sábado, 10 de mayo de 2014
Ocho hermanos Por Mempo Giardinelli
Cada vez que veo, en alguna casa, una mucama que entra y sale de la sala, que
parece que navega, etérea y graciosa, de la cocina a la mesa y de la mesa a los
comensales, me viene a la memoria el 24 de diciembre de hace unos diez años,
cuando mi amigo Héctor se largó a llorar a las doce en punto de la noche.
No sé por qué asocio una cosa con la otra, pero es eso: una mucama que va y viene entre la cocina y el comedor me lo trae a Héctor, desgarrado, llorando sobre el cochinillo lechal que preparó Marta, mi mujer, y sé que ése fue el plato porque desde hace más de veinte años que Marta prepara lo mismo todas las Navidades. Arranca con un pionono, después una ensalada Waldorf y enseguida el cochinillo lechal. No falla. Aunque el postre, eso sí, varía cada año y suele ser una sorpresa. Pero ninguna tan fuerte como aquel hombre quebrado sobre la mesa, lagrimeando sobre el lechoncito y encima con el pecho manchado de un vino que no recuerdo cuál era pero era un vinazo, seguro.
Héctor venía mal barajado, diríamos, porque su mamá había muerto justo un par de meses antes, pasados los ochenta años. Un prócer, la vieja, me acuerdo clarito. De familia patricia de Salta por un lado, descendientes de Felipe Varela o algún caudillo de esos, y por el lado paterno nieta de un general correntino que había hecho algunas guerras con Mitre, creo, o quizás fue con Roca, qué más da. Tenía la cara como un pergamino pero mojado por una inundación y puesto al sol al día siguiente. Unos ojazos negros que con la edad no perdieron brillo alguno, y las manos llenas de anillos y los pechos amplios, impactantes, que parecían de embajador de los de antes, para llenarlos de medallas y condecoraciones hasta los hombros. Doña Jacinta, tal su nombre, se había muerto estando regia, en plenitud hasta el último día, como si de pronto hubiera decidido que la decrepitud sería una indecencia y entonces mejor se moría de una vez, digo yo, porque estaba espléndida. Aunque Marta, cuando fuimos al velatorio, con su acostumbrada malicia dijo que habría decidido morirse cansada de ser viuda y virtuosa más de cuarenta años, imaginate vos qué laburo las dos cosas juntas.
Había dejado a toda la familia desolada. Son ocho, los hermanos, cuatro varones y cuatro mujeres y Héctor el más chico. Tiene un hermano que ya pasó los sesenta y él, que casi no conoció a su padre, apenas cuarentón. De los ocho, dos viven en España, una de las mujeres en Canadá y otra en Salta, donde con su marido, que es tucumano y veterinario, atiende una de las estancias de la familia y unos viñedos en Cafayate, algo así.
La cuestión fue que justo al mes de duelo, unos días antes de la Navidad de aquel año, lograron juntarse todos los hermanos. Hacía añares que no se veían, y particularmente Héctor a sus dos hermanas mayores las había visto apenas tres veces en quince años. A todo me lo contaba emocionado, por aquellos días, porque para él ese encuentro fraterno era el mejor homenaje que se le podía hacer a Doña Jacinta, que se había muerto sin ver a toda su prole reunida y ni siquiera había conocido a un par de nietos y a un bisnieto a los que sólo había visto en fotografías.
Héctor me contaba aquello con los ojos húmedos, al comienzo, y aderezaba el relato con la participación de dos mucamas: la vieja Conce, a la que todos los amigos de la casa conocimos desde siempre, y una más joven, rubiona y de carnes contundentes, que llamaba la atención porque era, de hecho, la única persona extraña de esas reuniones. Héctor me confesó una noche, después de los dos primeros encuentros de los ocho hermanos y cuando todo empezó a andar mal, que lo que la presencia de esa muchacha le producía era vergüenza. Y es que enseguida nomás, al final de la primera reunión María Luisa, la segunda y mayor de las mujeres, anunció que le gustaría quedarse con la enorme mesa de roble que había sido del general correntino; y entonces Domingo, el varón del medio, declaró que él se quedaría con el relicario de oro de la vieja, y Carmencita dijo que quería noséqué y así cada uno, y bueno, ahí se pudrió todo, como dicen los chicos de ahora, y Héctor se moría de vergüenza.
El escándalo se producía delante de un extraño, y eso, en los códigos de la familia, era imperdonable. Después de medio siglo de vivir en esa casa Conce era como de la familia, pero la rubiona era otra cosa. Yo puedo ver la escena ahora mismo y sentir lo que sintió Héctor: esa mucama que sirve un café tras otro en el enorme living de la casona familiar, mientras todos los asistentes, que son gente educada y de fortuna añeja, se mueven entre el moblaje pesado y la barroca cristalería como peces en el agua, sólo puede producirnos vergüenza. Algunos han venido desde muy lejos, hace mucho que los ocho hermanos y hermanas no se ven, eso es impresionante, ¿verdad? La gran mesa los convoca y algunos se sientan, caminan alrededor e intercambian bebidas y saludos hasta que una manifiesta un deseo que desencadena los deseos de los demás y aflora lo peor de la familia, lo que no debe mostrarse. Rápidamente se genera un escándalo y nadie repara que están delante de una extraña. No llegan ni a las joyas, desde luego, ni a las propiedades y las inversiones. En minutos todo son recriminaciones y vuela una taza, dos hermanas se retiran declarándose estafadas, un tercero amenaza con querellarlos a todos y Héctor, sin dudas la mejor persona del conjunto, decide hacer mutis en silencio porque le importa un pito la herencia y es el único que siente nada más ni nada menos que dolor.
Ha de ser por eso que se me fijó en la memoria la idea de que cualquier cosa puede pasar en una comida familiar, pero si hay una mucama que anda de aquí para allá, diligente como una abeja y, seguro, con las orejas paradas como un confesor perverso, no corresponde perder la compostura.
Pero los ocho hermanos —siete en realidad, porque Héctor se mantuvo al margen del sainete, ignorante de su propia ambición y en todo caso sólo conciente de su dolor de hijo— no se dieron tregua.
Desgarrado y en tono confesional, Héctor me contó que se pelearon hasta por las cucharitas y la ropa de cama, ni se diga las alhajas que Doña Jacinta atesoraba en una caja de seguridad, ni mucho menos las propiedades, plazos fijos, acciones y billetes que fueron encontrando. En sólo cuatro reuniones y sin abogados, con la sola asistencia de Conce y la rubiona que les servían cafés y tragos como en una fiesta imposible, Héctor padeció a sus hermanos y hermanas discutiendo a los gritos delante de una extraña. Plantearon, dijo, las hipótesis más absurdas para justificar por qué debía tocarle lo que cada uno suponía que debía tocarle. Se dijeron cosas horribles, reproches infantiles, los insultos más soeces.
Eso no era debatir una herencia cuantiosa. Era despedazar la memoria y el honor de la familia, una ofensa insensata hacia la vieja viuda matriarcal que no estaría terminando de volver a ser polvo que ya estaban todos esos salvajes enfebrecidos por la codicia. Quien me contaba esa historia era, y es, un amigo entrañable, y los dos supimos siempre que él me la contaba para que yo la escribiera.
Nunca lo hice, sin embargo. Héctor, que no soportaba más todo aquello y es un caballero, dejó de ir a esos encuentros. Y el día antes de la Navidad de aquel año, o un par de horas, no sé bien porque la distancia siempre produce imprecisiones, me llamó para preguntarme, con un hilito de voz, si podía pasarla con nosotros. Por supuesto, le dije, si te bancás el consabido lechal que está preparando Marta. Pero él no se rió. No quiero arruinarles la noche, dijo. Le respondí que no se preocupara y que viniera de una vez.
Aquella noche Héctor casi no habló, comió poco, se mantuvo cordial y discreto y, cuando todos brindamos a las doce en punto, empezó a reirse. A carcajadas, se reía, pero no era una risa contagiosa. Feliz Navidad, hermanito, me dijo a mí, vos sí que sos mi hermano, Feliz Navidad, Felicidades para todos.
Todos nos abrazamos y besamos, como se debe, pero la situación era rara, hay que reconocer que su risa nos había congelado. No que todos supieran los detalles, pero yo había tenido que dar explicaciones por la presencia de Héctor con nosotros, o mejor dicho, por la ausencia de él en su propia casa. Todo era extraño porque de pronto vivíamos una situación incómoda, la verdad.
Y entonces de la risa pasó al llanto y todos nos quedamos helados, estupefactos: siempre es impresionante ver llorar a un hombre grande, pero mucho más en Navidad.
Era un llorar genuino. Era el lloro de un niño, todo mocos y ayes, un llanto conmovedor que autorizaba el extraño silencio de la mesa, el súbito detenerse de los relojes.
No se me ocurrió más que abrazarlo y en ese instante pensé, o supe, que a la rubiona, después de todo, la suerte de esa familia de patricios y miserables le importaría un bledo. •
(Estación Coghlan y otros cuentos)
No sé por qué asocio una cosa con la otra, pero es eso: una mucama que va y viene entre la cocina y el comedor me lo trae a Héctor, desgarrado, llorando sobre el cochinillo lechal que preparó Marta, mi mujer, y sé que ése fue el plato porque desde hace más de veinte años que Marta prepara lo mismo todas las Navidades. Arranca con un pionono, después una ensalada Waldorf y enseguida el cochinillo lechal. No falla. Aunque el postre, eso sí, varía cada año y suele ser una sorpresa. Pero ninguna tan fuerte como aquel hombre quebrado sobre la mesa, lagrimeando sobre el lechoncito y encima con el pecho manchado de un vino que no recuerdo cuál era pero era un vinazo, seguro.
Héctor venía mal barajado, diríamos, porque su mamá había muerto justo un par de meses antes, pasados los ochenta años. Un prócer, la vieja, me acuerdo clarito. De familia patricia de Salta por un lado, descendientes de Felipe Varela o algún caudillo de esos, y por el lado paterno nieta de un general correntino que había hecho algunas guerras con Mitre, creo, o quizás fue con Roca, qué más da. Tenía la cara como un pergamino pero mojado por una inundación y puesto al sol al día siguiente. Unos ojazos negros que con la edad no perdieron brillo alguno, y las manos llenas de anillos y los pechos amplios, impactantes, que parecían de embajador de los de antes, para llenarlos de medallas y condecoraciones hasta los hombros. Doña Jacinta, tal su nombre, se había muerto estando regia, en plenitud hasta el último día, como si de pronto hubiera decidido que la decrepitud sería una indecencia y entonces mejor se moría de una vez, digo yo, porque estaba espléndida. Aunque Marta, cuando fuimos al velatorio, con su acostumbrada malicia dijo que habría decidido morirse cansada de ser viuda y virtuosa más de cuarenta años, imaginate vos qué laburo las dos cosas juntas.
Había dejado a toda la familia desolada. Son ocho, los hermanos, cuatro varones y cuatro mujeres y Héctor el más chico. Tiene un hermano que ya pasó los sesenta y él, que casi no conoció a su padre, apenas cuarentón. De los ocho, dos viven en España, una de las mujeres en Canadá y otra en Salta, donde con su marido, que es tucumano y veterinario, atiende una de las estancias de la familia y unos viñedos en Cafayate, algo así.
La cuestión fue que justo al mes de duelo, unos días antes de la Navidad de aquel año, lograron juntarse todos los hermanos. Hacía añares que no se veían, y particularmente Héctor a sus dos hermanas mayores las había visto apenas tres veces en quince años. A todo me lo contaba emocionado, por aquellos días, porque para él ese encuentro fraterno era el mejor homenaje que se le podía hacer a Doña Jacinta, que se había muerto sin ver a toda su prole reunida y ni siquiera había conocido a un par de nietos y a un bisnieto a los que sólo había visto en fotografías.
Héctor me contaba aquello con los ojos húmedos, al comienzo, y aderezaba el relato con la participación de dos mucamas: la vieja Conce, a la que todos los amigos de la casa conocimos desde siempre, y una más joven, rubiona y de carnes contundentes, que llamaba la atención porque era, de hecho, la única persona extraña de esas reuniones. Héctor me confesó una noche, después de los dos primeros encuentros de los ocho hermanos y cuando todo empezó a andar mal, que lo que la presencia de esa muchacha le producía era vergüenza. Y es que enseguida nomás, al final de la primera reunión María Luisa, la segunda y mayor de las mujeres, anunció que le gustaría quedarse con la enorme mesa de roble que había sido del general correntino; y entonces Domingo, el varón del medio, declaró que él se quedaría con el relicario de oro de la vieja, y Carmencita dijo que quería noséqué y así cada uno, y bueno, ahí se pudrió todo, como dicen los chicos de ahora, y Héctor se moría de vergüenza.
El escándalo se producía delante de un extraño, y eso, en los códigos de la familia, era imperdonable. Después de medio siglo de vivir en esa casa Conce era como de la familia, pero la rubiona era otra cosa. Yo puedo ver la escena ahora mismo y sentir lo que sintió Héctor: esa mucama que sirve un café tras otro en el enorme living de la casona familiar, mientras todos los asistentes, que son gente educada y de fortuna añeja, se mueven entre el moblaje pesado y la barroca cristalería como peces en el agua, sólo puede producirnos vergüenza. Algunos han venido desde muy lejos, hace mucho que los ocho hermanos y hermanas no se ven, eso es impresionante, ¿verdad? La gran mesa los convoca y algunos se sientan, caminan alrededor e intercambian bebidas y saludos hasta que una manifiesta un deseo que desencadena los deseos de los demás y aflora lo peor de la familia, lo que no debe mostrarse. Rápidamente se genera un escándalo y nadie repara que están delante de una extraña. No llegan ni a las joyas, desde luego, ni a las propiedades y las inversiones. En minutos todo son recriminaciones y vuela una taza, dos hermanas se retiran declarándose estafadas, un tercero amenaza con querellarlos a todos y Héctor, sin dudas la mejor persona del conjunto, decide hacer mutis en silencio porque le importa un pito la herencia y es el único que siente nada más ni nada menos que dolor.
Ha de ser por eso que se me fijó en la memoria la idea de que cualquier cosa puede pasar en una comida familiar, pero si hay una mucama que anda de aquí para allá, diligente como una abeja y, seguro, con las orejas paradas como un confesor perverso, no corresponde perder la compostura.
Pero los ocho hermanos —siete en realidad, porque Héctor se mantuvo al margen del sainete, ignorante de su propia ambición y en todo caso sólo conciente de su dolor de hijo— no se dieron tregua.
Desgarrado y en tono confesional, Héctor me contó que se pelearon hasta por las cucharitas y la ropa de cama, ni se diga las alhajas que Doña Jacinta atesoraba en una caja de seguridad, ni mucho menos las propiedades, plazos fijos, acciones y billetes que fueron encontrando. En sólo cuatro reuniones y sin abogados, con la sola asistencia de Conce y la rubiona que les servían cafés y tragos como en una fiesta imposible, Héctor padeció a sus hermanos y hermanas discutiendo a los gritos delante de una extraña. Plantearon, dijo, las hipótesis más absurdas para justificar por qué debía tocarle lo que cada uno suponía que debía tocarle. Se dijeron cosas horribles, reproches infantiles, los insultos más soeces.
