miércoles, 15 de mayo de 2013

La conjura de los necios Por Miguel Molina y Vedia * OPINION

En la Argentina se ha propiciado el peculiar desplazamiento de la figura del intelectual del confinamiento en los claustros universitarios y las publicaciones especializadas hacia un lugar ambiguo en la circulación cotidiana de la discursividad mediática, esencialmente radial y televisiva, amplificada por las emergentes redes virtuales. Este fenómeno podría indicar una revalorización de la tarea de los pensadores críticos de la Nación. Sin embargo, esta novedad no es necesariamente venturosa. Si bien el hecho de que distintos productos medianamente masivos les permitan intervenir con asiduidad demuestra una apertura insospechada años atrás, al mismo tiempo esta exposición hace ingresar a los hombres y mujeres de letras a un régimen espectacular que escapa de su control, por más sagacidad que desplieguen para limitar sus influjos. De esta manera, la reaparición del intelectual en la arena mediática lo deja desguarnecido ante ominosas manifestaciones de odio, que aún en sus variantes más torpes y módicas, remiten a macabras prácticas del pasado. Los agitados acontecimientos políticos del último decenio en la Argentina han propiciado un peculiar desplazamiento de la figura del intelectual, que lo hizo despegar del confinamiento (forzado o por elección) en los claustros universitarios y las publicaciones especializadas para pasar a ocupar un lugar ambiguo en la circulación cotidiana de la discursividad mediática, esencialmente radial y televisiva, aunque amplificada por la amalgama que esos canales tradicionales conforman con las emergentes redes virtuales. Este fenómeno podría indicar una revalorización de la tarea de los pensadores críticos de la nación, tras décadas en las que su condición parecía atravesar una crisis irreversible. Sin embargo, esta novedad no es necesariamente venturosa. Si bien el hecho de que distintos productos medianamente masivos les permitan intervenir con asiduidad demuestra una apertura insospechada años atrás, al mismo tiempo esta exposición hace ingresar a los hombres y mujeres de letras a un régimen espectacular que escapa de su control, por más sagacidad que desplieguen para limitar sus influjos. Esta tensión, inherente a la articulación de dos universos simbólicos extraños entre sí, aún cuando no debería resultar esencialmente nociva, en la práctica favorece la manifestación de una turbia corriente antiintelectualista de la cultura argentina. De esta manera, la reaparición del intelectual en la arena mediática lo deja desguarnecido ante ominosas manifestaciones de odio, que aún en sus variantes más torpes y módicas remiten a macabras prácticas del pasado. La crisis del modelo clásico del intelectual no constituye, desde luego, un fenómeno específicamente local. Ya fuera en su acepción gramsciana o en la tradición sartreana, por nombrar a dos de las problematizaciónes de la cuestión más influyentes a lo largo del siglo XX, la idea del compromiso militante de los doctos parecía languidecer en el escenario devastado de la posmodernidad, tanto por la caída en desgracia de los proyectos emancipatorios como por la desvalorización de la crítica cultural en un contexto gobernado por los designios de la imagen devenida mercancía. En el campo de la producción téorica, tanto los apólogos del neoliberalismo como quiénes intentaron sostener una política de resistencia tomaron nota de estas transformaciones profundas. Robert Reich, ideólogo de la administración Clinton, desarrolló la noción de “analista simbólico” para describir la tarea de los trabajadores de la mente que participan de la creación de valor mediante la decodificación, manipulación y ensamblaje de flujos informacionales. Aunque fuera diferente el afán político y mayor la sofisticación conceptual del autonomismo italiano, aquellas afirmaciones de Reich no eran incongruentes con la recuperación que hizo Paolo Virno de la categoría marxista del “general intellect” como emblema del nuevo trabajo inmaterial ni con la apuesta de Franco Berardi (Bifo) por la potencia del cognitariado, una flamante clase antagonista global tironeada entre la seducción de la infosfera virtual cuya arquitectura contribuía a delinear el desengaño de una economía en crisis que derrumbaba sus expectativas de ascenso social repentino. Más allá de cierto desfasaje que pudiera verificarse en las periferias latinoamericanas respecto de esta tendencia mundial, no resultaba descabellado considerar a la modalidad libresca del intelectual como un resabio anacrónico condenado a desaparecer o en el mejor