viernes, 11 de abril de 2014

Ni caverna ni laberinto: Biblioteca; por Eduardo Grüner

Publicamos en exclusiva uno de los ensayos que se suman a la versión ampliada de Un género Culpable. La práctica del ensayo: entredichos, preferencias e intromisiones de Eduardo Grüner (Ediciones Godot).
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INTROMISIONES
Ni caverna ni laberinto: Biblioteca
Si se le pidiera, no digamos a lo que suele llamarse un intelectual, sino simplemente a un/a argentino/a medianamente culto/a y lector/a de los suplementos culturales, alguna asociación literario-filosófica con la palabra “Biblioteca”, es altamente probable que una de las primeras que emergería es con La Biblioteca de Babel de Borges. Y, por supuesto, la imagen tópica para esa biblioteca sería la del Laberinto. Se trata de una iconografía tan establecida (en el sentido de lo que podría pensarse como un establishment iconográfico) que sería difícil imaginarse una figura diferente, para no decir opuesta: ¿cuál sería, en efecto, esa oposición, cuando el propio Borges ha sugerido que el peor de los laberintos -porque es estrictamente imposible pensar una salida para él-, es la línea recta? La combinación entre el laberinto lingüístico de Babel y la unicidad, la pureza lineal de la recta (traduciendo: esa lengua divina y originaria a la que, según Walter Benjamin, aspira en última instancia toda traducción, desde el inicio entonces postulada como tareaimposible), solo podía ser una ocurrencia borgiana: se trata, en efecto, de dejarnos sin salida, pero no al borde de la desesperación, sino en el equilibrio inestable de la ironía.
Y está bien que así sea, y que quede claro: demasiado fácilmente se piensa en la biblioteca borgiana como en un solemne y oscuro recinto del saber donde el destino inexorable del ser humano es perderse, o bien morir aplastado por el peso de la letra. Demasiado poco, al contrario, se piensa en la biblioteca como en un lugar para el juego, incluido ese juego de aporías que plantea permanentemente preguntas que de antemano se sabe que no tendrán (que no puedentener) respuesta, pero donde el placer está en, simplemente, participar del juego.
1.
Por supuesto: no es cuestión, tampoco, de descuidar la dimensión peligrosa de la iconografía, el Minotauro acechando en el centro del Laberinto, por así decir (y en la recta, extensión sin centro, ¿diremos que el monstruo está en todos y cada uno de sus puntos?). La continuación de la metáfora, pues, nos llevaría a una nueva iconografía: la del laberinto bibliotecario como una serie infinita de bifurcaciones que impiden el acceso al monstruoso centro del Saber: a un vacío de sentido, al agujero negro de una nadificación del conocimiento; la Biblioteca es aquí proliferante y manierista silva de significantes que –parafraseando a Nietzsche- se erige como “barrera que defiende de un Horror fundamental”. Y el recorrido laberíntico es entonces un ritual iniciático de esos que los antropólogos llaman apotropeicos: ceremonia en la que se invocan y se convocan los fantasmas más inquietantes justamente para mantenerlos a raya; en la que la lectura  potencialmente infinita (¿no se dice acaso que cuanto más se lee menos se sabe, puesto que la incorporación de conocimiento multiplica geométricamente la percepción de la propia ignorancia?) abre nuevas ventanas a la Nada, al mismo tiempo que impide caer inadvertidamente en la oscuridad del pozo.
El laberinto, como lo ha mostrado Ernesto De Martino, deviene aquí el obstáculo que separa el mundo de los vivos del de los muertos, de esa Alteridad radical constituida por aquel vacío de sentido en su centro, el límite interno que garantiza la no contaminación entre las dos esferas, pero que simultáneamente hace que una se remita a la otra. El aspecto lúdico del recorrido, entonces, y como suele suceder, es la “inversión en lo contrario” de la más profunda seriedad.
Es sintomático, en efecto, que tan a menudo, en la historia de la cultura, la iconografía del laberinto aparezca asociada a la de la caverna. Los filólogos han rastreado incluso, en el origen de la palabra, una combinación entre ambas: labirion y labrinda son términos que reenvían a la minería, al angustiante (y tan frecuentemente laberíntico) descenso a, como se dice, “las entrañas de la tierra”, esa suerte de regressum ad uterum que pocos pueden proponerse impunemente. Solo unos poquísimos elegidos (el shamán de la tribu, digamos) son realmente capaces de hacer ese viaje iniciático hasta sus últimas consecuencias: de atravesar el laberinto para operar ese retorno a la Indiferencia de un no-saber que los purificaría de la culpabilidad de las palabras entremezcladas, del pecado babélico. Ese, y solo ese, es el verdadero Sabio: el que luego de fatigar (insistámonos borgianos) todos los laberintos de todas las bibliotecas posibles, accede a la oscuridad central del Templo.