Eso no era debatir una herencia cuantiosa. Era despedazar la memoria y el honor de la familia, una ofensa insensata hacia la vieja viuda matriarcal que no estaría terminando de volver a ser polvo que ya estaban todos esos salvajes enfebrecidos por la codicia. Quien me contaba esa historia era, y es, un amigo entrañable, y los dos supimos siempre que él me la contaba para que yo la escribiera.
Nunca lo hice, sin embargo. Héctor, que no soportaba más todo aquello y es un caballero, dejó de ir a esos encuentros. Y el día antes de la Navidad de aquel año, o un par de horas, no sé bien porque la distancia siempre produce imprecisiones, me llamó para preguntarme, con un hilito de voz, si podía pasarla con nosotros. Por supuesto, le dije, si te bancás el consabido lechal que está preparando Marta. Pero él no se rió. No quiero arruinarles la noche, dijo. Le respondí que no se preocupara y que viniera de una vez.
Aquella noche Héctor casi no habló, comió poco, se mantuvo cordial y discreto y, cuando todos brindamos a las doce en punto, empezó a reirse. A carcajadas, se reía, pero no era una risa contagiosa. Feliz Navidad, hermanito, me dijo a mí, vos sí que sos mi hermano, Feliz Navidad, Felicidades para todos.
Todos nos abrazamos y besamos, como se debe, pero la situación era rara, hay que reconocer que su risa nos había congelado. No que todos supieran los detalles, pero yo había tenido que dar explicaciones por la presencia de Héctor con nosotros, o mejor dicho, por la ausencia de él en su propia casa. Todo era extraño porque de pronto vivíamos una situación incómoda, la verdad.
Y entonces de la risa pasó al llanto y todos nos quedamos helados, estupefactos: siempre es impresionante ver llorar a un hombre grande, pero mucho más en Navidad.
Era un llorar genuino. Era el lloro de un niño, todo mocos y ayes, un llanto conmovedor que autorizaba el extraño silencio de la mesa, el súbito detenerse de los relojes.
No se me ocurrió más que abrazarlo y en ese instante pensé, o supe, que a la rubiona, después de todo, la suerte de esa familia de patricios y miserables le importaría un bledo. •
(Estación Coghlan y otros cuentos)
LAS ULTIMAS ENCUESTAS MUESTRAN UN ACERCAMIENTO DE AECIO NEVES Dilma gana, pero en segunda
Datafolha también preguntó sobre quién sería el candidato ideal para las
próximas elecciones y el 58 por ciento de las personas consultadas se inclinó
por el antecesor y mentor político de Rousseff, Luiz Inácio Lula da Silva.
El avance del opositor Aecio Neves redujo las posibilidades de la presidenta brasileña Dilma Rousseff de lograr la reelección en la primera vuelta de los comicios de octubre próximo. El apoyo a la mandataria bajó un punto porcentual y se situó en 37 por ciento, mientras que la intención de voto de su principal rival pasó del 16 al 20 por ciento. La encuesta confirma las tendencias que han constatado otros sondeos publicados en el último mes, según los cuales la intención de voto por Rousseff cae en forma lenta pero progresiva, al mismo tiempo que crece el respaldo a Neves. Aun así, el 37 por ciento de intención de voto que se le atribuye a la jefa de Estado sigue siendo similar al que ostentan todos los otros posibles candidatos juntos, que llega al 38 por ciento, de acuerdo con el sondeo de Datafolha. La encuesta tiene un margen de error de dos puntos porcentuales y fue realizada el 7 y 8 de mayo, período en el que fue consultada la opinión de 2844 electores de 174 ciudades del país.
Por detrás de Rousseff y Neves se sitúa el socialista Eduardo Campos, quien en abril pasado tenía el apoyo del 10 por ciento del electorado y ahora pasó al 11. El resultado del sondeo de Datafolha también indica que, en el actual escenario, las elecciones del 5 de octubre podrían dirimirse en una segunda vuelta, que es necesaria en caso de que ningún candidato supere el 50 por ciento o no acumule más votos que todos sus rivales juntos. Las mismas tendencias reflejadas en el sondeo de Datafolha fueron reflejadas en encuestas divulgadas en las últimas semanas por las empresas MDA y Sensus, que arrojaron resultados muy similares.
Datafolha también preguntó sobre quién sería el candidato ideal para las próximas elecciones y el 58 por ciento de las personas consultadas se inclinó por el antecesor y mentor político de Rousseff, Luiz Inácio Lula da Silva. En las últimas semanas, dentro del gobernante Partido de los Trabajadores (PT) hubo sectores que se pronunciaron a favor de un posible retorno del ex presidente, quien gobernó entre 2003 y 2011. Sin embargo, esos movimientos fueron rápidamente aplacados por el propio PT, que en un encuentro nacional realizado hace una semana, y al que asistieron Rousseff y Lula, confirmó a la actual presidenta como su “única candidata” para las elecciones.
La cómoda ventaja electoral de Rousseff de comienzos de año ha sido minada por preocupaciones sobre el aumento de la inflación en una economía en desaceleración y un escándalo político que afecta a la petrolera estatal Petrobras, la mayor compañía de Brasil. De hecho, la mandataria dejó entrever esta semana que la oposición busca dañar su imagen de cara a las presidenciales. Rousseff aseguró que “no hay duda de que hay un componente político en esto”, en referencia a la investigación de los contratos firmados por la estatal Petrobras en tiempos en que la actual presidenta era la ministra de la Casa Civil de la Presidencia (jefa de Gabinete) y también la titular del Consejo de Administración de Petrobras.
Por otra parte, el presidente del Tribunal Superior Electoral de Brasil, Marco Aurélio Mello, anunció ayer que el número de votantes en las elecciones presidenciales, legislativas y regionales de octubre pasará los 140 millones. El magistrado destacó que será la primera vez que se supere esa cifra, que según los cálculos del Tribunal Superior Electoral deberá llegar a 141,8 millones de electores, aunque el dato preciso sólo será divulgado en julio próximo. En las últimas presidenciales, realizadas en 2010, el número de electores llegó a 135,8 millones, con lo que las previsiones del tribunal apuntan a un aumento cercano al 4,5 por ciento para este año.
10/05/14 Página|12
El avance del opositor Aecio Neves redujo las posibilidades de la presidenta brasileña Dilma Rousseff de lograr la reelección en la primera vuelta de los comicios de octubre próximo. El apoyo a la mandataria bajó un punto porcentual y se situó en 37 por ciento, mientras que la intención de voto de su principal rival pasó del 16 al 20 por ciento. La encuesta confirma las tendencias que han constatado otros sondeos publicados en el último mes, según los cuales la intención de voto por Rousseff cae en forma lenta pero progresiva, al mismo tiempo que crece el respaldo a Neves. Aun así, el 37 por ciento de intención de voto que se le atribuye a la jefa de Estado sigue siendo similar al que ostentan todos los otros posibles candidatos juntos, que llega al 38 por ciento, de acuerdo con el sondeo de Datafolha. La encuesta tiene un margen de error de dos puntos porcentuales y fue realizada el 7 y 8 de mayo, período en el que fue consultada la opinión de 2844 electores de 174 ciudades del país.
Por detrás de Rousseff y Neves se sitúa el socialista Eduardo Campos, quien en abril pasado tenía el apoyo del 10 por ciento del electorado y ahora pasó al 11. El resultado del sondeo de Datafolha también indica que, en el actual escenario, las elecciones del 5 de octubre podrían dirimirse en una segunda vuelta, que es necesaria en caso de que ningún candidato supere el 50 por ciento o no acumule más votos que todos sus rivales juntos. Las mismas tendencias reflejadas en el sondeo de Datafolha fueron reflejadas en encuestas divulgadas en las últimas semanas por las empresas MDA y Sensus, que arrojaron resultados muy similares.
Datafolha también preguntó sobre quién sería el candidato ideal para las próximas elecciones y el 58 por ciento de las personas consultadas se inclinó por el antecesor y mentor político de Rousseff, Luiz Inácio Lula da Silva. En las últimas semanas, dentro del gobernante Partido de los Trabajadores (PT) hubo sectores que se pronunciaron a favor de un posible retorno del ex presidente, quien gobernó entre 2003 y 2011. Sin embargo, esos movimientos fueron rápidamente aplacados por el propio PT, que en un encuentro nacional realizado hace una semana, y al que asistieron Rousseff y Lula, confirmó a la actual presidenta como su “única candidata” para las elecciones.
La cómoda ventaja electoral de Rousseff de comienzos de año ha sido minada por preocupaciones sobre el aumento de la inflación en una economía en desaceleración y un escándalo político que afecta a la petrolera estatal Petrobras, la mayor compañía de Brasil. De hecho, la mandataria dejó entrever esta semana que la oposición busca dañar su imagen de cara a las presidenciales. Rousseff aseguró que “no hay duda de que hay un componente político en esto”, en referencia a la investigación de los contratos firmados por la estatal Petrobras en tiempos en que la actual presidenta era la ministra de la Casa Civil de la Presidencia (jefa de Gabinete) y también la titular del Consejo de Administración de Petrobras.
Por otra parte, el presidente del Tribunal Superior Electoral de Brasil, Marco Aurélio Mello, anunció ayer que el número de votantes en las elecciones presidenciales, legislativas y regionales de octubre pasará los 140 millones. El magistrado destacó que será la primera vez que se supere esa cifra, que según los cálculos del Tribunal Superior Electoral deberá llegar a 141,8 millones de electores, aunque el dato preciso sólo será divulgado en julio próximo. En las últimas presidenciales, realizadas en 2010, el número de electores llegó a 135,8 millones, con lo que las previsiones del tribunal apuntan a un aumento cercano al 4,5 por ciento para este año.
10/05/14 Página|12
AL MENOS VEINTE AUTONOMISTAS PRORRUSOS MURIERON EN ENFRENTAMIENTOS CON TROPAS DEL GOBIERNO DE KIEV Putin visita Crimea y arde el Este de Ucrania
Putin asiste a un desfile militar conmemorando el triunfo sobre los nazis en el
puerto crimeo de Sebastopol.
Imagen: EFE
El líder del Kremlin visitó el territorio recientemente anexado para conmemorar la victoria de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi en 1945. Intensos combates se registraron en Mariupol, cerca de la frontera con Rusia.
El presidente de Rusia, Vladimir Putin, visitó Crimea el mismo día en que veinte autonomistas prorrusos fueron abatidos por tropas ucranianas en la ciudad de Mariupol. El líder del Kremlin visitó el territorio recientemente anexado para conmemorar la victoria de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi en 1945. En el que se considera uno de los días más importantes para Rusia, el mandatario presidió, desde un barco anclado en la bahía de Sebastopol, un desfile de diez buques de guerra, así como de 70 aviones de combate y helicópteros, lo cual fue considerado una provocación por Estados Unidos. “Nosotros no aceptamos la anexión ilegal de Crimea por Rusia. Esa visita no hará más que exacerbar las tensiones”, aseguró la portavoz del Consejo de Seguridad Nacional estadounidense, Laura Lucas Magnuson.
La televisión estatal rusa transmitió en vivo los festejos en la ciudad portuaria crimea por el 69° aniversario de la victoria, mientras Occidente, incluido el gobierno de Ucrania, criticaba la presencia del líder ruso. En un breve discurso en el puerto de Sebastopol, Putin, quien previamente había encabezado un desfile en la Plaza Roja de Moscú, dijo que con la reintegración de Crimea a Rusia se había recompuesto “una verdad histórica”.
“Aún nos queda por delante mucho trabajo, pero con su ayuda superaremos todas las dificultades, porque estamos juntos y eso significa que somos más fuertes”, subrayó Putin, sin mencionar el conflicto con Ucrania. En particular, el mandatario ruso elogió la actitud de la población de Sebastopol durante la Segunda Guerra Mundial. “Incluso cuando nuestras tropas abandonaron provisoriamente la ciudad, Sebastopol no se rindió”, dijo. “El ejemplo de Sebastopol demostró al mundo que donde las personas están dispuestas a luchar por su país, su dignidad y su libertad, el enemigo no avanza”, añadió.
Esta es la primera visita de Putin a Crimea desde la anexión de esta república autónoma a Rusia el pasado 18 de marzo, decisión que tuvo un apoyo masivo en un referendo realizado previamente. Su visita fue evaluada por analistas como una demostración de poder frente al gobierno de Kiev y Occidente ante el grave conflicto que vive Ucrania por la multiplicación de los movimientos autonomistas pro rusos.
Ucrania calificó la visita de Putin como una provocación destinada a incrementar la tensión en las relaciones bilaterales. “Esta provocación confirma una vez más que Rusia apuesta conscientemente por una escalada de tensión en las relaciones ruso-ucranianas y no desea arreglar los problemas bilaterales por la vía diplomática”, señaló la cancillería en un comunicado. “Ucrania califica a este paso como un burdo desprecio de la legislación ucraniana y de las normas del derecho internacional por parte de Rusia”, expresó en la nota.
El ministerio agregó que la presencia del mandatario ruso supone “una flagrante violación de la soberanía de Ucrania, la carta de la ONU y la resolución de la Asamblea General sobre la integridad territorial de Ucrania, además del Acuerdo sobre Amistad, Cooperación y Asociación entre Rusia y Ucrania de 1997”. Finalmente, Kiev insta a Moscú a volver a los métodos civilizados en las relaciones internacionales, escuchar los llamamientos de toda la comunidad internacional y revocar las decisiones ilegales sobre la ocupación y anexión de parte del territorio de Ucrania. Por su parte, el secretario de Estado norteamericano John Kerry habló por teléfono con el ministro de relaciones exteriores ruso, Serguei Lavrov, respecto de cómo reducir las tensiones en el terreno. “Lo que estamos esperando son hechos”, dijo la portavoz del Departamento de Estado, Jennifer Psaki, después de que Rusia instara a los separatistas a suspender la organización de un referéndum en ciudades del Este de Ucrania. “Para que esta crisis se acabe, necesitamos que sus palabras se hagan realidad”, apuntó la portavoz.
El secretario general de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, calificó de “inoportuna” la asistencia de Putin a los festejos que se realizan en Crimea. Rasmussen subrayó durante una visita a Tallin, la capital de Estonia, que Crimea sigue siendo territorio ucraniano según el derecho internacional y que la visita de Putin se produjo sin la invitación del gobierno en Kiev.
Mientras se sucedían los enfrentamientos verbales, las fuerzas autonomistas se enfrentaron en diversos puntos del Este de Ucrania a las tropas del gobierno pro occidental de Kiev. Los combates más intensos se registraron en Mariupol, cerca de la frontera con Rusia, donde fueron abatidos 20 insurgentes y un soldado y resultaron heridos cinco efectivos gubernamentales. Pese a ello, las autoridades locales ucranianas reconocieron ayer su impotencia para impedir los referendos previstos para mañana en regiones del Este del país para decidir sobre una posible independencia.
Concretamente, no hay suficientes unidades de intervención para evitar la celebración de las consultas convocadas por los autonomistas, dijo la alcaldía de la ciudad de Donetsk. En tanto, fuentes diplomáticas europeas en Bruselas adelantaron que los ministros de Relaciones Exteriores de los 28 países miembros de la Unión Europea (UE) ampliarán el próximo lunes las sanciones a Rusia por su intromisión en el conflicto de Ucrania.
10/05/14 Página|12
Imagen: EFE
El líder del Kremlin visitó el territorio recientemente anexado para conmemorar la victoria de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi en 1945. Intensos combates se registraron en Mariupol, cerca de la frontera con Rusia.