de los casos, a subsistir secretamente en buhardillas universitarias y publicaciones de escasa tirada. Disuelta en la dinámica general de la esfera productiva, la descendencia bastarda de aquel legado moderno se debatía entre la asunción acrítica de la razón de mercado y su constitución como usina de una contracultura anticapitalista. Aún en el medio de esta incertidumbre esencial, entre los partidarios de esta descripción del nuevo estado de cosas, se adivinaba cierta euforia por la decadencia del modelo anterior, al que se endilgaban sus componentes elitistas. Otras fuentes teóricas reverenciadas entre nosotros, como la sociología de la cultura de Bourdieu, los estudios culturales británicos o las reflexiones de Foucault acerca de los dispositivos de saber-poder, alentaron interpretaciones algo apresuradas en contra de aquella concepción tradicional del quehacer intelectual, que en ciertas interpretaciones simplistas quedaba reducido a una función suplementaria de los intereses de clase. Si este conjunto de apreciaciones podía parecer adecuado como constatación de ciertas transformaciones innegables de la cultura, más discutibles resultaban las operaciones valorativas del significado de estas modificaciones. Una primera objeción casi automática, consistente en subrayar que estas celebradas innovaciones conceptuales emanaban del trabajo de académicos en el sentido clásico, puede sonar acaso banal. Sin embargo, la popularidad que algunas de estas figuras alcanzaron allende sus fronteras nacionales, fuera de las cuales fueron recibidas con un tratamiento digno de estrellas mediáticas, en auditorios atestados de oyentes ávidos, reafirman que quienes sostienen la herencia de la intelectualidad moderna, aunque la nieguen en su discurso, se mantienen estrechamente vinculados con esa nueva clase productora de símbolos. No solamente esas personalidades internacionales, sino también los hombres y mujeres de letras más reconocidos de la Argentina intervienen directa o indirectamente en la formación moral de centenares de reclutas de las generaciones jóvenes, en el marco de una expansión dramática de la oferta y la demanda en la educación superior, ya sea universitaria o terciaria. Podríamos aventurar que las áreas de incumbencia del intelectual clásico estallan hoy en centenares de esquirlas semióticas, puestas en circulación por redactores publicitarios, realizadores audiovisuales, periodistas, diseñadores gráficos e industriales, twitteros y bloggeros variopintos, activistas de la comunicación alternativa, y por qué no funcionarios políticos, que son o han sido lectores, acaso desatentos, cuándo no alumnos (o alumnos de alumnos) de esas figuras señeras que siguen respondiendo a ese ideal presuntamente caduco. Evidentemente, esta transmisión se da de una manera tan mediada que las reapropiaciones pueden resultar aberrantes respecto del ethos crítico original. Este mecanismo, que resulta ostensible cuándo la palabra del académico es procesada por las urgencias de la cotidianeidad mediática, ya estaba latente en esa escena pedagógica desacompasada en la que se han venido formando los noveles trabajadores de la mente en los últimos treinta años. El grado de influencia que los intelectuales clásicos mantienen a través de esta vía no es mensurable, pero estimamos que excede por mucho a su capacidad de incidir concretamente en la esfera política nacional con sus pronunciamientos explícitos. Antes bien, la conformación notoria de diversos espacios de pensadores que explicitaron posicionamientos fuertes respecto del gobierno nacional, cumple en el fondo con una reivindicación gremial acerca de la relevancia de las actividades que desempeñan, y por ende de la vigencia del proyecto vital de sus integrantes. Tanto quiénes se sienten parte del proyecto kirchnerista como quiénes se distancian de él, sin olvidar a aquellos que optan por un apoyo crítico, acuden menos en defensa de las ideas que expresan, que de su propia condición intelectual. Se equivocarían quiénes detectaran cierta reprobación cínica en las afirmaciones previas: muy por el contrario, la manifestación de este espíritu de cuerpo es un rasgo saludable cuándo lo practica un colectivo amenazado por el recelo destituyente de sus connacionales. En este punto fracasa la importación aviesa de las aludidas plumas europeas, ya que un tipo de agrupamiento que en otras latitudes reforzaría la distinción de las clases cultivadas, entre nosotros contiene la modesta reivindicación del derecho a la supervivencia. En la Argentina, las constantes diatribas contra los intelectuales suelen validarse con la