Es fácil ver que esta iconografía es simétricamente inversa a la de la canónica alegoría de la Caverna de Platón (ya anticipada, sin embargo, desde extremos opuestos del arco presocrático, por Heráclito y Parménides), en la que el Sabio es el capaz de ascender trabajosamente desde las sombras a la Luz. La Biblioteca como recinto del Saber es aquí el espacio amplio y luminoso, bañado por el Sol de la purísima Idea: al revés de aquellas otras iconografías, ahora es la Caverna la que es ella misma un laberinto de sombras atravesando el cual se llega no a un Centro, sino al espacio “claro y distinto” de la Verdad. Sería inútil insistir sobre el (sospechoso) poder de semejante metáfora y su exitosa historia en la cultura occidental, hasta el punto de que toda una época pudo ser calificada -con el excesivo optimismo de una voluntariosa inteligencia- de Siglo de las Luces. Que todo un siglo pueda ser así pensado como el recinto de una inmensa Biblioteca, profusamente iluminada y con sus enciclopédicos saberes al alcance de cualquier “ciudadano universal” no es poca declaración sobre la autoconfianza de una era en haber finalmente despejado hasta la última de las sombras de la Caverna: chapeaux. Pero, lamentablemente, las cosas no son tan simples: la luz excesiva, es sabido, produce ceguera, y ya aprendimos, por Adorno y Horkheimer entre otros, los riesgos de transformar nuestros saberes luminosos en los mitos más oscuros, más incontrolables.
2.
La Biblioteca requiere pues, cautela en su uso. Como el Museo, esconde en sus laberintos demasiadas metáforas sobre las cuales resbalar hacia la Nada -que es la última de las metáforas-. “Esconde” no es, en verdad, la expresión más feliz. Habría que decir, más bien: disimula su movimiento, fingiendo una quietud casi mineral que descansa en las estanterías -en la Biblioteca- o que cuelga de las paredes -en el Museo-. Como si esa pretendida estabilidad pudiera sustraer las lecturas, las miradas, a la máquina picadora de carne de la Historia: al tiempo-ahora -la noción es, por supuesto, también de Benjamin- de un “instante de peligro” en el que la lectura actual de cualquier clásico polvoriento hace ruinas de su sentido originario para producir lo nuevo -que es exactamente lo opuesto de la novedad-. En la Biblioteca o en el Museo, en los modos bajo los cuales solemos pensar esas “instituciones” (la Caverna y el Laberinto, para reducirlos a esos polos hermanados), el peligro mayor es el efecto ilusorio que aquella estabilidad provoca: el de estar a resguardo de todo peligro.
De allí, quizá, la responsabilidad enorme -tan poco frecuentemente tenida en cuenta- del Custodio del Laberinto, del Guardián de la Caverna (¿los llamaremos el Bibliotecario, el Curador?, esos designadores de oficio parecen a veces escasos para dar una idea cabal de la enormidad de la tarea de Cura -si se nos perdona el abuso heideggeriano- que esos funcionarios enfrentan).
En un artículo pasmoso, John Berger habla de la función histórica del Museo (y lo que dice, salvo detalles menores, es perfectamente extensible a la Biblioteca). Sus principales diatribas recaen sobre el Curador, al que trata como un sujeto condescendiente, snob, perezoso: está dulcemente prisionero de la fantasía -más bien un fantasma, cuando se quiere darle densidad psicoanalítica- de que se le ha pedido que acepte como una grave responsabilidad cívica el prestigio de tener la “propiedad” putativa de los objetos (libros, obras de arte) contenidos en el edificio que custodia. Porque, en efecto, esos objetos -al menos en la Modernidad- son concebidos ante todo como (así se dice) un “patrimonio”; vale decir: una propiedad. Desde luego: el Bibliotecario o el Curador “ideal-típico” tiene la íntima convicción de que es preferible que esos objetos sean propiedad del Estado, de la Comuna, del Barrio (y por su intermedio, del “público”) que de los sujetos privados. Pero aun así, propiedad se quedan.
