lo que para mí ha significado y sigue significando ser argentino, haber nacido en estas costas que dejaron su tremenda impronta en mi ánimo. Trato de explicarme. Percibo una cierta continuidad, un hilo fino, que une aquella jornada de junio con algunos gestos y acciones que han ido acompañando mi vida argentina y que también se manifestaron en ciertas resonancias que recorrieron las calles porteñas desde el 19 y 20 de diciembre de 2001. Un déjà vu, algo conocido pero distinto, familiar pero lejano.
En ese gesto del ama de casa preocupada por completar su despensa ante las eventualidades que pudieran surgir de la “Revolución” percibo un rasgo de carácter, un modo de ser de las clases medias. Hay en él toda una visión del mundo, se cuela entre sus pliegues una tendencia constante hacia una prescindencia de lo político cuando la instancia democrática señala su propia decadencia, su supuesta incapacidad para garantizarle que la normalidad de sus días no se verá alterada. A lo largo del siglo veinte ha sido una constante de los sectores medios columpiarse entre las alternativas democráticas y las clausuras militares, como si ese juego fuese parte inescindible de su existencia histórica. Sus reacciones antidemocráticas han tenido diversas razones, no fue la misma la que la enfrentó a la decrepitud yrigoyenista que la que la llevó a vitorear fervorosamente la llegada de la Revolución “Libertadora”, del mismo modo que no es homologable su prescindencia ante la caída de Frondizi o su negligencia ante la de Illia, que su franco apoyo al golpe de Videla. Lo común es su renegación de la democracia, esa actitud que la muestra en ciclos que, cuando se cierran, hacen regresar sus profundas tendencias autoritarias, su necesidad imperiosa de orden y seguridad.
Y sin embargo, la experiencia argentina no puede ser reducida a la reiteración de los golpes militares y a esa suerte de complicidad de algunos actores sociales y políticos que no han dudado en dirigir sus pasos hacia los cuarteles cuando la fragilidad democrática así lo planteó. Hubo, y hay, otras Argentinas dentro de esta geografía en la que la búsqueda de la igualdad, la ampliación de la participación política, la proliferación de proyectos de integración social junto a una democratización de la educación y la salud, constituyeron parte, imprescindible e inolvidable, de nuestra historia. Esas zonas en las que el discurso de la política no pudo desprenderse de la memoria de la equidad representan una herencia extraordinariamente rica en un presente en el que la desigualdad se expande y los discursos neoliberales copan la totalidad del escenario. Dentro de nuestra historia hubo otras voces, otros registros y otras experiencias que no deben caer en el agujero negro del olvido o, peor aún, en esta expansión retrospectiva y tiránica de un presente desasosegante que contamina la totalidad del pasado. Si intentamos imaginar otros horizontes no hegemonizados por la resignación o la inexorabilidad, es imperioso que reencontremos las sendas hacia lo que fuimos, sabiendo que, en ese viaje hacia las regiones del ayer, encontraremos lo entrañable y lo repudiable, los fantasmas de lo que ya no somos y la perduración de lo que aún seguimos siendo. Me niego a reducir la travesía argentina a este presente cargado de incertezas y abrumadoramente surcado por el escepticismo. Hay en mí, y creo que también en la sociedad, las marcas de otras vivencias, la presencia de otros derroteros existenciales, de otras apuestas políticas y culturales que deben ser rescatadas de la brutal homogeneización.