excusa de la crítica del elitismo, pero este hecho, lejos de demostrar esa línea argumentativa, revela su miseria: no hay aquí conservación de privilegios, sino una tímida apuesta por sostener algún recoveco amable, resguardado (y merecido) para seguir ejerciendo un noble oficio. En este contexto, el acceso de ciertas figuras intelectuales a los medios masivos de comunicación los expone a ser escarnecidos por los dispositivos sensacionalistas. Los mayores grados de virulencia se han verificado en los órganos periodísticos opositores en contra de los pensadores afines al kirchnerismo, pero también ha habido casos similares en el sentido opuesto. Esta relativa simetría podría parecer un daño colateral esperable en el marco de un clima político tensado entre dos posturas irreconciliables, pero son justamente los ejemplos que exceden el encasillamiento en esa parcelación binaria los que comprueban la vigencia del prejuicio contra los intelectuales. Resulta sugerente que los aciagos columnistas que semanalmente disparan contra el gobierno nacional por cualquier causa, por nimia que sea, se hayan puesto del lado de la presidenta en los casos en los que aparecieron discrepancias entre la razón de estado y la palabra crítica de los habituales adeptos al kirchnerismo. Esta insospechada simpatía por la desautorización del ejercicio intelectual pone de manifiesto que, más allá de una acalorada y omnipresente rivalidad coyuntural, existen inquinas esenciales que prevalecen cuándo se presenta la ocasión propicia para hacerlas aflorar. Igualmente emblemática resultó una chapucera pieza audiovisual en la cual se condenaba al fuego el artículo que Beatriz Sarlo escribió en el diario La Nación tras la muerte de Hugo Chávez. Algunos prefirieron encuadrar ese manifiesto infame dentro del consabido repertorio de odios gorilas contra el difunto líder venezolano, pero no hay que engañarse: la verdadera destinataria de la ofensa era Sarlo, y desde la perspectiva del creador del video, el pecado de la ensayista era sugerir que Chávez podía ser una figura política digna de ser pensada con sus luces y sombras, contextualizada en el marco de un acaecer histórico. El texto de marras no era en absoluto laudatorio, pero los reparos que anteponía ante las condenas concluyentes del personaje eran suficientes para enardecer al lector sediento de sangre. Se odia entonces al intelectual porque sus palabras podrían demorar la necesidad de satisfacer el impulso fascista de manera inmediata. El hecho de que la víctima de este agravio fuera una pensadora opositora al kirchnerismo, anche a Chávez, y la especificidad del método de denigración empleado (quemar el diario), con abyectas resonancias en nuestra historia reciente, reafirman la continuidad de esa añeja corriente de desprecio a los intelectuales. Hace aproximadamente una década, Alejandro Kaufman trazó una genealogía de esta tradición biblioclasta en sus implacables “Apuntes sobre la experiencia universitaria”. De ese texto recordamos alusiones a cierta célebre disyuntiva entre la cultura escrita y el calzado popular; a las fuerzas de seguridad apaleando a profesores dentro de los recintos universitarios; a la incineración de libros considerados subversivos con el auxilio de un camión volcador; a un ministro que manda a los científicos a lavar los platos. No todos los términos de esta enumeración son equiparables, sobre todo porque la historia política nacional alberga derivas y contramarchas que ponen sobre su cabeza las certezas y lealtades preexistentes. Pero sí persiste a lo largo de las décadas un anhelo de pogrom contra los letrados. Los ejemplos citados no están de más: sirven para alertar que si aquél llegara a concretarse, siquiera sublimado de alguna forma simbólica, los perpetradores no distinguirán necesariamente de acuerdo a las lealtades políticas del presente. Sus motivaciones, su veneno, su furia, vienen de larga data y están ligados a un goce que ni siquiera precisa refugiarse en el pudor de asumirse inconfesable. Sería fatal para los actores del campo intelectual confundir las polémicas propias de su práctica, o los desafíos que las transformaciones sociales y políticas le oponen a su rol tradicional, con los ánimos que denigran y amenazan no ya a una supuesta élite de iniciados sino a cualquier eventual ejercicio comunitario de pensar críticamente. * Docente-Investigador. Facultad de Ciencias Sociales, UBA y Ciclo Inicial, UNAJ. La Tecl@ Eñe Revista Digital de Cultura y Política​​ http://lateclaene.wix.com/la-tecla-ene#!miguel-molina-y-vedia/c22yp

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