Por lo tanto, alguien debe ocupar el lugar de “propietario”, digamos, honorario. No es común, en este espacio de reconocimientos imaginarios, que el Custodio-propietario recuerde que los libros o las obras de arte, antes de ser una propiedad (pública o privada) son la expresión de unaexperiencia humana, de una praxis muchas veces llevada al borde mismo de lo que tolera el uso normalizado, “institucional”, de las palabras o de las imágenes. Lo cual es, finalmente, bastante lógico: nadie podría ser Custodio de la Experiencia; eso es algo que cada quien -cada lector, cada contemplador de una obra de arte- tiene que volver a hacer por sí mismo, sin vigilancias externas, sin recorridos preestablecidos. El Custodio solo puede serlo de objetos acabados, cerrados a todo re-comienzo (su propia raison d’être está inscripta en el “fetichismo de la mercancía”, aunque esta sea no-transable). El Custodio conserva lo que ya está allí; y si “adquiere” algo nuevo -un incunable, una edición princeps, un simple ejemplar de una revista literaria del pasado- lo hace impensadamente bajo la misma modalidad: la del producto terminado, y no la del proceso de producción.
Esta actitud, al decir de Berger, no es que sea inútil, ni perversa: es sencillamente anacrónica. Proviene del ya aludido Siglo de las Luces, de aquella optimista concepción del conocimiento que confiaba en que la mera existencia de los Objetos del Saber bastara (aunque esto ya no lo diga Berger, al menos no de esta manera) para orientar a los sujetos en el Laberinto, para alumbrar las tinieblas de la Caverna. Era un momento de todavía incipiente formación de un “público” para la Biblioteca o el Museo: no extraña, entonces -aunque sí debería extrañar la tozuda supervivencia de esta idea-, que ese público fuera, casi necesariamente, representado como una masa pasiva a la que había que hacerle disponibles esos objetos encarnadores de la Sabiduría, el Gusto, el Valor Espiritual. Lo cual supone, claro, que se trata de bienes escasos, poseídos solo por unos pocos privilegiados, o ahora por el Estado que hace “bienestar” cultural con sus súbditos. Esta lógica, es fácil verlo, reproduce “microfísicamente” la diferencia “macro” entre propietarios y no propietarios, entre “pudientes” e impotentes; tal vez sea por eso que el que acude a la Biblioteca o al Museo (o, tanto da, a los recitales ofertados por algún Municipio) tan a menudo esté en la posición del desposeído cultural que recibe una benévola caridad.
Para permanecer benjaminianos: estamos hablando, desde ya, del aura del objeto; de ese atributo que lo hace infinitamente inalcanzable aun dentro de la más estrecha intimidad con él -no en vano Benjamin compara esta posición a la del enamoramiento-. El Bibliotecario y el Curador son los custodios del Ser del aura; los que cuidan que esa posición no sea jamás alterada por los avatares, las contingencias, los imponderables, los vértigos de la experiencia de la lectura o de la mirada (la Caverna y el Laberinto se revelan aquí como los desvíos de ese aura en cuyo centro está la Nada). Su misión trascendental es la de conservar lo que Lukács hubiera llamado la actitud  “contemplativa”, “estática” frente a la obra. O lo que Marcuse hubiera llamado la “cultura afirmativa”. O lo que Adorno hubiera llamado el “pensamiento identitario”. Etcétera. Podríamos hacer multiplicarse ad nauseam las citas; pero ninguna acumulación de comillas nos salvaría de vernos enfrentados a un delicado dilema, casi imposible de resolver en las condiciones actuales. Y es que la civilización (occidental) actual, con su deslizamiento rizomático –cuando no bombardeante- de mercantilizadas y globalizadas novedades virtuales, quizá esté produciendo la paradoja de que pronto la verdadera actitud “revolucionaria”, al menos en el campo relativamente autónomo de la cultura, sea precisamente la del conservador que procura resguardar la otrora rica -aunque deshistorizada y estática- experiencia “burguesa” de la contemplación.
Si ello fuera así, el Bibliotecario y el Curador ya no serían solamente los guardianes del aura, sino también, y por las mismas razones, los sacerdotes del templo erigido en respeto de las cosas de este mundo, de las materias que, para bien o para mal, hayamos sabido conseguir. Desde ya, si fuera así, ello sería al mismo tiempo el testimonio de una enorme derrota. O, en el mejor de los casos, de la obcecación defensiva de aquel Caballero de El Séptimo Sello de Bergman, que, ante la imposibilidad de seguir resistiendo el llamado de la Muerte, decía: “Está bien, voy; pero bajo protesta”.