El presidente de Rusia, Vladimir Putin, visitó Crimea el mismo día en que veinte autonomistas prorrusos fueron abatidos por tropas ucranianas en la ciudad de Mariupol. El líder del Kremlin visitó el territorio recientemente anexado para conmemorar la victoria de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi en 1945. En el que se considera uno de los días más importantes para Rusia, el mandatario presidió, desde un barco anclado en la bahía de Sebastopol, un desfile de diez buques de guerra, así como de 70 aviones de combate y helicópteros, lo cual fue considerado una provocación por Estados Unidos. “Nosotros no aceptamos la anexión ilegal de Crimea por Rusia. Esa visita no hará más que exacerbar las tensiones”, aseguró la portavoz del Consejo de Seguridad Nacional estadounidense, Laura Lucas Magnuson.
La televisión estatal rusa transmitió en vivo los festejos en la ciudad portuaria crimea por el 69° aniversario de la victoria, mientras Occidente, incluido el gobierno de Ucrania, criticaba la presencia del líder ruso. En un breve discurso en el puerto de Sebastopol, Putin, quien previamente había encabezado un desfile en la Plaza Roja de Moscú, dijo que con la reintegración de Crimea a Rusia se había recompuesto “una verdad histórica”.
“Aún nos queda por delante mucho trabajo, pero con su ayuda superaremos todas las dificultades, porque estamos juntos y eso significa que somos más fuertes”, subrayó Putin, sin mencionar el conflicto con Ucrania. En particular, el mandatario ruso elogió la actitud de la población de Sebastopol durante la Segunda Guerra Mundial. “Incluso cuando nuestras tropas abandonaron provisoriamente la ciudad, Sebastopol no se rindió”, dijo. “El ejemplo de Sebastopol demostró al mundo que donde las personas están dispuestas a luchar por su país, su dignidad y su libertad, el enemigo no avanza”, añadió.
Esta es la primera visita de Putin a Crimea desde la anexión de esta república autónoma a Rusia el pasado 18 de marzo, decisión que tuvo un apoyo masivo en un referendo realizado previamente. Su visita fue evaluada por analistas como una demostración de poder frente al gobierno de Kiev y Occidente ante el grave conflicto que vive Ucrania por la multiplicación de los movimientos autonomistas pro rusos.
Ucrania calificó la visita de Putin como una provocación destinada a incrementar la tensión en las relaciones bilaterales. “Esta provocación confirma una vez más que Rusia apuesta conscientemente por una escalada de tensión en las relaciones ruso-ucranianas y no desea arreglar los problemas bilaterales por la vía diplomática”, señaló la cancillería en un comunicado. “Ucrania califica a este paso como un burdo desprecio de la legislación ucraniana y de las normas del derecho internacional por parte de Rusia”, expresó en la nota.
El ministerio agregó que la presencia del mandatario ruso supone “una flagrante violación de la soberanía de Ucrania, la carta de la ONU y la resolución de la Asamblea General sobre la integridad territorial de Ucrania, además del Acuerdo sobre Amistad, Cooperación y Asociación entre Rusia y Ucrania de 1997”. Finalmente, Kiev insta a Moscú a volver a los métodos civilizados en las relaciones internacionales, escuchar los llamamientos de toda la comunidad internacional y revocar las decisiones ilegales sobre la ocupación y anexión de parte del territorio de Ucrania. Por su parte, el secretario de Estado norteamericano John Kerry habló por teléfono con el ministro de relaciones exteriores ruso, Serguei Lavrov, respecto de cómo reducir las tensiones en el terreno. “Lo que estamos esperando son hechos”, dijo la portavoz del Departamento de Estado, Jennifer Psaki, después de que Rusia instara a los separatistas a suspender la organización de un referéndum en ciudades del Este de Ucrania. “Para que esta crisis se acabe, necesitamos que sus palabras se hagan realidad”, apuntó la portavoz.
El secretario general de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, calificó de “inoportuna” la asistencia de Putin a los festejos que se realizan en Crimea. Rasmussen subrayó durante una visita a Tallin, la capital de Estonia, que Crimea sigue siendo territorio ucraniano según el derecho internacional y que la visita de Putin se produjo sin la invitación del gobierno en Kiev.
Mientras se sucedían los enfrentamientos verbales, las fuerzas autonomistas se enfrentaron en diversos puntos del Este de Ucrania a las tropas del gobierno pro occidental de Kiev. Los combates más intensos se registraron en Mariupol, cerca de la frontera con Rusia, donde fueron abatidos 20 insurgentes y un soldado y resultaron heridos cinco efectivos gubernamentales. Pese a ello, las autoridades locales ucranianas reconocieron ayer su impotencia para impedir los referendos previstos para mañana en regiones del Este del país para decidir sobre una posible independencia.
Concretamente, no hay suficientes unidades de intervención para evitar la celebración de las consultas convocadas por los autonomistas, dijo la alcaldía de la ciudad de Donetsk. En tanto, fuentes diplomáticas europeas en Bruselas adelantaron que los ministros de Relaciones Exteriores de los 28 países miembros de la Unión Europea (UE) ampliarán el próximo lunes las sanciones a Rusia por su intromisión en el conflicto de Ucrania.
10/05/14 Página|12
La economía social, bastión de la batalla cultural La cultura de la insatisfacción Por Carlos Raimundi
La declinación del capitalismo vista en clave lógica, no sólo ideológica (II).
Un atardecer estival, paseando con mis hijas adolescentes por el centro comercial de una playa atlántica, pasamos por delante de una "bijouterie", que, desde luego, atrajo la atracción de ellas. Yo, por mi parte, nunca había visto tantas unidades juntas de un mismo producto. De cada objeto, miles. Un número tan enorme que jamás se iba a poder vender. Luego de esperar que miraran todo lo que quisieran mirar, pude entablar con ellas la siguiente conversación: "¿cuánto trabajo humano, cuántos materiales, cuánta maquinaria, cuánto capital, cuánta energía para el transporte, cuánto deseo despertado en personas que jamás accederán a esas mercancías? ¿qué cantidad impresionante de mercancías que nadie comprará ni disfrutará jamás, y que quedará reducida a un mero producto de la explotación, y luego a mero residuo?" La conversación continuaba, y afortunadamente teníamos la inmensidad del mar a un paso y al atardecer rosado posándose sobre él…
"¿Y si en lugar de tantas horas de trabajo alienado e insatisfecho –y por otra parte inútil– aquel trabajador o aquella trabajadora las hubiera dedicado a sus afectos, o a contemplar y disfrutar de la naturaleza, en lugar de maltratarla? ¿Y si todos aquellos recursos fuesen más equilibradamente repartidos.? ¿Y si todo aquel deseo subvertido en ansiedad por consumir tomara el camino de un gozo más introspectivo? ¿Y si el frenesí por adquirir el último modelo trocara por el placer de buscar tréboles de cuatro hojas?, ¿seríamos más, o menos felices?"
Nunca olvidamos esa conversación, que se dio sin planearla, como suele ocurrir con algunos momentos importantes de la vida. Insatisfacción en quien produce, insatisfacción en quienes desean consumir y no pueden… En fin, sin buscarlo, estábamos poniendo en lenguaje cotidiano, estábamos tomando conciencia de que vivimos bajo una insoportable cultura de la insatisfacción. Estábamos construyendo sentido sobre el agotamiento de un sistema de acumulación. Si un modelo de acumulación conlleva a la insatisfacción, genera infelicidad. Y si genera infelicidad, la política debe intervenir para conducirnos hacia otro camino, porque la finalidad última de la política es elevar las posibilidades de cada conciudadano y conciudadana de sentirse mejor, más autónomo y autónoma en sus posibilidades de elección, lo más dueño y dueña posible de su plan de vida. Con las limitaciones que impone toda convivencia. Con la permanente tensión entre las porciones de anhelo de libertad y el arreglo a normas generales. Con capacidad de adaptación transformadora a cada realidad social. Con compromiso ético con el colectivo.
La sensación de agotamiento del modelo de acumulación capitalista debido a su injusticia intrínseca, al menos en su versión eminentemente financiera, va mucho más allá de un nuevo "malestar de la cultura", para inscribirse en el plano del análisis político profundo de la época. Y si bien –como sostiene Gustavo González Ramella en su tesis doctoral– "todos estamos en mayor o menor proporción cautivos de ciertas ignorancias y prejuicios", el presente del capitalismo nos lleva a revalidar el concepto de alienación, desde el momento que tantos congéneres creen que sus decisiones son propias, y no de otros, y se identifican –paradójicamente– con quienes los someten. Nada menos que en un capitalismo donde las 85 personas más ricas concentran más recursos que los 3500 millones de seres humanos más pobres. Donde no puede ser que un estadounidense consuma más de 1000 litros de agua por día y un latinoamericano tenga acceso a menos de la cuarta parte. En la citada tesis doctoral, el autor relata su experiencia con un grupo de reflexión, donde una vecina relata su angustia por no lograr que su marido se despegue de la pantalla de TV, que muestra con más de cien repeticiones en las últimas 72 horas, la trágica búsqueda del cuerpo de una adolescente: "él llora, yo le digo no mires más, te vas a enfermar. Él llora, pero sigue mirando…" "Yo miro y miro mientras hago las cosas de la casa", dice otra mujer, "porque si no miro me siento culpable… todo el mundo habla de eso y yo no quiero desentenderme de la realidad". Instalar la angustia, el miedo, el desaliento y la impotencia, son, en consecuencia, parte de los objetivos del neocolonialismo cultural. La moral de lucha es un rasgo de identidad de un sujeto que procura emanciparse; la angustia y el desaliento, por el contrario, lo debilitan. De allí que propugnan con tan habilidosa insistencia el malestar y la desmoralización.
LA OPORTUNIDAD DE LA ECONOMÍA SOCIAL. Más allá de sus particularidades y de sus dificultades, durante este primer tramo del siglo XXI América Latina ha decidido desempeñar un rol diferente al que había tenido históricamente, ya sea por la complacencia de los regímenes pro-imperialistas que la gobernaron, como por la insuficiencia de sus experiencias populares alternativas. Esta vez se han conjugado una serie de factores que permiten avizorar una expectativa distinta: fundamentalmente, un hartazgo masivo frente a las recetas ortodoxas y una férrea voluntad de cambio de sus pueblos, se ha encontrado en el camino con una serie de líderes populares que supieron interpretar esa voluntad. El predominio de la política sobre la mera economía de números, y el rol regulador del Estado por sobre el papel rector que hasta finales del siglo XX desplegaban los mercados, constituyeron los pilares de otras políticas activas sobrevinientes, que tuvieron como eje una mayor autonomía en sus decisiones políticas y respecto del sistema financiero internacional, la recuperación de la renta de los recursos estratégicos, la inclusión y la movilidad ascendente de las franjas sociales más vulnerables. Y todo esto en un marco de coordinación política que permitió la ampliación del Mercosur, y la formación de foros de gran repercusión política como Unasur y Celac. Inclusive, la Revolución Bolivariana de Venezuela, el Estado Plurinacional de Bolivia y la República del Ecuador, plasmaron en sendas Reformas Constitucionales una serie de nuevas instituciones como las del Buen Vivir, distintas formas de poder popular y de propiedad social. Y países como la Argentina, que fuera quizás, históricamente, quien más despreció y renegó de sus raíces indoamericanas, ha ido rescatado su pertenencia y forjando una comprensión masiva de la importancia que tiene el atar su destino de desarrollo al conjunto de la región. Esta concepción autónoma del presente, mucho menos anudada a las decisiones del poder mundial de lo que estuvo históricamente, le ha deparado a nuestro subcontinente una prolongada etapa de crecimiento económico, desarrollo social y legitimidad política, lo que nos sitúa en un lugar de mayor incidencia para plantear iniciativas diferentes al modelo de acumulación ortodoxo en los diversos foros multilaterales como el G-20, Naciones Unidas o la OMC. En definitiva, una mayor capacidad de fijar temas de agenda.
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Un atardecer estival, paseando con mis hijas adolescentes por el centro comercial de una playa atlántica, pasamos por delante de una "bijouterie", que, desde luego, atrajo la atracción de ellas. Yo, por mi parte, nunca había visto tantas unidades juntas de un mismo producto. De cada objeto, miles. Un número tan enorme que jamás se iba a poder vender. Luego de esperar que miraran todo lo que quisieran mirar, pude entablar con ellas la siguiente conversación: "¿cuánto trabajo humano, cuántos materiales, cuánta maquinaria, cuánto capital, cuánta energía para el transporte, cuánto deseo despertado en personas que jamás accederán a esas mercancías? ¿qué cantidad impresionante de mercancías que nadie comprará ni disfrutará jamás, y que quedará reducida a un mero producto de la explotación, y luego a mero residuo?" La conversación continuaba, y afortunadamente teníamos la inmensidad del mar a un paso y al atardecer rosado posándose sobre él…
"¿Y si en lugar de tantas horas de trabajo alienado e insatisfecho –y por otra parte inútil– aquel trabajador o aquella trabajadora las hubiera dedicado a sus afectos, o a contemplar y disfrutar de la naturaleza, en lugar de maltratarla? ¿Y si todos aquellos recursos fuesen más equilibradamente repartidos.? ¿Y si todo aquel deseo subvertido en ansiedad por consumir tomara el camino de un gozo más introspectivo? ¿Y si el frenesí por adquirir el último modelo trocara por el placer de buscar tréboles de cuatro hojas?, ¿seríamos más, o menos felices?"
Nunca olvidamos esa conversación, que se dio sin planearla, como suele ocurrir con algunos momentos importantes de la vida. Insatisfacción en quien produce, insatisfacción en quienes desean consumir y no pueden… En fin, sin buscarlo, estábamos poniendo en lenguaje cotidiano, estábamos tomando conciencia de que vivimos bajo una insoportable cultura de la insatisfacción. Estábamos construyendo sentido sobre el agotamiento de un sistema de acumulación. Si un modelo de acumulación conlleva a la insatisfacción, genera infelicidad. Y si genera infelicidad, la política debe intervenir para conducirnos hacia otro camino, porque la finalidad última de la política es elevar las posibilidades de cada conciudadano y conciudadana de sentirse mejor, más autónomo y autónoma en sus posibilidades de elección, lo más dueño y dueña posible de su plan de vida. Con las limitaciones que impone toda convivencia. Con la permanente tensión entre las porciones de anhelo de libertad y el arreglo a normas generales. Con capacidad de adaptación transformadora a cada realidad social. Con compromiso ético con el colectivo.
La sensación de agotamiento del modelo de acumulación capitalista debido a su injusticia intrínseca, al menos en su versión eminentemente financiera, va mucho más allá de un nuevo "malestar de la cultura", para inscribirse en el plano del análisis político profundo de la época. Y si bien –como sostiene Gustavo González Ramella en su tesis doctoral– "todos estamos en mayor o menor proporción cautivos de ciertas ignorancias y prejuicios", el presente del capitalismo nos lleva a revalidar el concepto de alienación, desde el momento que tantos congéneres creen que sus decisiones son propias, y no de otros, y se identifican –paradójicamente– con quienes los someten. Nada menos que en un capitalismo donde las 85 personas más ricas concentran más recursos que los 3500 millones de seres humanos más pobres. Donde no puede ser que un estadounidense consuma más de 1000 litros de agua por día y un latinoamericano tenga acceso a menos de la cuarta parte. En la citada tesis doctoral, el autor relata su experiencia con un grupo de reflexión, donde una vecina relata su angustia por no lograr que su marido se despegue de la pantalla de TV, que muestra con más de cien repeticiones en las últimas 72 horas, la trágica búsqueda del cuerpo de una adolescente: "él llora, yo le digo no mires más, te vas a enfermar. Él llora, pero sigue mirando…" "Yo miro y miro mientras hago las cosas de la casa", dice otra mujer, "porque si no miro me siento culpable… todo el mundo habla de eso y yo no quiero desentenderme de la realidad". Instalar la angustia, el miedo, el desaliento y la impotencia, son, en consecuencia, parte de los objetivos del neocolonialismo cultural. La moral de lucha es un rasgo de identidad de un sujeto que procura emanciparse; la angustia y el desaliento, por el contrario, lo debilitan. De allí que propugnan con tan habilidosa insistencia el malestar y la desmoralización.
