viernes, 3 de mayo de 2013
Diego Kenis arriesga lecturas en torno a Cortázar, Panzeri, Favio, Borges y el boxeo.
"A Panzeri lo terminaron rajando porque se negaba a publicar boxeo. Decía que no era un deporte" relata Alberto Mac Dougall, con cuarenta años de periodismo en la histórica radio LU3 de Bahía Blanca, en el aniversario de la muerte del periodista que más admira. Mac Dougall todavía busca en sus archivos la carpeta de recortes de La Prensa, El Gráfico y La Opinión firmados por Dante Panzeri, quien –sí- descreía del boxeo como deporte.
Tan antisistema como lo definió hace poco Agencia Paco Urondo, la opinión de Panzeri conllevaba una sensibilidad que confronta con el circo romano de un “homicidio legalizado” donde existe la “regular obligación de golpear el cerebro humano” y en el que, agregamos, dos personas surgidas de escenarios marginales pelean para un ringside habitado por miembros de linaje o profesores universitarios que no se ensuciarían la camisa para combatir a puñetazo limpio ante una audiencia de pibes de la villa. Jorge Luis Borges, desde el ringside mismo, fichó aristocrática opinión que ya desarrollaremos.
Desde sus cuentos, o más bien en su cuento emblema “Torito”, Julio Cortázar ensayó otra visión, desde una sensibilidad social: el boxeo como la oportunidad de movilidad social ascendente y, luego, descendente. Apasionado seguidor del box, relator en épocas de vacas flacas, Cortázar armó un relato maravilloso del Torito venido a menos, nostálgico de los éxitos que le permitieron un amor de barrio que de otro modo le habría estado vedado. Era la postal de una Argentina, de la que la épica del boxeo era metáfora. También de la vida, claro. Golpe a golpe, para subir y para bajar. “Cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba”. Parece una de las sentencias de Ringo Bonavena.
Sin embargo, el Torito Suárez no dejaba de hablar un poco como Cortázar. Un Cortázar jugando a ser un boxeador en caída libre. Algo señaló, en tal sentido, hace demasiados años, Sebreli. Cuando Gatica habló en las versiones que, cada uno por su lado, hicieron en novela y cine Enrique Medina y Leonardo Favio, se pudo escuchar al boxeador en su laberinto y más en su lenguaje. Favio era, valga la redundancia, director de cine y el estilo de Medina se vuelve particular en la costumbre de escribir personificando, a tal punto que la mayor parte de sus relatos son en primera persona.
Es sabido que Borges, por su parte, detestaba al fútbol porque le parecía un deporte de combate. Pero disfrutaba en cambio con el boxeo y las riñas de gallo, a las que casi no diferenciaba entre sí, por el valor que ostentaban sus contendientes. Cuando se le preguntaba por la contradicción en sus gustos, su explicación más humana refería a que eran deportes a la medida de un espectador con dificultades de visión, debido a que estaban hechos para ser vistos en las orillas del propio escenario. Ante una repregunta con una cita a Panzeri no explicitada, Rodolfo Braceli lo escuchó agregar que no existían riesgos para el cerebro de los boxeadores porque era poco probable que lo tuvieran antes de saltar al cuadrilátero.
Esta admiración por el coraje como valor en sí mismo está presente en muchos de sus escritos. Cierto es que no gestó cuentos de boxeo, pero sí dejó una larga serie de ficciones donde rescata el valor de malevos duelistas y gauchos cuchilleros. Eran los únicos “bárbaros” que rescataba en su desprecio de hombre “civilizado”. Las comillas subrayan palabras que no azarosamente tocan al tema: Sarmiento hizo lo mismo con Quiroga en su Facundo. Destacó su valentía, o más bien una temeridad animal que alejaba al caudillo de la sublimación de instintos de un hombre civilizado. Lo elogió para poder destruirlo.
¿Cómo se vincula esto con la admiración de Borges por el boxeo? Probablemente, de ningún modo. A menos que nos arriesguemos a plantear una hipótesis a discutir, casi en el aire. Borges admiraba el valor de los marginales y los consideraba personas sin cerebro. Se ve en sus palabras sobre el boxeo, deporte de marginales. ¿Puede verse también en su literatura?
Tal vez podamos verlo, si es que miramos a Borges como autor de relatos policiales. Sus cuentos de policial detectivesco están entre los más perfectos del género. Pero, aunque nunca se lo presente así, Borges también ejercitó en cierto modo el policial negro: el relato crudo de un duelo, los poemas y relatos borgianos dedicados a cuchilleros, a compadrones, a matones, donde se narra sin más el crimen. No hay en ellos complicadas elucubraciones mentales, ni un acertijo que descubrir ni un rompecabezas que armar con pistas que parecen sueltas y esconden una verdad de crucigrama. En todo caso, sí, guardan estos relatos descripciones de la moral imperante, de un cierto romanticismo salvaje: el duelo, la ofensa que le da lugar, la narración del combate, un primitivismo no exento de valentía, la exaltación de lo viril en el terreno del honor, y, por qué no, del amor.
Pidamos permiso ahora para dejar existir un rato el “hubiera”: ante la ausencia de corpus con que analizar lo que el escritor hizo con el boxeo, una posibilidad válida para el ejercicio es visualizar aquello que no hizo.
No situó Borges en el mundo del box, por caso, la trama de su extraordinario cuento “Guayaquil”, donde dos profesores universitarios protagonizan un duelo intelectual definido de antemano a partir de la noción de “voluntad”, para determinar quién estudiaría los pormenores de la entrevista entre San Martín y Bolívar. Al cabo del relato, los académicos han reeditado el encuentro de los libertadores, su desarrollo y resultado. Los golpes que han intercambiado durante cada round tienen la violencia de la erudición.
Convengamos que, amén de un salto al vacío, acusar a Borges por el escenario escogido puede pecar de superficial, aunque (por mérito suyo, claro) ningún ángulo desde el que se piense su obra resultará estéril. En el mejor de los casos, es una imputación populista –en el real sentido del término, no en el peyorativo de La Nación- que podemos hacerle si consideramos que buenos escenarios para representar lo determinante de la voluntad son los cuadriláteros o el rectángulo de juego. Que le pregunten si no a los hinchas de River: decenas de veces su equipo derrotó despreocupadamente a Belgrano pero un día entró a la cancha convencido de que perdería, y perdió. Sonó la campana.
GB
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