La extrañeza argentina, esa cuota de originalidad que parece determinar su marcha histórica, no puede ser reducida sólo a una ontología del pesimismo como único núcleo identitario. Así como quedan restos de esa memoria de la igualdad también es posible salir al rescate de esos otros ámbitos de la vida que pocas veces entran en los análisis políticos o en los intentos de pensar el destino de una sociedad. Que ciertas formas del mal absoluto habitaron la historia nacional es algo demasiado evidente como para eludirlo, que una tendencia a la ruindad y la complicidad de amplios sectores hicieron posible nuestras circunstancias más oscuras también es algo insoslayable. Que nuestras clases medias acompañaron pasivamente esos experimentos del horror dictatorial y que una parte significativa de la clase política se convirtió en una corporación cooptada por los poderes económicos también es cierto. Pero, y a eso apunta mi reflexión dubitativa, hubo y hay otras realidades dentro de esa realidad, otras conductas más allá o en los pliegues de esas bajezas morales. La Argentina no pudo, a lo largo de esa equívoca travesía, olvidarse de sí misma arrojando al tacho de los desperdicios aquellos momentos salvadores, aquellos gestos a través de los cuales se intentó construir otra realidad; la Argentina es sus fracasos, pero no debemos olvidar que si hablamos de fracasos es porque existieron proyectos que intentaron diseñar otro país, que jugaron sus cartas y perdieron, pero que se atrevieron a jugar las cartas. Y seguimos siendo la memoria de esas derrotas y de esas prácticas que dejaron huellas indelebles en el alma argentina, que siguen estando allí para denunciar las ruindades y los olvidos del presente. Esas otras Argentinas reclaman, en nosotros, otra mirada de la actualidad que no se deje abrumar por el discurso único y homogéneo que haciendo pie en un economicismo brutal contamina cualquier reflexión que intentemos realizar en relación a lo que nos ha sucedido. Debemos saltar por encima de ese determinismo que nos asfixia sin perder de vista la dialéctica, muy argentina, entre catástrofe y esperanza, entre sueño utópico y realismo destructivo. En nuestra experiencia de los extremos, como diría Walter Benjamin, se encuentra el secreto de nuestra “verdad”, la iluminación de las oscuridades de un itinerario histórico extraordinariamente complejo y laberíntico. Leer los extremos, comprender esos permanentes deslizamientos hacia los contrarios, significa penetrar en los rasgos de esas tremendas oscilaciones que han marcado el ánimo argentino. Tal vez allí radique nuestra imposibilidad de permanecer impasibles ante el escándalo de la pobreza, ese sea uno de los motivos de lo específico de una historia atípica en la que el pasado sigue reclamándole al presente, imposibilitando que la lógica del olvido contribuya al definitivo despliegue de aquellas políticas dispuestas a inventar otra sociedad sustentada en el borramiento de lo mejor de nosotros mismos.
Así como el olvido constituye una característica relevante de la práctica nacional, un ejercicio de desmemoria que ha profundizado la vivencia de un presente inmodificable y eterno, las políticas construidas sistemáticamente para traernos nuestro pasado han influido notablemente en la cristalización de estructuras mitologizantes que han obturado una relación diferente con la historia. Todos, peronistas y radicales, liberales y socialistas, militares y sacerdotes, han contribuido a la múltiples ficciones alrededor de las cuales ha girado el relato de nuestro pasado. Sus contribuciones, diversas y coloridas, se corresponden perfectamente, y más allá de sus diferencias, con ese velamiento de una historia que se ha ido vaciando de sentido a medida que la eternización retrospectiva del presente la fue devorando. Al reducir la memoria histórica a pieza de museo o a ritual carente de significación, lo que se terminó por generar es, junto al dominio de la inexorabilidad de lo actual como intransformable, la pérdida del futuro, la aniquilación de toda esperanza. Deconstruir esas políticas de la memoria, penetrar en sus núcleos discursivos para ejercer sobre ellos la sospecha crítica, constituye una ineludible necesidad si queremos, todavía, pensar otro país.