LA OPORTUNIDAD DE LA ECONOMÍA SOCIAL. Más allá de sus particularidades y de sus dificultades, durante este primer tramo del siglo XXI América Latina ha decidido desempeñar un rol diferente al que había tenido históricamente, ya sea por la complacencia de los regímenes pro-imperialistas que la gobernaron, como por la insuficiencia de sus experiencias populares alternativas. Esta vez se han conjugado una serie de factores que permiten avizorar una expectativa distinta: fundamentalmente, un hartazgo masivo frente a las recetas ortodoxas y una férrea voluntad de cambio de sus pueblos, se ha encontrado en el camino con una serie de líderes populares que supieron interpretar esa voluntad. El predominio de la política sobre la mera economía de números, y el rol regulador del Estado por sobre el papel rector que hasta finales del siglo XX desplegaban los mercados, constituyeron los pilares de otras políticas activas sobrevinientes, que tuvieron como eje una mayor autonomía en sus decisiones políticas y respecto del sistema financiero internacional, la recuperación de la renta de los recursos estratégicos, la inclusión y la movilidad ascendente de las franjas sociales más vulnerables. Y todo esto en un marco de coordinación política que permitió la ampliación del Mercosur, y la formación de foros de gran repercusión política como Unasur y Celac. Inclusive, la Revolución Bolivariana de Venezuela, el Estado Plurinacional de Bolivia y la República del Ecuador, plasmaron en sendas Reformas Constitucionales una serie de nuevas instituciones como las del Buen Vivir, distintas formas de poder popular y de propiedad social. Y países como la Argentina, que fuera quizás, históricamente, quien más despreció y renegó de sus raíces indoamericanas, ha ido rescatado su pertenencia y forjando una comprensión masiva de la importancia que tiene el atar su destino de desarrollo al conjunto de la región. Esta concepción autónoma del presente, mucho menos anudada a las decisiones del poder mundial de lo que estuvo históricamente, le ha deparado a nuestro subcontinente una prolongada etapa de crecimiento económico, desarrollo social y legitimidad política, lo que nos sitúa en un lugar de mayor incidencia para plantear iniciativas diferentes al modelo de acumulación ortodoxo en los diversos foros multilaterales como el G-20, Naciones Unidas o la OMC. En definitiva, una mayor capacidad de fijar temas de agenda.
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Vidas paralelas Por María Rosa Lojo
Quitó de los tronos a los poderosos,
Y exaltó a los humildes.
LUCAS, I, 52
Yo fui la última en ver a Catalina Benavídez antes de que la enterraran. Fui la única que la frecuentó en otra vida, en otro mundo, en otro tiempo, cuando la llamaban “La Estrella del Norte”. Es probable que yo misma tuviera algo de estrella por aquellos años, aunque mi brillo fuera de corto alcance y muy poco dinero.
La conocí de chica, cuando acompañaba a mi madre a vender pastelitos por las casas de familia, y la ayudaba a llevarse los canastos de ropa que había que devolver, lavada y planchada, al día siguiente. Entonces yo no pasaba de la bayeta o el percal, y los pies se me habían puesto callosos de andar descalza. Pero Catalina cubría el banquito de su maltratado piano con sedas y tafetanes, con rasos y terciopelos, mientras sus escarpines curtidos por el fastidio golpeaban los pedales a destiempo.
Poco a poco me fui quedando en la casa. Unos días daba una mano en la cocina; otros, acarreaba baldes con agua del pozo para la limpieza. Las más de las veces jugaba con Catalina, que se aburría entre muñecas de trapo y de porcelana, y se pinchaba los dedos demasiado torpes o perezosos como para coserles vestidos. Prefería encargarme a mí esas tareas pacientes y terminaba mirándome dar puntadas y cortar modelos copiados de los últimos figurines de la tienda de Álvarez, un español jovencito y emprendedor que estaba haciendo dinero con ideas nuevas y mucho trabajo. “Yo no tengo tus habilidades —suspiraba Catalina, hundiendo la cabeza rizada en los almohadones de la cama— pero no ha de faltarme quien cosa para mí. En tu caso, haces bien en aprender. Me gusta verte. Le he pedido a Mamita que te tome permanente”. Cuando entré como criada fija a la casa de Benavídez, había cumplido los catorce años y había tenido mi primera sangre. Mi madre se resistía a dejarme ir, pero yo ya era una mujer: el empleo representaba un sueldo más y una boca menos. No se privó, por cierto, de llenarme la bolsa ya que no de dineros, de abundantes consejos. “Benavídez es un hombre decente que cuida el buen nombre y orden de su casa. No es sirvientero ni juerguista. Doña Juliana es un cero a la izquierda: rezadora y enfermiza. Eso sí, incapaz de molestar a nadie. Y Catalina, ya la conocemos: un poco caprichosa, como cualquier niña bonita criada en el regalo. Pero no es mala, y te tiene cariño. Queda en tus manos el andar derecha y no dejarte engañar por cualquier mocito que venga a embelesarte los oídos. Que te sirva de lección lo que ha sufrido tu madre.”
Doña Juanita la pastelera, como la llamaban, no perdía nunca la ocasión de recordarme que yo era hija de su sufrimiento inicial y sin duda indeleble. Tanto, que todos los demás dolores y calamidades le parecieron nada al lado de aquel amor perdido: un inglés (después resultó ser un irlandés) de la primera invasión que enamoró a la criollita morena y se volvió a su tierra sin haberse enterado siquiera de que aquí le quedaba una hija. Mi padre desconocido no pudo legarme otra herencia que sus ojos azules —dos raras claridades para una cara oscura— que me dieron cierto prestigio en mi sociedad de bellezas humildes. Mamá no tuvo mejor suerte con su segundo hombre —esta vez un criollo como ella—, que se perdió para no volver en una operación de contrabando de cueros a la otra orilla, no sin tomar la precaución de haberle dejado una parva de cinco críos para que se entretuviera.
Mi trabajo en la casa de Benavídez era ligero y usualmente grato. Más que en fregona, me convertí en acompañante de la niña. Terminé aprendiendo a leer y escribir con caligrafía ponderable porque Catalina insistía en tenerme a su lado para que no se le hicieran tan pesadas las clases de sus preceptores. Y al poco tiempo dominé también las cuatro operaciones aritméticas, cosa que a los pobres nos es muy necesaria para aprender a administrar mejor nuestros magros recursos. ¡Más le hubiera valido a mi infeliz patroncita entender algo más de números, y menos de lánguidos pestañeos hacia los candidatos de turno! En eso sí que podía dar cátedra, y pocas o ninguna sobresalían tanto en el difícil arte que ella dominaba con calidad innata. Le ayudaban bastante, hay que reconocerlo, sus pestañas, que eran propias y sin artificio, pero tan negras, fuertes y espesas que parecían postizas. Cuando ladeaba la cabecita —de un azabache que viraba hacia el azul— y esas pestañas abrían y cerraban en la cara palidísima dos relámpagos verdes, no había galán que se le resistiera. Así fue como Catalina Benavídez, hija de un comerciante de buen pasar, respetado pero anodino, enamoró nada menos que al benjamín de los Álzaga, don Francisquito.
Cierto que ya los Álzaga no eran lo que habían sido en los buenos tiempos del padre, el alcalde don Martín, antes de que se le diera por meterse en conspiraciones. Después de todo y a mi juicio don Martín tenía razón consigo mismo, aunque su causa fuera equivocada. Era un godo viejo (peor que godo, vascuence) orgulloso como Lucifer y más terco que una recua de mulas empacadas. Usó con valentía su orgullo y su terquedad para defender la villa española contra las balas de los ingleses (ya que no contra sus seducciones), y volvió a usarlos, aunque esta vez sin éxito, para defenderla de los revolucionarios locales. Perdió y pagó, con su vida y con gran parte de su fortuna. Pero la fortuna era mucha y muy buenas las relaciones en las que se había sustentado. Tanto que para cuando Pancho Álzaga llegó a la edad de merecer, su madre viuda (no menos terca que su marido) y su hermano mayor don Félix, habían logrado rescatar un monto considerable. De todas maneras, era difícil saber a ciencia cierta si el joven Francisco tenía mucho más de lo que exhibía o si exhibía mucho más de lo que tenía. Catalina, acostumbrada a la vida fácil y a los razonamientos aun más fáciles, no se quebró la cabeza y prefirió contentarse con todos los brillos —de galanura y de moneda— que se hallaban a la vista.
Tampoco preguntaron mucho los padres, deslumbrados ante la perspectiva de emparentar con los Álzaga por el matrimonio de su única hija. La boda fue rápida y espectacular. Se habló durante semanas de los bordados del vestido de novia, del banquete nupcial, del increíble ajuar trabajado en las telas más ricas, de la felicidad de los contrayentes, tan hermosos los dos que al mirarse creían estar viéndose en un espejo, por más que en cuanto a belleza, Catalina, la Estrella del Norte, se llevara las palmas.
Mi patroncita, ya casada, tampoco quiso prescindir de mí. Le era necesaria para pasar las horas interminables de su día ocioso, no siempre compartido por Francisco. Éste pronto empezó a mostrar los gustos que ya se le conocían, aunque ni ella ni sus padres hubiesen querido verlos a tiempo. Mientras yo —con delantal de lino almidonado—servía el té para Catalina y sus amigas en un servicio de porcelana francesa, su marido echaba ternos y patacones sobre las mesas de juego del Café de los Catalanes o de la Victoria. No iba solo, sino con algunos de esos amigos íntimos que las mujeres casadas llaman “amigotes”, y que pronto se redujeron a tres figuras invariables: un muchacho cordobés, Juan Pablo Arriaga —al que pronto le quitaron su seriedad callada, casi de convento—; Jaime Marcet, un catalán sinvergüenza que hacía poco había pescado a una rica heredera, Jacobita Usandivaras, y para sorpresa general, Francisco Álvarez, el mismo laborioso tendero de los figurines, mayor que todos ellos pero novato en las lides del gran mundo y la buena sociedad a la que aspiraba a pertenecer ahora que había amasado el dinero suficiente.
En tanto don Pancho andaba en copas y recorría con tales amigotes ciertas casas de Madamas con supuestas sobrinas que en realidad eran otra cosa, Catalina comenzó a ponerse verde y amarilla y a vomitar hasta el mate cebado con canela que yo misma le alcanzaba calentito a la cama no bien se despertaba. No pasábamos malos ratos cuando ella estaba buena. Era alegre y chismosa, y entre las dos cortábamos en tiritas las toilettes que se habían lucido en la cena de la noche anterior. “¿Te has fijado, María Juana, en los abalorios que llevaba al cuello la de Senillosa? Pura cristalería con esmalte. ¡Y ella, empeñada en hacerlos pasar por perlas verdaderas!” “Pues mucho peor era el corte de su vestido. Dice que lo ha mandado traer de París, pero tengo para mí que no ha salido sino de las manos infames de Misia Periquita, que antes apenas si cosía sábanas y ahora se ha metido a modista.” Nos reíamos las dos, hasta que unas náuseas inoportunas terminaban con el buen humor de Catalina y me obligaban a alcanzarle una jofaina, y a refrescarle la frente con pañuelitos embebidos en alcanfor y agua de Colonia.
A medida que su embarazo avanzaba, progresaban también sus temores. Gruesa ya como de seis meses, me tenía de la mano, al lado de su cama, mientras se le escurrían las lágrimas. “María Juana, tenés que jurarme algo. Por la Virgen del Perpetuo Socorro te lo pido, y porque nos queremos desde chicas.” Yo la tranquilizaba, dándole palmaditas y apretándole los dedos, tan delicados que a veces se le pelaban sólo al contacto del jabón de tocador. “Quiero que me jures, Juanita, que si me muero de ésta, verás que se críe bien mi hijito.” “¿Pero, Niña, quién le ha dicho que se va a morir?” “Nadie, pero yo lo sé. Y cuando yo me muera, ¿qué va a ser del chiquitín? Mi madre vive en Babia, y mi padre, en sus negocios. Pancho no es malo, pero no tiene cabeza. Volverá pronto a casarse con cualquier pelandusca, y mi pobre hijo terminará en manos de una madrastra. O peor aún, de alguna querida que apeste a perfume. Con mi suegra y mis cuñadas, mejor no contar. Desde que murió don Martín viven enclaustradas en su casa como en un convento y parece que nada de lo que ocurra afuera les importa. Sólo confío en vos, Juanita. Los niños necesitan mimo, cuidados, felicidad: ser importantes para los grandes. ¿Quién si no vos podría darle eso?” Yo le secaba la frente y le decía que sí a todo, aunque todo me pareciera un notable disparate. En primer lugar porque las aprensiones de Catalina, según decían las comadres, eran normales en las primerizas y tanto más en ella que nunca había sufrido gran cosa como no fuese el aburrimiento. En segundo lugar, porque nada garantizaba que, una vez difunta, yo, que era su doncella personal, fuera a quedarme en la casa. Y mucho menos para lustrar las botas de don Panchito o esperar a que sus miradas audaces —contenidas por la presencia de su mujer— pasaran a los hechos. Pero aquellos trances me convencieron, eso sí, de que Catalina no era tan tonta como se la juzgaba, y que veía y decía grandes verdades cuando la apretaban las angustias.
Por fin dio a luz un varón al que pusieron Martín Leandro, por su abuelo el alcalde y conspirador. Disipados sus miedos, Catalina volvió a ser la de antes: en nada pensaba, más que en el angelito que había traído al mundo, y en volver a lucir su belleza por los salones, tal cual la había exhibido antes de su preñez y maternidad. Mortificada con los dos o tres centímetros que había ganado su cintura y por cierta insinuación de papada que comenzaba a advertirse en su cuello alabastrino, quiso cubrir las indiscretas redondeces con resplandores. De la comida no pensaba privarse, porque resultó perfectamente apta para dar el pecho y su médico la tenía a dieta de natas y yemas de huevo batidas con un poco de vino de Oporto, mientras criara a su robusto infante (aunque lo de robusto es un decir pues el pobre Martín distaba mucho de tener el genio y el vigor de su malogrado abuelo y tocayo). Catalina quería compensaciones por su dedicación maternal, y empezó a perseguir a Pancho para que le comprase un aderezo de brillantes que hacía tiempo venía codiciando. Pero él, sospechosamente, le daba largas al asunto. No por tacaño (que antes bien era harto manirroto) ni porque buscase hostigar a Catalina con tantas postergaciones (por el contrario, hubiera querido aplacarla y aplacar él mismo algún escozor de conciencia no ajeno a sus escapadas, aun más frecuentes durante el embarazo, a las casas de Madamas y Madamitas). La triste verdad (que luego se convirtió en horrible, tiñéndose de sangre) es que Pancho tenía fuertes deudas de juego, y que era demasiado orgulloso como para rebajarse a pedir o ganar el dinero honestamente. Ese orgullo y su mala conciencia tampoco le dejaban confesárselo a su hermano ni a su mujer, que maquinaba y lloraba sobre mi hombro siempre fiel, pensando que cuanto Pancho le negaba a ella, lo estaba derramando a manos llenas sobre los blancos senos de alguna barragana (cosa que habría sido cierta antes tal vez, pero que entonces sin duda ya no lo era). Francisco Álzaga había perdido todo apetito de mancebas (aunque las importasen de la Francia) y comenzó a volverse cada vez más bebedor y más meditabundo, como que rumiaba de dónde iba a sacar el dinero faltante sin que se hiciesen públicas su ruina y su vergüenza. Como no tenía la cabeza muy despierta —cosa que acertadamente había visto Catalina cuando el miedo a morir le despejaba la inteligencia—, eligió el peor expediente de todos y no sólo se condenó él mismo —bien se lo merecía—, sino a su mujer y a su hijo, que eran inocentes.