3.
Aunque fuera a modo de delirio utópico -¿qué hipótesis, incluso de las más rigurosas, no lo fue en algún momento?-: ¿tenemos alguna alternativa? El propio Berger conjetura, para el Museo (o para la Biblioteca), la necesidad de un impulso imaginativo que vaya en sentido contrario del estatismo aurático: hay que concebir esos objetos como emancipados de la mística (mejor: del fetichismo) que está adherida a ellos en tanto artículos de propiedad. Entonces sería posible verlos como expresiones del proceso de su propia elaboración de una experiencia (digamos: como Works-in-progress) antes que como productos. Verlos, en fin, como acción antes que como realización.
Esto significa que en el Museo o la Biblioteca de la praxis (el Museo o la Biblioteca que intentara romper la lógica de lo práctico-inerte, para ponerlo a la manera sartreana) los objetos deberían ser expuestos, puestos a disposiciónusados, en el contexto de una intersección de procesos: el proceso técnico-intelectual histórico de su producción, el proceso biográfico-psicológico de su autor, el proceso retórico y estilístico de sus efectos de escritura y de lectura, el proceso de sudiálogo con otros libros semejantes, el proceso de permanente renovación de sus lecturas, el proceso de los debates que una lectura actual pudiera generar, y así sucesivamente. Idealmente, cada libro que se leyera en una Biblioteca debería estar “procesado” por el movimiento de todos esos contextos (sería el equivalente del Museo-Máquina de Frank Lloyd Wright, donde cada cuadro es contemplado simultáneamente contra el telón de fondo de todos los demás,  desplazando continuamente el foco de atención entre las épocas, los estilos, las sociedades, incluso las subjetividades).
Semejante construcción, incluso en la Argentina, solamente en Buenos Aires, movilizaría una gigantesca, densa trama de recursos intelectuales. Requeriría, por ejemplo, el trabajo de una legión de investigadores de por lo menos cinco o seis de las actuales Facultades de la UBA (Filosofía y Letras, Ciencias Sociales, Psicología, Arquitectura, Ingeniería, Ciencias Económicas). Varias generaciones de subsidios Ubacyt, Conicet o lo que fuesen aplicadas a: 1) reconstruir la historia (social, económica, cultural, política) de cada libro, de la época que lo produjo y de las épocas en que fue leído, discutido, criticado, teorizado; 2) llevar a cabo la etnografía, la sociodinámica, la psicografía y si fuera posible el psicoanálisis de todos los lectores del libro, de sus rituales, de sus actitudes, de sus respuestas, de sus obsesiones; 3) con estos insumos de información, reconstruir por entero el edificio de la Biblioteca: imaginar y diseñar nuevos recintos, espacios de circulación permanente de los lectores y de los libros, pasadizos secretos para ciertas lecturas, esquinas de encuentros inesperados con el libro que no se buscaba, entradas sorpresivas a mesas de debate a las que no se esperaba ir (y salidas discretas de aquellas a las que sí se ha asistido). En suma: una Biblioteca giratoria, semoviente, en permanente transformación, sin Centro, excéntrica; y donde, claro está, fuera el Lector -no el Bibliotecario- el que supiera dónde está su libro.
Esto ya no sería Caverna ni Laberinto: a lo sumo, Rompecabezas; donde el espacio vacío noespanta, sino que intriga: convoca a imaginarle un sentido, a producir significación. Y seríaekklesia, ágora, asamblea, fiesta: una romería, incluso una kermesse, de lectores entrando y saliendo por puertas y pasillos como en un vaudeville de Feydeau. Biblioalbergue transitorio, sin turnos fijos. El que quisiera ponerse solemne y marmóreo, tendría derecho a hacerlo, tanto como el que quisiera disfrazarse con el traje de época del libro que está leyendo. Lo que importaría sería otra cosa: el libro ya no sería monumento ilustrado, propiedad exquisita, sublimación hueca, emblema de riqueza, símbolo de distinción, autoconciencia iluminada, humillación esotérica, limosna de saberes. Sería, sencillamente, praxis social, experiencia vital. Cuanto más efímera, mejor: para hacer lugar a la siguiente.

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