La crítica de la política no es realizable si, al mismo tiempo, no penetramos en los dispositivos que han producido el colapso en el que nos hallamos. Del mismo modo que para indagar nuestra actualidad desconcertante se vuelve esencial recuperar esas otras lecturas de lo argentino que se remontan a la tradición del ensayismo en sus diversas versiones. En mi caso me siento próximo a una alquimia entre Martínez Estrada y Jorge Luis Borges, dos sensibilidades que nos permiten pensar mejor la trama argentina. Pero también creo indispensable recurrir a mis recuerdos, a mis propias vivencias, a esa combinación de lecturas y experiencias que articularon mi visión del país. Pienso, sobre todo, en mi primera aproximación a lo entrañable pampeano de la mano de W.H. Hudson y su memorable Allá lejos y hace tiempo, lectura que marcó de una vez y para siempre mi sensibilidad ante la desmesura del paisaje, de un paisaje que amé a través de la pluma de Hudson y que con el tiempo se convirtió en parte inescindible de mi ser. Muchas otras voces literarias, pienso en Horacio Quiroga, contribuyeron a eso que llamo mi argentinidad, mi especial arraigo a estas geografías sureñas. La Argentina fue y es para mí mucho más que un relato oficial, constituye la amalgama de esa patria construida en la niñez, esos sueños adolescentes que confluyeron en los apasionados setenta como utopía revolucionaria, las interminables caminatas por las calles de Buenos Aires en las que se fueron tejiendo las redes de la amistad y el amor, los naranjos de La Lucila, la añoranza dolorosa del exilio, el recuerdo de los muertos, la felicidad inconmensurable de la democracia recuperada, un gol de River, La muerte y la brújula de Borges, algunas páginas de Cortazar, tardes de invierno y nieve leyendo solitario en la biblioteca de la universidad de Temple La evolución de las ideas políticas argentinas de José Ingenieros, mis años universitarios, las polémicas político-filosóficas, mi casa de Coghlan, las sierras cordobesas, los crepúsculos de verano desde una terraza, los viajes en tren, las vacaciones misioneras, el 25 de mayo de 1973, la noche del 30 de marzo de 1976 en la que abandoné el país, mi regreso, leer La montaña mágica mientras voy en tren hacia el mundo obrero de José León Suárez, la entrañable e intransferible felicidad del arraigo. Todo esto, y muchas otras cosas, son mi argentinidad, desde ellas también tengo que intentar pensar nuestra decadencia, los insondables vericuetos de una actualidad desoladora que amenaza con pasarles a mis recuerdos la máquina aplanadora de un olvido construido bajo las condiciones eternizadas del presente.
En el comienzo de este ensayo me preguntaba si un país puede desaparecer, si la tendencia autodestructiva que subyace a nuestra historia acabará por imponer su lógica, si esa violencia que nos ha constituido desde un comienzo terminará por ganar la partida hasta derramarse sobre la totalidad de nuestra memoria y de nuestro presente. Es tal la desolación y la pérdida de expectativas que su metabolización en el cuerpo social amenaza con despojarnos de lo que fuimos, de nuestros recuerdos, de aquellas otras apuestas que intentaron salirse del rumbo dominante. No se trata de inventarnos falsas esperanzas articuladas en la negación de esa lógica destructiva; por el contrario, sin pensar hasta el fondo sus causas, su impregnación en nuestra historia, su permanencia a través del tiempo, no seremos capaces ya no sólo de intentar torcer el rumbo sino, tal vez más importante, perderemos nuestras biografías, dejaremos que se las lleve la marea aniquiladora. Sin falsos optimismos nos queda el recurso, fundamental, de la memoria y de la espera que no se resigna a la linealidad inconmovible del devenir histórico, que hace la crítica de todo fatalismo. Y en ese proceso de resistencia se vuelve imprescindible rescatar esos otros itinerarios, esas otras experiencias que nos señalan otros derroteros. Un país, la trama más profunda de su vida, no puede ser reducido al dispositivo de la dominación, ni debe ser confundido exclusivamente con las violencias del poder.
En tiempos de desasosiego busco refugio en esas otras experiencias, trato de contemplar la actualidad sin olvidar lo que guarda entre sus pliegues, sabiendo que la densidad de la crisis suele ocultar lo esencial. La Argentina, para mí, es más que sus monstruos, las escrituras de su historia no se han cerrado ni todas confluyen en un presente aciago. Me sostengo en la tensión, quiero permanecer en ella pese a las dificultades que eso entraña, sabiendo que es más fácil deslizarme hacia uno de los lados. Se trata de la petición benjaminiana de pasarle a la historia el cepillo a contrapelo, es decir, de leer sus claroscuros, de rescatar sus olvidos, de pensar sus diversidades, de correrse del relato hegemónico dejando que las otras voces sean escuchadas. Voces de mi infancia, voces derrotadas, voces soñadoras, voces de cotidianidades entrañables, voces del pasado, voces imaginarias, voces de la tierra, voces de la resistencia, voces del mañana.
(1) Este artículo es parte de un ensayo que escribí en el verano del 2002-2003; creo, estimado lector, que resulta un ejercicio saludable recordar qué nos/me pasaba cuando nada de lo que vendría con la llegada de Néstor Kirchner apenas unos meses después alcanzaba a vislumbrarse en el interior de una Argentina desarticulada y arrasada por su interminable crisis.
Revista Veintitrés
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