Tampoco estaba yo muy lúcida en aquellos tiempos para aconsejar a Catalina. Me había llegado el amor, pero no precisamente bajo la forma de un Cupido rosado y mantecoso. Era un huracán morocho, montado sobre un espléndido parejero y vestido de color punzó, con largos rulos negros, la cara pálida y dotes de payador, que jineteaba bajo las ventanas enrejadas para que yo lo viese desde el cuarto de costura o desde la sala de recibo. Hasta se atrevió a darme alguna serenata cuyos acordes llegaban hasta el secreto de los patios y parecían brotar de la tierra misma, floreciendo con los aromas del jazmín. Don Francisco no tuvo que ir a reclamarle explicaciones, como patrón ofendido, porque él mismo se apersonó, respetuoso, a pedirle mi mano. Tantas finezas y formalidades no eran muy de gauchos, pero mi Pascasio no era un gaucho cualquiera. Estaba en la Guardia de los Colorados del Monte, que defendían la campaña, y las estancias de don Juan Manuel de Rosas, entonces sólo un hacendado hábil y corajudo, que tanto iba a dar que hablar poco después. Don Juan Manuel era hombre de orden, y le gustaba que la gente a su servicio estuviese bien casada y establecida, con compromisos serios.
A pesar de los llantos de Catalina, que no quería perderme, enseguida acepté, compelida por la fuerza mayor de la pasión amorosa, que supo resistir, incluso, a los furibundos embates de mamá. Ella no se limitó a moquear como la patroncita. Puso literalmente el grito en el cielo y creo que hasta se arrancó algunos mechones de su trenza ya encanecida. “¡Desgraciada! ¡Boba! ¡Más que boba! —y los alaridos debieron de oírse en una cuadra a la redonda—, ¡Por una buena estampa de varón y un par de cancioncitas vas a dejar una vida de halagos y comodidades! ¿Adónde te vas a enterrar, so infeliz? ¿Sabes lo que te espera? ¡Levantarte al alba, ordeñar las vacas, limpiar y fregar el día entero, parir un crío por año mientras tu maridito juega a la taba o a las carreras, lavar pañales y narices con mocos! ¡Y quieran Dios y la Virgen que no entren los indios y termines en las mantas de un salvaje! ¿En qué otro lugar vas a estar como ahora, vestida como una señorita, sin hacer nada, salvo pasear al niño o llevarle a la Catalina el libro de misa? ¡¡Ay, ay, ay, ay!! ¡Unos años más que esperases y te podrías casar con un médico o un tendero viudo! ¡Si hasta sabes leer y escribir con buena letra y sacar cuentas! ¡Incauta! ¡Idiota! ¿Por qué nadie escarmienta si no es en carne propia? ¡No te alcanzarán para arrepentirte todos los días de tu vida...!”
Pensé que mi madre bien podría tener razón, pero que esa razón no conformaba los corazones; que los médicos y tenderos viudos por entonces en oferta no me gustaban nada, mientras que Pascasio me gustaba mucho, y que tampoco iba a pasarme mis mejores años enjugando las lágrimas de Catalina, por más cómoda que yo estuviese en su casa. Al final, las cosas sucedieron de tal modo que resulté teniendo todas las razones, las del corazón y las de la sensatez.
Nos casamos una mañana de diciembre en la capilla de la estancia Los Cerrillos, junto con otros gauchos del coronel Rosas que habían decidido pasar por la sacristía (algunos un poco tarde, como que los acompañaban hasta cuatro y cinco retoños, ya grandecitos). El mismo don Juan Manuel y su mujer, doña Encarnación, fueron los padrinos de la ceremonia. No hubo vajilla de Sèvres ni cubiertos de plata ni carruaje de bodas como en los desposorios de Catalina. Pero comimos empanadas con pasas y asado con cuero y nos entonamos con tinto de Cuyo. Al atardecer, los pisos y las botas se habían gastado de tanto zapateo y los ruedos de las polleras y las enaguas almidonadas se habían vuelto negros. Luego Pascasio me llevó en las ancas de su parejero a nuestra casa nueva: un rancho de adobe bien techado y bien pintado, con un campito y hacienda, que era el regalo de bodas del coronel Rosas. Yo apretaba entre los dedos un relicario de oro con un retrato de Catalina, que ella me había dado para que no la olvidase. No la olvidé, aunque tampoco me arrepentí.
La vida en el campo era áspera y poderosa. No se resiste en vano la caída del cielo sobre los ojos cuando se mira la inmensidad, acostados sobre la llanura que late. Las mañanas me despertaban con olores de trébol y de tomillo. La ropa de cama bordada que había traído de la ciudad, y mis vestidos siempre limpios concentraban los aromas de la tierra púrpura. Al anochecer comenzaban a resonar a coro las voces húmedas de la pampa. Y la más querida entre todas, la voz de Pascasio, que para mí no gastó su dulzura en cuantos años estuvimos juntos.
No perdí enseguida el contacto con Catalina. Pascasio iba a la ciudad, con ganado o por encargos cada mes o dos meses. No pude acompañarlo más que una vez, por haber quedado, casi de inmediato, en estado de buena esperanza. A la vuelta siempre me traía una carta y un obsequio de Catalina (cintas, puntillas, telas), en retribución de las conservas y las bolsitas de olor que yo le enviaba. Hasta que casi al término de mi embarazo, me trajo también una espantosa noticia: Francisco Álzaga había huido después de confesar su participación en el asesinato de su tocayo Francisco Álvarez, el tendero, uno de aquellos amigotes que compartían sus juergas. “No pude ver a tu patroncita, prenda. Está encerrada llorando, muerta de la vergüenza, y no recibe a nadie. Parece que Álzaga la ha dejado no sólo deshonrada, sino también en la ruina, con más deudas de juego que propiedades. Ahora tendrá que vivir de lo que a su cuñado don Félix se le ocurra darle a ella y a su hijo.” “Pero, ¿y el aderezo de diamantes que al final le compró don Pancho?” “Sería con el dinero de Álvarez. Se dice que Álzaga y los otros amigos lo mataron para robarle, aunque el cadáver todavía no ha aparecido.”
El cadáver se halló, para colmo de males, en una quinta de los Álzaga. Al que no se halló nunca fue a don Panchito. Sus cómplices, Arriaga y Marcet, fueron ejecutados. No volví a saber de Catalina sino de tarde en tarde, cuando recibía una esquelita borroneada con lágrimas, agradeciéndome alguna atención que le mandaba con Pascasio. Al final ni siquiera esquelas hubo entre nosotras. Los años, las guerras, los gobiernos, los hijos (Pascasio y yo tuvimos seis) pasaron rápidos, coloridos, con suertes y desgracias, como los naipes desplegados de una baraja. Se rebeló Lavalle, fusiló a Dorrego, fue derrotado, gobernó Rosas, mataron a Facundo, Rosas volvió a mandar, y con él nosotros también, modestamente. Se ampliaron nuestras tierras, por nuestro empeño e industria y por los buenos servicios de mi marido a la causa federal; además, yo terminé ayudando a administrar una de las estancias del Restaurador —no en vano había aprendido a la perfección las cuatro operaciones de la aritmética—. Hicimos cierta fortuna, y muchas veces pensé en Catalina. Pero Pascasio no juzgó prudente que reanudásemos relaciones. “Los Álzaga son ahora muy unitarios, además de que ella, al fin y al cabo, es la esposa de un asesino huido. Don Juan Manuel no vería bien que anduvieras en tratos con esa gente. Lo que tenemos lo hemos ganado trabajando y no vamos a perderlo por una tontería.” Pero también a nosotros se nos dio vuelta la taba. No perdimos el dinero, sino cosas peores. Pascasio perdió la vida en una rodada —¡él, que me había enamorado desde el lomo de un alazán!—. No volvió a recobrar el sentido ni los movimientos después de su accidente, y para que no siguiera padeciendo, ni vivo ni muerto como estaba, hubo que llamar al despenador. Como todos los males llegan juntos, al poco tiempo cayó, traicionado por Urquiza, don Juan Manuel.
Me quedé viuda y muy triste, aunque no aburrida. En el campo hay siempre mucho trabajo, y a esas alturas mis hijos e hijas estaban casados y ya iban naciendo los nietos, de modo que cuando la melancolía amenazaba con dejarme inútil para otra cosa que no fuese lamentar mi soledad, acortaba el tiempo visitándolos y atendiendo embarazos y partos de hijas y nueras. Extrañaba sobre todo la voz grave y tierna de Pascasio. Todavía no he regalado a nadie su guitarra. Ninguno de sus hijos ni de sus yernos ha sabido cantar como él. Quién sabe si algún día lo harán sus nietos.
Una tarde, acomodando ropa blanca en un baúl, tropecé con unos papeles arrugados en el fondo. Cuando los levanté, no podía creerlo: eran los figurines de Álvarez, aquellos que yo usaba de modelo para cortarles vestiditos a las muñecas mientras Catalina me miraba desde los almohadones. Los volví a doblar con cuidado, y se me cayeron las lágrimas. Al cerrar la tapa del baúl, supe que estaba cerrando también una parte de mi vida. Ya no volvería mi Pascasio, ni don Juan Manuel, ni doña Manuelita, la Niña, donosa y compuesta como una virgen de altar, pero capaz de ganarles carreras a caballo a los gauchos viejos. Conservábamos y hasta habíamos acrecentado nuestra hacienda, aunque sin aquella fiesta de los tiempos federales. Buenos Aires era de Mitre, ya no de Rosas, ni siquiera del entrerriano. Sentí, quizá precisamente por eso, que mi vida en el campo había concluido. Mis hijos se arreglaban sin mí. En el Puerto, en cambio, podría darles algún auxilio a los hermanos que habían tenido menos suerte, y a lo mejor, aunque esto no me lo confesaba claramente entonces, buscar a Catalina.
A mediados de los años 60 me instalé en una casa de altos, en el barrio de San Juan. Pasé con buena salud y ánimo alentado la epidemia de cólera que vino poco después. De ese trance me quedó la costumbre de visitar moribundos y asistir enfermos. También cosía, tejía, bordaba, y para entretenerme empecé a leer libros, sobre todo novelas, aunque muchas de ellas me parecían sonsas al lado de tantos sucedidos como había presenciado en la vida real. Cuando me lo pedían, siempre estaba dispuesta a escribir cartas para los pobres que no fueron beneficiados por tediosos pero útiles preceptores o por maestros de primeras letras. Y aunque nunca había sido muy asidua a las misas ni devociones, empecé a frecuentar la iglesia de San Francisco, que no quedaba lejos de mi casa. Me gustaban los sermones que allí da todavía el cura irlandés, a cuyas virtudes se suma una voz profunda y melodiosa, si bien nunca tanto como la de Pascasio.
Averigüé algunas cosas sobre Catalina: que Martín, su hijo, había muerto muy joven, por el 47, y que aún antes había fallecido su cuñado y único protector, don Félix. Sus padres tampoco existían ya: primero había desaparecido don Benavídez, y después doña Juliana, a quien no se le ocurrió mejor idea que testar en favor de la Curia, antes que en favor de su hija, ni viuda ni casada, que había aumentado su deshonra amancebándose, para paliar sus penas y su falta de fondos, con un médico inglés afecto al whisky. Pero el médico había fallecido también, y de aquí en más se perdía el rastro de Catalina.
Nadie quería encontrarlo, por cierto. A las señoras cuyas toilettes habíamos criticado cuando teníamos veinte años y ninguna preocupación, no podía inspirarles el menor interés alguien de tal manera degradado en la escala del dinero y del prestigio. Casi me incliné a darla por muerta, hasta que una tarde, al subir por las escalinatas de San Francisco, una mendiga con la cabeza cubierta y la ropa desgarrada, a la que habitualmente le daba limosna, levantó de pronto los ojos para mirarme. “Hago pasteles —me dijo— y amaso pan. Si la señora quisiera, podría llevarle algo todas las mañanas. No me gusta pedir.” Aunque me inspiraban honda desconfianza los panes o pasteles que pudieran amasar las pobres manos laceradas y sucias de aquella mujer que desprendía a dos metros un tufo alcohólico, le di mi dirección. Me prometió pasar por casa la mañana siguiente.
Ya en la iglesia, mientras el padre Reilly levantaba hacia lo alto la hostia consagrada, el corazón me dio un vuelco mortal, y sentí que se me empapaban las mejillas. Aquella manera de ladear la cabeza bajo los andrajos, aquellos ojos, que guardaban todavía una lucecita verde... No me importó correr a la calle en plena ceremonia, ni registrar las escalinatas, ni dar voces descompasadas llamándola. Pero todo fue en vano, y quizá así fue mejor. Ya en casa, y más serena, me lavé la cara y me miré al espejo. Yo todavía era yo: María Juana Gutiérrez, viuda de Echegoyen: una señora de buen ver, con cierto porte matronil aunque no vetusto, el pelo entrecano y el cutis fresco. Aún me brillaban en la cara, intactos y casi inocentes, los ojos azules de ese padre ignoto que debió de ser buen bailarín y buen bebedor, con la risa fácil y el corazón tan ligero como fogoso. Ya lo había perdonado, de todos modos. Nacer no es poca cosa.
A mí podía reconocérseme con facilidad. Mi historia no me había destruido; sólo me había madurado, como las frutas que se van secando, pero se hacen más dulces. Si Catalina había logrado identificarme y no me lo había dicho, era simplemente porque no había querido decírmelo, aunque por otro lado deseara verme. ¿Por qué no iba yo a respetar ese último resto de su dignidad?
A la mañana siguiente esperé su visita. Vino, en efecto, un poco más limpia y con menos resabios de alcohol (a esa hora, aún no habría empezado lo peor). No me miraba de frente y apenas respondía a mis intentos de darle conversación. Siguió viniendo todas las mañanas. Por lo general no pasaba del zaguán y se limitaba a entregarme los pastelitos, que no eran tan malos como lo había temido. Yo se los pagaba y de vez en cuando añadía alguna otra cosa: una pañoleta, unas sábanas, unas medias, una falda buena pero ya en desuso. En los últimos tiempos, un día de frío que congelaba, aceptó entrar en la sala de recibo. Tosía mucho y escupía sangre. Le serví un té con ginebra.
—Tendría usted que dejarse ver por un médico— le dije.
—Los médicos no valen para nada. Sólo miran. Diagnostican lo que ya es incurable.
—De todas maneras...
—Iré al hospicio cuando ya no pueda moverme.
—¿No quiere que la acompañe? El padre Reilly y yo podríamos hacer algo por usted.
—Usted ya ha hecho suficiente. Y los curas nunca harán lo bastante. No confío en ninguno.
Los ojos se le quedaron quietos, y luego iniciaron un recorrido estratégico. Miraron primero los retratos familiares —harto numerosos pero aún así, todavía escasos—que adornaban un mueble en esquina con caras reposadas de hijos adultos y caritas curiosas de niños. Miraron, por fin, aquel relicario que me colgaba del cuello, donde yo había guardado la imagen de la joven Catalina y, a su lado, un daguerrotipo de Pascasio. Empecé a temblar. Pero ella no dijo nada. Se levantó, casi groseramente, y fue hasta la puerta. Allí se detuvo apenas un instante: “Tiene usted una buena casa. Una buena vida. La que se merecía, estoy segura”. No me dio tiempo a contestarle. Se colgó de mi cuello y me dio un beso en cada mejilla. Luego desapareció, como diluida en la niebla, a pesar de que las piernas ulceradas debían de entorpecerle los movimientos.
Los días siguientes hice cuantas diligencias pude para encontrarla, auxiliada por Reilly, que ya conocía la historia. Cuando volvimos a enhebrar el hilo, era muy tarde. Catalina había ido a parar al Hospital de Mujeres de la calle Esmeralda y había sido enterrada, poco después, en el Cementerio del Norte. Pero también allí su mala estrella la acompañó: a la mañana hallaron en uno de los senderos su cadáver ensangrentado. Prematura e indignamente sepultada, había logrado salir del ataúd al que enseguida hubo de volver.
Todo apareció en los diarios, que a buena hora se acordaban de ella, y que tampoco omitieron las referencias al desgraciado de Pancho. Él no había muerto todavía, y que yo sepa, dura hasta el día de hoy. Estuvo prófugo; dicen que quiso unirse a los unitarios, primero a Rivera y luego al ejército del general Paz, y que los dos lo rechazaron por ladrón y por asesino. Ahora reside en la provincia de Corrientes, en Paso de los Libres, donde recibió un indulto y hasta tiene un campito, después de haber trabajado como hachero y haberse hecho amigo de los indios en la Impenetrable. Se amancebó con una tal Gabina Ojeda, que le dio diez hijos, dicen que tan malos o tan bravos como él —ambas cosas están demasiado cerca y que sean cualidades o defectos sólo parece depender de los fines para los que se usen—.
Conservo aún el relicario sobre el pecho, y no he olvidado. Todos los meses, en el día aniversario de nuestro encuentro, hago recordar en la misa el alma de Catalina, que bien lo necesitará. La pobre ha de estar dando vueltas por el Purgatorio, mirando cómo otras se cosen ellas mismas las túnicas de ángeles que han de estrenar muy pronto. Y ella, sin saber dar una puntada, y sin atreverse a reclamar el Cielo.
(Historias ocultas en la Recoleta)
Y exaltó a los humildes.
LUCAS, I, 52
Yo fui la última en ver a Catalina Benavídez antes de que la enterraran. Fui la única que la frecuentó en otra vida, en otro mundo, en otro tiempo, cuando la llamaban “La Estrella del Norte”. Es probable que yo misma tuviera algo de estrella por aquellos años, aunque mi brillo fuera de corto alcance y muy poco dinero.
La conocí de chica, cuando acompañaba a mi madre a vender pastelitos por las casas de familia, y la ayudaba a llevarse los canastos de ropa que había que devolver, lavada y planchada, al día siguiente. Entonces yo no pasaba de la bayeta o el percal, y los pies se me habían puesto callosos de andar descalza. Pero Catalina cubría el banquito de su maltratado piano con sedas y tafetanes, con rasos y terciopelos, mientras sus escarpines curtidos por el fastidio golpeaban los pedales a destiempo.
Poco a poco me fui quedando en la casa. Unos días daba una mano en la cocina; otros, acarreaba baldes con agua del pozo para la limpieza. Las más de las veces jugaba con Catalina, que se aburría entre muñecas de trapo y de porcelana, y se pinchaba los dedos demasiado torpes o perezosos como para coserles vestidos. Prefería encargarme a mí esas tareas pacientes y terminaba mirándome dar puntadas y cortar modelos copiados de los últimos figurines de la tienda de Álvarez, un español jovencito y emprendedor que estaba haciendo dinero con ideas nuevas y mucho trabajo. “Yo no tengo tus habilidades —suspiraba Catalina, hundiendo la cabeza rizada en los almohadones de la cama— pero no ha de faltarme quien cosa para mí. En tu caso, haces bien en aprender. Me gusta verte. Le he pedido a Mamita que te tome permanente”. Cuando entré como criada fija a la casa de Benavídez, había cumplido los catorce años y había tenido mi primera sangre. Mi madre se resistía a dejarme ir, pero yo ya era una mujer: el empleo representaba un sueldo más y una boca menos. No se privó, por cierto, de llenarme la bolsa ya que no de dineros, de abundantes consejos. “Benavídez es un hombre decente que cuida el buen nombre y orden de su casa. No es sirvientero ni juerguista. Doña Juliana es un cero a la izquierda: rezadora y enfermiza. Eso sí, incapaz de molestar a nadie. Y Catalina, ya la conocemos: un poco caprichosa, como cualquier niña bonita criada en el regalo. Pero no es mala, y te tiene cariño. Queda en tus manos el andar derecha y no dejarte engañar por cualquier mocito que venga a embelesarte los oídos. Que te sirva de lección lo que ha sufrido tu madre.”
Doña Juanita la pastelera, como la llamaban, no perdía nunca la ocasión de recordarme que yo era hija de su sufrimiento inicial y sin duda indeleble. Tanto, que todos los demás dolores y calamidades le parecieron nada al lado de aquel amor perdido: un inglés (después resultó ser un irlandés) de la primera invasión que enamoró a la criollita morena y se volvió a su tierra sin haberse enterado siquiera de que aquí le quedaba una hija. Mi padre desconocido no pudo legarme otra herencia que sus ojos azules —dos raras claridades para una cara oscura— que me dieron cierto prestigio en mi sociedad de bellezas humildes. Mamá no tuvo mejor suerte con su segundo hombre —esta vez un criollo como ella—, que se perdió para no volver en una operación de contrabando de cueros a la otra orilla, no sin tomar la precaución de haberle dejado una parva de cinco críos para que se entretuviera.
Mi trabajo en la casa de Benavídez era ligero y usualmente grato. Más que en fregona, me convertí en acompañante de la niña. Terminé aprendiendo a leer y escribir con caligrafía ponderable porque Catalina insistía en tenerme a su lado para que no se le hicieran tan pesadas las clases de sus preceptores. Y al poco tiempo dominé también las cuatro operaciones aritméticas, cosa que a los pobres nos es muy necesaria para aprender a administrar mejor nuestros magros recursos. ¡Más le hubiera valido a mi infeliz patroncita entender algo más de números, y menos de lánguidos pestañeos hacia los candidatos de turno! En eso sí que podía dar cátedra, y pocas o ninguna sobresalían tanto en el difícil arte que ella dominaba con calidad innata. Le ayudaban bastante, hay que reconocerlo, sus pestañas, que eran propias y sin artificio, pero tan negras, fuertes y espesas que parecían postizas. Cuando ladeaba la cabecita —de un azabache que viraba hacia el azul— y esas pestañas abrían y cerraban en la cara palidísima dos relámpagos verdes, no había galán que se le resistiera. Así fue como Catalina Benavídez, hija de un comerciante de buen pasar, respetado pero anodino, enamoró nada menos que al benjamín de los Álzaga, don Francisquito.
Cierto que ya los Álzaga no eran lo que habían sido en los buenos tiempos del padre, el alcalde don Martín, antes de que se le diera por meterse en conspiraciones. Después de todo y a mi juicio don Martín tenía razón consigo mismo, aunque su causa fuera equivocada. Era un godo viejo (peor que godo, vascuence) orgulloso como Lucifer y más terco que una recua de mulas empacadas. Usó con valentía su orgullo y su terquedad para defender la villa española contra las balas de los ingleses (ya que no contra sus seducciones), y volvió a usarlos, aunque esta vez sin éxito, para defenderla de los revolucionarios locales. Perdió y pagó, con su vida y con gran parte de su fortuna. Pero la fortuna era mucha y muy buenas las relaciones en las que se había sustentado. Tanto que para cuando Pancho Álzaga llegó a la edad de merecer, su madre viuda (no menos terca que su marido) y su hermano mayor don Félix, habían logrado rescatar un monto considerable. De todas maneras, era difícil saber a ciencia cierta si el joven Francisco tenía mucho más de lo que exhibía o si exhibía mucho más de lo que tenía. Catalina, acostumbrada a la vida fácil y a los razonamientos aun más fáciles, no se quebró la cabeza y prefirió contentarse con todos los brillos —de galanura y de moneda— que se hallaban a la vista.
Tampoco preguntaron mucho los padres, deslumbrados ante la perspectiva de emparentar con los Álzaga por el matrimonio de su única hija. La boda fue rápida y espectacular. Se habló durante semanas de los bordados del vestido de novia, del banquete nupcial, del increíble ajuar trabajado en las telas más ricas, de la felicidad de los contrayentes, tan hermosos los dos que al mirarse creían estar viéndose en un espejo, por más que en cuanto a belleza, Catalina, la Estrella del Norte, se llevara las palmas.
Mi patroncita, ya casada, tampoco quiso prescindir de mí. Le era necesaria para pasar las horas interminables de su día ocioso, no siempre compartido por Francisco. Éste pronto empezó a mostrar los gustos que ya se le conocían, aunque ni ella ni sus padres hubiesen querido verlos a tiempo. Mientras yo —con delantal de lino almidonado—servía el té para Catalina y sus amigas en un servicio de porcelana francesa, su marido echaba ternos y patacones sobre las mesas de juego del Café de los Catalanes o de la Victoria. No iba solo, sino con algunos de esos amigos íntimos que las mujeres casadas llaman “amigotes”, y que pronto se redujeron a tres figuras invariables: un muchacho cordobés, Juan Pablo Arriaga —al que pronto le quitaron su seriedad callada, casi de convento—; Jaime Marcet, un catalán sinvergüenza que hacía poco había pescado a una rica heredera, Jacobita Usandivaras, y para sorpresa general, Francisco Álvarez, el mismo laborioso tendero de los figurines, mayor que todos ellos pero novato en las lides del gran mundo y la buena sociedad a la que aspiraba a pertenecer ahora que había amasado el dinero suficiente.
En tanto don Pancho andaba en copas y recorría con tales amigotes ciertas casas de Madamas con supuestas sobrinas que en realidad eran otra cosa, Catalina comenzó a ponerse verde y amarilla y a vomitar hasta el mate cebado con canela que yo misma le alcanzaba calentito a la cama no bien se despertaba. No pasábamos malos ratos cuando ella estaba buena. Era alegre y chismosa, y entre las dos cortábamos en tiritas las toilettes que se habían lucido en la cena de la noche anterior. “¿Te has fijado, María Juana, en los abalorios que llevaba al cuello la de Senillosa? Pura cristalería con esmalte. ¡Y ella, empeñada en hacerlos pasar por perlas verdaderas!” “Pues mucho peor era el corte de su vestido. Dice que lo ha mandado traer de París, pero tengo para mí que no ha salido sino de las manos infames de Misia Periquita, que antes apenas si cosía sábanas y ahora se ha metido a modista.” Nos reíamos las dos, hasta que unas náuseas inoportunas terminaban con el buen humor de Catalina y me obligaban a alcanzarle una jofaina, y a refrescarle la frente con pañuelitos embebidos en alcanfor y agua de Colonia.
A medida que su embarazo avanzaba, progresaban también sus temores. Gruesa ya como de seis meses, me tenía de la mano, al lado de su cama, mientras se le escurrían las lágrimas. “María Juana, tenés que jurarme algo. Por la Virgen del Perpetuo Socorro te lo pido, y porque nos queremos desde chicas.” Yo la tranquilizaba, dándole palmaditas y apretándole los dedos, tan delicados que a veces se le pelaban sólo al contacto del jabón de tocador. “Quiero que me jures, Juanita, que si me muero de ésta, verás que se críe bien mi hijito.” “¿Pero, Niña, quién le ha dicho que se va a morir?” “Nadie, pero yo lo sé. Y cuando yo me muera, ¿qué va a ser del chiquitín? Mi madre vive en Babia, y mi padre, en sus negocios. Pancho no es malo, pero no tiene cabeza. Volverá pronto a casarse con cualquier pelandusca, y mi pobre hijo terminará en manos de una madrastra. O peor aún, de alguna querida que apeste a perfume. Con mi suegra y mis cuñadas, mejor no contar. Desde que murió don Martín viven enclaustradas en su casa como en un convento y parece que nada de lo que ocurra afuera les importa. Sólo confío en vos, Juanita. Los niños necesitan mimo, cuidados, felicidad: ser importantes para los grandes. ¿Quién si no vos podría darle eso?” Yo le secaba la frente y le decía que sí a todo, aunque todo me pareciera un notable disparate. En primer lugar porque las aprensiones de Catalina, según decían las comadres, eran normales en las primerizas y tanto más en ella que nunca había sufrido gran cosa como no fuese el aburrimiento. En segundo lugar, porque nada garantizaba que, una vez difunta, yo, que era su doncella personal, fuera a quedarme en la casa. Y mucho menos para lustrar las botas de don Panchito o esperar a que sus miradas audaces —contenidas por la presencia de su mujer— pasaran a los hechos. Pero aquellos trances me convencieron, eso sí, de que Catalina no era tan tonta como se la juzgaba, y que veía y decía grandes verdades cuando la apretaban las angustias.
Por fin dio a luz un varón al que pusieron Martín Leandro, por su abuelo el alcalde y conspirador. Disipados sus miedos, Catalina volvió a ser la de antes: en nada pensaba, más que en el angelito que había traído al mundo, y en volver a lucir su belleza por los salones, tal cual la había exhibido antes de su preñez y maternidad. Mortificada con los dos o tres centímetros que había ganado su cintura y por cierta insinuación de papada que comenzaba a advertirse en su cuello alabastrino, quiso cubrir las indiscretas redondeces con resplandores. De la comida no pensaba privarse, porque resultó perfectamente apta para dar el pecho y su médico la tenía a dieta de natas y yemas de huevo batidas con un poco de vino de Oporto, mientras criara a su robusto infante (aunque lo de robusto es un decir pues el pobre Martín distaba mucho de tener el genio y el vigor de su malogrado abuelo y tocayo). Catalina quería compensaciones por su dedicación maternal, y empezó a perseguir a Pancho para que le comprase un aderezo de brillantes que hacía tiempo venía codiciando. Pero él, sospechosamente, le daba largas al asunto. No por tacaño (que antes bien era harto manirroto) ni porque buscase hostigar a Catalina con tantas postergaciones (por el contrario, hubiera querido aplacarla y aplacar él mismo algún escozor de conciencia no ajeno a sus escapadas, aun más frecuentes durante el embarazo, a las casas de Madamas y Madamitas). La triste verdad (que luego se convirtió en horrible, tiñéndose de sangre) es que Pancho tenía fuertes deudas de juego, y que era demasiado orgulloso como para rebajarse a pedir o ganar el dinero honestamente. Ese orgullo y su mala conciencia tampoco le dejaban confesárselo a su hermano ni a su mujer, que maquinaba y lloraba sobre mi hombro siempre fiel, pensando que cuanto Pancho le negaba a ella, lo estaba derramando a manos llenas sobre los blancos senos de alguna barragana (cosa que habría sido cierta antes tal vez, pero que entonces sin duda ya no lo era). Francisco Álzaga había perdido todo apetito de mancebas (aunque las importasen de la Francia) y comenzó a volverse cada vez más bebedor y más meditabundo, como que rumiaba de dónde iba a sacar el dinero faltante sin que se hiciesen públicas su ruina y su vergüenza. Como no tenía la cabeza muy despierta —cosa que acertadamente había visto Catalina cuando el miedo a morir le despejaba la inteligencia—, eligió el peor expediente de todos y no sólo se condenó él mismo —bien se lo merecía—, sino a su mujer y a su hijo, que eran inocentes.
Tampoco estaba yo muy lúcida en aquellos tiempos para aconsejar a Catalina. Me había llegado el amor, pero no precisamente bajo la forma de un Cupido rosado y mantecoso. Era un huracán morocho, montado sobre un espléndido parejero y vestido de color punzó, con largos rulos negros, la cara pálida y dotes de payador, que jineteaba bajo las ventanas enrejadas para que yo lo viese desde el cuarto de costura o desde la sala de recibo. Hasta se atrevió a darme alguna serenata cuyos acordes llegaban hasta el secreto de los patios y parecían brotar de la tierra misma, floreciendo con los aromas del jazmín. Don Francisco no tuvo que ir a reclamarle explicaciones, como patrón ofendido, porque él mismo se apersonó, respetuoso, a pedirle mi mano. Tantas finezas y formalidades no eran muy de gauchos, pero mi Pascasio no era un gaucho cualquiera. Estaba en la Guardia de los Colorados del Monte, que defendían la campaña, y las estancias de don Juan Manuel de Rosas, entonces sólo un hacendado hábil y corajudo, que tanto iba a dar que hablar poco después. Don Juan Manuel era hombre de orden, y le gustaba que la gente a su servicio estuviese bien casada y establecida, con compromisos serios.
A pesar de los llantos de Catalina, que no quería perderme, enseguida acepté, compelida por la fuerza mayor de la pasión amorosa, que supo resistir, incluso, a los furibundos embates de mamá. Ella no se limitó a moquear como la patroncita. Puso literalmente el grito en el cielo y creo que hasta se arrancó algunos mechones de su trenza ya encanecida. “¡Desgraciada! ¡Boba! ¡Más que boba! —y los alaridos debieron de oírse en una cuadra a la redonda—, ¡Por una buena estampa de varón y un par de cancioncitas vas a dejar una vida de halagos y comodidades! ¿Adónde te vas a enterrar, so infeliz? ¿Sabes lo que te espera? ¡Levantarte al alba, ordeñar las vacas, limpiar y fregar el día entero, parir un crío por año mientras tu maridito juega a la taba o a las carreras, lavar pañales y narices con mocos! ¡Y quieran Dios y la Virgen que no entren los indios y termines en las mantas de un salvaje! ¿En qué otro lugar vas a estar como ahora, vestida como una señorita, sin hacer nada, salvo pasear al niño o llevarle a la Catalina el libro de misa? ¡¡Ay, ay, ay, ay!! ¡Unos años más que esperases y te podrías casar con un médico o un tendero viudo! ¡Si hasta sabes leer y escribir con buena letra y sacar cuentas! ¡Incauta! ¡Idiota! ¿Por qué nadie escarmienta si no es en carne propia? ¡No te alcanzarán para arrepentirte todos los días de tu vida...!”
Pensé que mi madre bien podría tener razón, pero que esa razón no conformaba los corazones; que los médicos y tenderos viudos por entonces en oferta no me gustaban nada, mientras que Pascasio me gustaba mucho, y que tampoco iba a pasarme mis mejores años enjugando las lágrimas de Catalina, por más cómoda que yo estuviese en su casa. Al final, las cosas sucedieron de tal modo que resulté teniendo todas las razones, las del corazón y las de la sensatez.
Nos casamos una mañana de diciembre en la capilla de la estancia Los Cerrillos, junto con otros gauchos del coronel Rosas que habían decidido pasar por la sacristía (algunos un poco tarde, como que los acompañaban hasta cuatro y cinco retoños, ya grandecitos). El mismo don Juan Manuel y su mujer, doña Encarnación, fueron los padrinos de la ceremonia. No hubo vajilla de Sèvres ni cubiertos de plata ni carruaje de bodas como en los desposorios de Catalina. Pero comimos empanadas con pasas y asado con cuero y nos entonamos con tinto de Cuyo. Al atardecer, los pisos y las botas se habían gastado de tanto zapateo y los ruedos de las polleras y las enaguas almidonadas se habían vuelto negros. Luego Pascasio me llevó en las ancas de su parejero a nuestra casa nueva: un rancho de adobe bien techado y bien pintado, con un campito y hacienda, que era el regalo de bodas del coronel Rosas. Yo apretaba entre los dedos un relicario de oro con un retrato de Catalina, que ella me había dado para que no la olvidase. No la olvidé, aunque tampoco me arrepentí.
La vida en el campo era áspera y poderosa. No se resiste en vano la caída del cielo sobre los ojos cuando se mira la inmensidad, acostados sobre la llanura que late. Las mañanas me despertaban con olores de trébol y de tomillo. La ropa de cama bordada que había traído de la ciudad, y mis vestidos siempre limpios concentraban los aromas de la tierra púrpura. Al anochecer comenzaban a resonar a coro las voces húmedas de la pampa. Y la más querida entre todas, la voz de Pascasio, que para mí no gastó su dulzura en cuantos años estuvimos juntos.
No perdí enseguida el contacto con Catalina. Pascasio iba a la ciudad, con ganado o por encargos cada mes o dos meses. No pude acompañarlo más que una vez, por haber quedado, casi de inmediato, en estado de buena esperanza. A la vuelta siempre me traía una carta y un obsequio de Catalina (cintas, puntillas, telas), en retribución de las conservas y las bolsitas de olor que yo le enviaba. Hasta que casi al término de mi embarazo, me trajo también una espantosa noticia: Francisco Álzaga había huido después de confesar su participación en el asesinato de su tocayo Francisco Álvarez, el tendero, uno de aquellos amigotes que compartían sus juergas. “No pude ver a tu patroncita, prenda. Está encerrada llorando, muerta de la vergüenza, y no recibe a nadie. Parece que Álzaga la ha dejado no sólo deshonrada, sino también en la ruina, con más deudas de juego que propiedades. Ahora tendrá que vivir de lo que a su cuñado don Félix se le ocurra darle a ella y a su hijo.” “Pero, ¿y el aderezo de diamantes que al final le compró don Pancho?” “Sería con el dinero de Álvarez. Se dice que Álzaga y los otros amigos lo mataron para robarle, aunque el cadáver todavía no ha aparecido.”
El cadáver se halló, para colmo de males, en una quinta de los Álzaga. Al que no se halló nunca fue a don Panchito. Sus cómplices, Arriaga y Marcet, fueron ejecutados. No volví a saber de Catalina sino de tarde en tarde, cuando recibía una esquelita borroneada con lágrimas, agradeciéndome alguna atención que le mandaba con Pascasio. Al final ni siquiera esquelas hubo entre nosotras. Los años, las guerras, los gobiernos, los hijos (Pascasio y yo tuvimos seis) pasaron rápidos, coloridos, con suertes y desgracias, como los naipes desplegados de una baraja. Se rebeló Lavalle, fusiló a Dorrego, fue derrotado, gobernó Rosas, mataron a Facundo, Rosas volvió a mandar, y con él nosotros también, modestamente. Se ampliaron nuestras tierras, por nuestro empeño e industria y por los buenos servicios de mi marido a la causa federal; además, yo terminé ayudando a administrar una de las estancias del Restaurador —no en vano había aprendido a la perfección las cuatro operaciones de la aritmética—. Hicimos cierta fortuna, y muchas veces pensé en Catalina. Pero Pascasio no juzgó prudente que reanudásemos relaciones. “Los Álzaga son ahora muy unitarios, además de que ella, al fin y al cabo, es la esposa de un asesino huido. Don Juan Manuel no vería bien que anduvieras en tratos con esa gente. Lo que tenemos lo hemos ganado trabajando y no vamos a perderlo por una tontería.” Pero también a nosotros se nos dio vuelta la taba. No perdimos el dinero, sino cosas peores. Pascasio perdió la vida en una rodada —¡él, que me había enamorado desde el lomo de un alazán!—. No volvió a recobrar el sentido ni los movimientos después de su accidente, y para que no siguiera padeciendo, ni vivo ni muerto como estaba, hubo que llamar al despenador. Como todos los males llegan juntos, al poco tiempo cayó, traicionado por Urquiza, don Juan Manuel.
Me quedé viuda y muy triste, aunque no aburrida. En el campo hay siempre mucho trabajo, y a esas alturas mis hijos e hijas estaban casados y ya iban naciendo los nietos, de modo que cuando la melancolía amenazaba con dejarme inútil para otra cosa que no fuese lamentar mi soledad, acortaba el tiempo visitándolos y atendiendo embarazos y partos de hijas y nueras. Extrañaba sobre todo la voz grave y tierna de Pascasio. Todavía no he regalado a nadie su guitarra. Ninguno de sus hijos ni de sus yernos ha sabido cantar como él. Quién sabe si algún día lo harán sus nietos.
Una tarde, acomodando ropa blanca en un baúl, tropecé con unos papeles arrugados en el fondo. Cuando los levanté, no podía creerlo: eran los figurines de Álvarez, aquellos que yo usaba de modelo para cortarles vestiditos a las muñecas mientras Catalina me miraba desde los almohadones. Los volví a doblar con cuidado, y se me cayeron las lágrimas. Al cerrar la tapa del baúl, supe que estaba cerrando también una parte de mi vida. Ya no volvería mi Pascasio, ni don Juan Manuel, ni doña Manuelita, la Niña, donosa y compuesta como una virgen de altar, pero capaz de ganarles carreras a caballo a los gauchos viejos. Conservábamos y hasta habíamos acrecentado nuestra hacienda, aunque sin aquella fiesta de los tiempos federales. Buenos Aires era de Mitre, ya no de Rosas, ni siquiera del entrerriano. Sentí, quizá precisamente por eso, que mi vida en el campo había concluido. Mis hijos se arreglaban sin mí. En el Puerto, en cambio, podría darles algún auxilio a los hermanos que habían tenido menos suerte, y a lo mejor, aunque esto no me lo confesaba claramente entonces, buscar a Catalina.
A mediados de los años 60 me instalé en una casa de altos, en el barrio de San Juan. Pasé con buena salud y ánimo alentado la epidemia de cólera que vino poco después. De ese trance me quedó la costumbre de visitar moribundos y asistir enfermos. También cosía, tejía, bordaba, y para entretenerme empecé a leer libros, sobre todo novelas, aunque muchas de ellas me parecían sonsas al lado de tantos sucedidos como había presenciado en la vida real. Cuando me lo pedían, siempre estaba dispuesta a escribir cartas para los pobres que no fueron beneficiados por tediosos pero útiles preceptores o por maestros de primeras letras. Y aunque nunca había sido muy asidua a las misas ni devociones, empecé a frecuentar la iglesia de San Francisco, que no quedaba lejos de mi casa. Me gustaban los sermones que allí da todavía el cura irlandés, a cuyas virtudes se suma una voz profunda y melodiosa, si bien nunca tanto como la de Pascasio.
Averigüé algunas cosas sobre Catalina: que Martín, su hijo, había muerto muy joven, por el 47, y que aún antes había fallecido su cuñado y único protector, don Félix. Sus padres tampoco existían ya: primero había desaparecido don Benavídez, y después doña Juliana, a quien no se le ocurrió mejor idea que testar en favor de la Curia, antes que en favor de su hija, ni viuda ni casada, que había aumentado su deshonra amancebándose, para paliar sus penas y su falta de fondos, con un médico inglés afecto al whisky. Pero el médico había fallecido también, y de aquí en más se perdía el rastro de Catalina.
Nadie quería encontrarlo, por cierto. A las señoras cuyas toilettes habíamos criticado cuando teníamos veinte años y ninguna preocupación, no podía inspirarles el menor interés alguien de tal manera degradado en la escala del dinero y del prestigio. Casi me incliné a darla por muerta, hasta que una tarde, al subir por las escalinatas de San Francisco, una mendiga con la cabeza cubierta y la ropa desgarrada, a la que habitualmente le daba limosna, levantó de pronto los ojos para mirarme. “Hago pasteles —me dijo— y amaso pan. Si la señora quisiera, podría llevarle algo todas las mañanas. No me gusta pedir.” Aunque me inspiraban honda desconfianza los panes o pasteles que pudieran amasar las pobres manos laceradas y sucias de aquella mujer que desprendía a dos metros un tufo alcohólico, le di mi dirección. Me prometió pasar por casa la mañana siguiente.
Ya en la iglesia, mientras el padre Reilly levantaba hacia lo alto la hostia consagrada, el corazón me dio un vuelco mortal, y sentí que se me empapaban las mejillas. Aquella manera de ladear la cabeza bajo los andrajos, aquellos ojos, que guardaban todavía una lucecita verde... No me importó correr a la calle en plena ceremonia, ni registrar las escalinatas, ni dar voces descompasadas llamándola. Pero todo fue en vano, y quizá así fue mejor. Ya en casa, y más serena, me lavé la cara y me miré al espejo. Yo todavía era yo: María Juana Gutiérrez, viuda de Echegoyen: una señora de buen ver, con cierto porte matronil aunque no vetusto, el pelo entrecano y el cutis fresco. Aún me brillaban en la cara, intactos y casi inocentes, los ojos azules de ese padre ignoto que debió de ser buen bailarín y buen bebedor, con la risa fácil y el corazón tan ligero como fogoso. Ya lo había perdonado, de todos modos. Nacer no es poca cosa.
A mí podía reconocérseme con facilidad. Mi historia no me había destruido; sólo me había madurado, como las frutas que se van secando, pero se hacen más dulces. Si Catalina había logrado identificarme y no me lo había dicho, era simplemente porque no había querido decírmelo, aunque por otro lado deseara verme. ¿Por qué no iba yo a respetar ese último resto de su dignidad?
A la mañana siguiente esperé su visita. Vino, en efecto, un poco más limpia y con menos resabios de alcohol (a esa hora, aún no habría empezado lo peor). No me miraba de frente y apenas respondía a mis intentos de darle conversación. Siguió viniendo todas las mañanas. Por lo general no pasaba del zaguán y se limitaba a entregarme los pastelitos, que no eran tan malos como lo había temido. Yo se los pagaba y de vez en cuando añadía alguna otra cosa: una pañoleta, unas sábanas, unas medias, una falda buena pero ya en desuso. En los últimos tiempos, un día de frío que congelaba, aceptó entrar en la sala de recibo. Tosía mucho y escupía sangre. Le serví un té con ginebra.
—Tendría usted que dejarse ver por un médico— le dije.
—Los médicos no valen para nada. Sólo miran. Diagnostican lo que ya es incurable.
—De todas maneras...
—Iré al hospicio cuando ya no pueda moverme.
—¿No quiere que la acompañe? El padre Reilly y yo podríamos hacer algo por usted.
—Usted ya ha hecho suficiente. Y los curas nunca harán lo bastante. No confío en ninguno.
Los ojos se le quedaron quietos, y luego iniciaron un recorrido estratégico. Miraron primero los retratos familiares —harto numerosos pero aún así, todavía escasos—que adornaban un mueble en esquina con caras reposadas de hijos adultos y caritas curiosas de niños. Miraron, por fin, aquel relicario que me colgaba del cuello, donde yo había guardado la imagen de la joven Catalina y, a su lado, un daguerrotipo de Pascasio. Empecé a temblar. Pero ella no dijo nada. Se levantó, casi groseramente, y fue hasta la puerta. Allí se detuvo apenas un instante: “Tiene usted una buena casa. Una buena vida. La que se merecía, estoy segura”. No me dio tiempo a contestarle. Se colgó de mi cuello y me dio un beso en cada mejilla. Luego desapareció, como diluida en la niebla, a pesar de que las piernas ulceradas debían de entorpecerle los movimientos.
Los días siguientes hice cuantas diligencias pude para encontrarla, auxiliada por Reilly, que ya conocía la historia. Cuando volvimos a enhebrar el hilo, era muy tarde. Catalina había ido a parar al Hospital de Mujeres de la calle Esmeralda y había sido enterrada, poco después, en el Cementerio del Norte. Pero también allí su mala estrella la acompañó: a la mañana hallaron en uno de los senderos su cadáver ensangrentado. Prematura e indignamente sepultada, había logrado salir del ataúd al que enseguida hubo de volver.
Todo apareció en los diarios, que a buena hora se acordaban de ella, y que tampoco omitieron las referencias al desgraciado de Pancho. Él no había muerto todavía, y que yo sepa, dura hasta el día de hoy. Estuvo prófugo; dicen que quiso unirse a los unitarios, primero a Rivera y luego al ejército del general Paz, y que los dos lo rechazaron por ladrón y por asesino. Ahora reside en la provincia de Corrientes, en Paso de los Libres, donde recibió un indulto y hasta tiene un campito, después de haber trabajado como hachero y haberse hecho amigo de los indios en la Impenetrable. Se amancebó con una tal Gabina Ojeda, que le dio diez hijos, dicen que tan malos o tan bravos como él —ambas cosas están demasiado cerca y que sean cualidades o defectos sólo parece depender de los fines para los que se usen—.
Conservo aún el relicario sobre el pecho, y no he olvidado. Todos los meses, en el día aniversario de nuestro encuentro, hago recordar en la misa el alma de Catalina, que bien lo necesitará. La pobre ha de estar dando vueltas por el Purgatorio, mirando cómo otras se cosen ellas mismas las túnicas de ángeles que han de estrenar muy pronto. Y ella, sin saber dar una puntada, y sin atreverse a reclamar el Cielo.
(Historias ocultas en la Recoleta)
Una historia que se repite Por Ricardo Ragendorfer
La construcción del miedo y el acto de elegir un enemigo público (como, por
ejemplo, los pibes chorros) son tareas necesarias e ineludibles para algunos
dirigentes.
La propuesta de restaurar el Servicio Militar Obligatorio –derogado por el gobierno de Carlos Menem luego del asesinato del soldado Omar Carrasco en un regimiento de Neuquén– fue una iniciativa del intendente massista de Malvinas Argentinas, Jesús Cariglino, y mereció la inmediata adhesión del senador provincial del FPV, Mario Ishii. En tanto, el ministro de Seguridad bonaerense, Alejandro Granados, deslizaba la posibilidad de vehiculizar el asunto a través de una consulta popular. Un asunto, por cierto, nunca mejor resumido que por Ishii: "Para quien no trabaja ni estudia y duerme hasta las 2 de la tarde, servicio militar." Una situación generalizada que –según el planteo– arrastra a sus protagonistas al mundo de "las drogas y el delito".
Ya se sabe que semejante proyecto generó una oleada de rechazos; desde voces del oficialismo –como las del ministro de Defensa Agustín Rossi, el jefe de Gabinete Jorge Capitanich, y el gobernador Daniel Scioli– hasta el líder del PRO, Mauricio Macri, pasando por el general Martín Balza, entre otras personalidades. Todos ellos coincidieron en tres ejes argumentales: el reclutamiento forzoso no resuelve los conflictos sociales, estigmatiza a los jóvenes de clase baja y, además, es una medida sencillamente anacrónica. Todo muy correcto, aunque poco abarcativo.
En cierto aspecto, este debate se asemeja al que hubo hace apenas unas semanas sobre los beneficios y las contraindicaciones del acto de linchar a quienes actúan por fuera de la ley. Por un lado, los partidarios del método basaban su discurso en las siguientes tesituras: "La gente está cansada" y "Hay un Estado ausente". En las antípodas de tal pensamiento, hubo por aquellos días una profusión de frases alrededor del siguiente concepto: "La justicia por mano propia no es justicia". Apenas una tímida manera de decir que agruparse en una horda para patear a una persona hasta la muerte es un recurso inconducente y poco republicano. Como si en la "parte sana" de la población no hubiera un gen criminal.
Algo similar ocurre con el debate acerca de la vuelta a la "colimba". Sus detractores, si bien advierten la matriz autoritaria de la cuestión, no toman en cuenta su naturaleza absolutamente imbécil. Porque brindar instrucción militar a muchachos en conflicto con el Código Penal no es, lo que se dice, una idea brillante. ¿Pretenden acaso perfeccionar su puntería?
No obstante, es de suponer que esa idea no fue fruto de un exabrupto por parte de sus hacedores. Contrariamente, todo indica que estos actuaron en base a un corpus estadístico debidamente elaborado a tal efecto.
De hecho, una encuesta elaborada por el portal de noticias MDZ arrojó cifras elocuentes: el 84% de los sondeados está de acuerdo con el Servicio Militar Obligatorio para jóvenes que no estudian ni trabajan. El 83% está de acuerdo con que ello contribuirá al restablecimiento del orden social. Y el 70% privilegia esta solución ante otras, como los subsidios educativos y la realización de tareas comunitarias.
Ya hace años, el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos acuñó el concepto de "fascismo societal". Un fenómeno diferente a los procesos que durante la primera mitad del siglo XX condujeron al poder en Europa a sectores ideológicos de ultraderecha.
Por el contrario, en este caso no se trata de un régimen político articulado desde el Estado sino una manifestación social, pluralista y civilizatoria, cuyo fin consiste en desplegar el estadio salvaje del capitalismo, pivoteado por grandes y poderosos actores económicos. En ese vidrioso contexto, la construcción del miedo y el acto de elegir un enemigo público (como, por ejemplo, los pibes chorros) son tareas necesarias e ineludibles. En resumen, un caldo de cultivo ideal para las ambiciones de ciertos dirigentes. Por ello, lo de la consulta popular al respecto no debe ser leído como una ocurrencia descabellada.
Aun así, reflotar la cuartelización compulsiva de adolecentes en riesgo ni siquiera es un truco novedoso.
Sería injusto omitir que el pionero indiscutido de ello fue nada menos que el ex presidente provisional Eduardo Duhalde, quien en diciembre de 2009 decoró sus aspiraciones de volver al sillón de Rivadavia con su propuesta de encomendar a la comunidad castrense la tarea de "instruir a los chicos marginados". Aquella iniciativa, en su momento, impresionó gratamente a un vasto sector del espíritu público, entre ellos, algunos taxistas y no pocos comunicadores.
Pero alguien redoblaría la apuesta: el entonces diputado salteño Alfredo Olmedo. Este sujeto supo descollar en los debates parlamentarios con su fina oratoria; al respecto, se lo recuerda cuando fundamentó su oposición a la ley del matrimonio entre personas del mismo sexo con las siguientes palabras: "Tengo la mente cerrada y la cola también."
No obstante, su raíz conservadora no fue en detrimento de su espíritu mundano. Tanto es así que algunas noches se lo solía ver en el sector VIP del club nocturno Cocodrilo. Tal vez allí, inspirado por el burbujeo del champán, haya elucubrado su proyecto más audaz: el retorno al Servicio Militar Obligatorio, con la finalidad –según sus dichos– de "contribuir a la defensa nacional, brindando el esfuerzo de los jóvenes y su dedicación personal".
En ocasión de presentar la propuesta en la Cámara Baja, profundizaría su alcance con elocuencia: "Lo importante –dijo– no es qué país les dejamos a nuestros hijos, sino qué hijos le dejamos a nuestro país". Su idea terminó archivada en la Comisión de Defensa.
Lo que por aquel tiempo sí resultó aprobado en el Senado fue la media sanción de un proyecto impulsado por el bloque radical y el peronismo disidente, algunos de cuyos integrantes –los radicales mendocinos Ernesto Sanz y Laura Montero, junto con el peronista puntano Adolfo Rodríguez Saá– fueron sus arquitectos. En realidad el asunto no fue de su propia inventiva sino una versión copiada del programa que, a partir de 2005, implementó el gobernador mendocino Julio Cobos. Una experiencia que fracasó con estrépito, al registrarse en el lapso de un año y medio una deserción del 60% de los educandos. A su vez, el emprendimiento legislativo que inspiró, quedaría irremediablemente estancado en la Cámara de Diputados.
Ahora, sólo en el aspecto enunciativo, la historia se repite.
Infonews
La propuesta de restaurar el Servicio Militar Obligatorio –derogado por el gobierno de Carlos Menem luego del asesinato del soldado Omar Carrasco en un regimiento de Neuquén– fue una iniciativa del intendente massista de Malvinas Argentinas, Jesús Cariglino, y mereció la inmediata adhesión del senador provincial del FPV, Mario Ishii. En tanto, el ministro de Seguridad bonaerense, Alejandro Granados, deslizaba la posibilidad de vehiculizar el asunto a través de una consulta popular. Un asunto, por cierto, nunca mejor resumido que por Ishii: "Para quien no trabaja ni estudia y duerme hasta las 2 de la tarde, servicio militar." Una situación generalizada que –según el planteo– arrastra a sus protagonistas al mundo de "las drogas y el delito".
Ya se sabe que semejante proyecto generó una oleada de rechazos; desde voces del oficialismo –como las del ministro de Defensa Agustín Rossi, el jefe de Gabinete Jorge Capitanich, y el gobernador Daniel Scioli– hasta el líder del PRO, Mauricio Macri, pasando por el general Martín Balza, entre otras personalidades. Todos ellos coincidieron en tres ejes argumentales: el reclutamiento forzoso no resuelve los conflictos sociales, estigmatiza a los jóvenes de clase baja y, además, es una medida sencillamente anacrónica. Todo muy correcto, aunque poco abarcativo.
En cierto aspecto, este debate se asemeja al que hubo hace apenas unas semanas sobre los beneficios y las contraindicaciones del acto de linchar a quienes actúan por fuera de la ley. Por un lado, los partidarios del método basaban su discurso en las siguientes tesituras: "La gente está cansada" y "Hay un Estado ausente". En las antípodas de tal pensamiento, hubo por aquellos días una profusión de frases alrededor del siguiente concepto: "La justicia por mano propia no es justicia". Apenas una tímida manera de decir que agruparse en una horda para patear a una persona hasta la muerte es un recurso inconducente y poco republicano. Como si en la "parte sana" de la población no hubiera un gen criminal.
Algo similar ocurre con el debate acerca de la vuelta a la "colimba". Sus detractores, si bien advierten la matriz autoritaria de la cuestión, no toman en cuenta su naturaleza absolutamente imbécil. Porque brindar instrucción militar a muchachos en conflicto con el Código Penal no es, lo que se dice, una idea brillante. ¿Pretenden acaso perfeccionar su puntería?
No obstante, es de suponer que esa idea no fue fruto de un exabrupto por parte de sus hacedores. Contrariamente, todo indica que estos actuaron en base a un corpus estadístico debidamente elaborado a tal efecto.
De hecho, una encuesta elaborada por el portal de noticias MDZ arrojó cifras elocuentes: el 84% de los sondeados está de acuerdo con el Servicio Militar Obligatorio para jóvenes que no estudian ni trabajan. El 83% está de acuerdo con que ello contribuirá al restablecimiento del orden social. Y el 70% privilegia esta solución ante otras, como los subsidios educativos y la realización de tareas comunitarias.
Ya hace años, el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos acuñó el concepto de "fascismo societal". Un fenómeno diferente a los procesos que durante la primera mitad del siglo XX condujeron al poder en Europa a sectores ideológicos de ultraderecha.
Por el contrario, en este caso no se trata de un régimen político articulado desde el Estado sino una manifestación social, pluralista y civilizatoria, cuyo fin consiste en desplegar el estadio salvaje del capitalismo, pivoteado por grandes y poderosos actores económicos. En ese vidrioso contexto, la construcción del miedo y el acto de elegir un enemigo público (como, por ejemplo, los pibes chorros) son tareas necesarias e ineludibles. En resumen, un caldo de cultivo ideal para las ambiciones de ciertos dirigentes. Por ello, lo de la consulta popular al respecto no debe ser leído como una ocurrencia descabellada.
Aun así, reflotar la cuartelización compulsiva de adolecentes en riesgo ni siquiera es un truco novedoso.
Sería injusto omitir que el pionero indiscutido de ello fue nada menos que el ex presidente provisional Eduardo Duhalde, quien en diciembre de 2009 decoró sus aspiraciones de volver al sillón de Rivadavia con su propuesta de encomendar a la comunidad castrense la tarea de "instruir a los chicos marginados". Aquella iniciativa, en su momento, impresionó gratamente a un vasto sector del espíritu público, entre ellos, algunos taxistas y no pocos comunicadores.
Pero alguien redoblaría la apuesta: el entonces diputado salteño Alfredo Olmedo. Este sujeto supo descollar en los debates parlamentarios con su fina oratoria; al respecto, se lo recuerda cuando fundamentó su oposición a la ley del matrimonio entre personas del mismo sexo con las siguientes palabras: "Tengo la mente cerrada y la cola también."
No obstante, su raíz conservadora no fue en detrimento de su espíritu mundano. Tanto es así que algunas noches se lo solía ver en el sector VIP del club nocturno Cocodrilo. Tal vez allí, inspirado por el burbujeo del champán, haya elucubrado su proyecto más audaz: el retorno al Servicio Militar Obligatorio, con la finalidad –según sus dichos– de "contribuir a la defensa nacional, brindando el esfuerzo de los jóvenes y su dedicación personal".
En ocasión de presentar la propuesta en la Cámara Baja, profundizaría su alcance con elocuencia: "Lo importante –dijo– no es qué país les dejamos a nuestros hijos, sino qué hijos le dejamos a nuestro país". Su idea terminó archivada en la Comisión de Defensa.
Lo que por aquel tiempo sí resultó aprobado en el Senado fue la media sanción de un proyecto impulsado por el bloque radical y el peronismo disidente, algunos de cuyos integrantes –los radicales mendocinos Ernesto Sanz y Laura Montero, junto con el peronista puntano Adolfo Rodríguez Saá– fueron sus arquitectos. En realidad el asunto no fue de su propia inventiva sino una versión copiada del programa que, a partir de 2005, implementó el gobernador mendocino Julio Cobos. Una experiencia que fracasó con estrépito, al registrarse en el lapso de un año y medio una deserción del 60% de los educandos. A su vez, el emprendimiento legislativo que inspiró, quedaría irremediablemente estancado en la Cámara de Diputados.
Ahora, sólo en el aspecto enunciativo, la historia se repite.
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