Nosotros queríamos hablar
Cuando Santiago se despertó, lo primero que vio fueron los ojos felinos de Pía y ese único mechón rubio en el paisaje de la almohada. Extendió la mirada hacia el ventanal que da al patio chiquito, cuadrado y verde. Sintió el aire helado y se detuvo en la estufa que combatía contra el frío del ventanal. Miró el ropero con la ropa de ambos, los libros de ella, y ahora hay que salir de su tibieza a enfrentar ese climita camino a la cocina donde lo espera la cafetera, la barra para comer, las tazas todas distintas. Hoy toca hacer el desayuno.
Lo que vino después no es algo que deba contarse.
Así que él se calzó el jogging negro, las zapatillas grises que zafaron gracias al zapatero que las dejó como nuevas, la campera roja. Pía se abrigó con su campera azul y negra, el jean, las zapatillas y una bufanda de las gruesas. Y salieron.
Cuando llegaron al Congreso se despidieron. Fue el beso de las diez y media de la mañana, que vino con el “cuidado, ¿sí?” de rigor. Ella a su trabajo. Él a la marcha contra la Ley Bases. Mientras caminaba pensó que su última canción debería haber terminado en mi mayor, que era un acorde más dramático, pero no le entraba en la melodía. Lo puso contento la cantidad de gente en la marcha. Era temprano pero la convocatoria estaba dando resultado, Tuvo un destello de alegría que disipaba las premoniciones que le entraban como nubes infaustas: había mucha gente y eso estaba bien. Así que acá vienen los abrazos y los besos a las compañeras y los compañeros.
“A la una y media de la tarde hubo algunos escarceos, gases, alguna corrida. Se veía que se iba a poner picante. Mucha policía. De todas las policías. De uniforme y de civil”. Eso le alertó el cuerpo. Se sintió en riesgo. Entonces llamó a Pía y le hizo prometer que no vendría a la plaza. Ella pensaba ir. Era su obligación y además quería estar, pero a las cuatro y media la cosa se puso brava y Santiago la volvió a llamar agitado, y atento a todos sus malos presagios le pidió de nuevo que no vaya. Ya él se estaba yendo porque la represión estaba fuerte y ella desistió, así que “yo me fui a mi casa y quedamos en que él venia y nos veíamos después”. Fue la última vez que hablaron.
El miércoles 12 de junio a las cinco y veinte de la tarde, el músico Santiago Adamo -a los treinta y ocho años de su edad- sintió por primera vez el estallido de un golpe en la espalda con tal fuerza que le nubló la vista. Inauguraba en carne propia la violencia policial de la que varias veces había hablado. Y supo ahí mismo que eso traía adentro el embrión del miedo. Lo golpearon entre cuatro. Lo ahorcaron, asfixiándolo. Lo llevaron a la rastra, tironeándolo. Lo levantaron en vilo sujetándolo del cinturón y de las piernas, y lo tiraron al suelo preguntándole con una ansiedad feroz “¿en dónde militás?" Luego, sentado en la vereda cruda, rodeado y azuzado y amenazado, decidió esconderse en la imagen de su madre, siempre en el jardín, a donde iba sólo después del quinto mate, cuando “todo se pone maravilloso”. Su madre sabe jardinería, sabe cantar, sabe sonreír y tiene la formula infalible de los cinco mates. Así que ahí se quedó, sentado, esposado, sudando, hasta que lo levantaron violentamente para subirlo al móvil policial. Pero no iría solo. Esa mula de Troya anda comiendo gente por el camino.
El larguísimo recorrido del móvil policial le trajo el recuerdo del camino de la casa de su madre al centro y se concentró en ese recorrido que podía hacer con los ojos cerrados porque ahí nada cambia. El supermercado del barrio, la ruta 8, la estación de servicio abandonada desde su niñez, la ruta 26, la estancia vieja Udaondo, los árboles eternos, la estación de tren de Del Viso que atraviesa la ruta, la forrajería, y de golpe la curva hacia la Panamericana, la casa tigrera, tan rara puesta ahí. Los puentes y la entrada a capital donde “el aire es distinto. Entrar a capital es pisar territorio hostil, con algunos aliados, pero hostil”.
A las ocho menos veinte Pía recibió el mensaje de una amiga: “detuvieron a Santi”. Ella llama a la hermana de Santiago, Lucila. Ambas tienen la misma noticia surgida ahora, entonces comienza la búsqueda, la tensión, el miedo, las respuestas de: “AquínoestánosabemosnadaseñorapreguntepuedenestarenlacomisariadeParquePatriciosoenotraenPatriciosnosabennotrajeronanadiealas8delanochelepuedeestarenlacomisariadelobeliscodeahíalaPolicíaFederalperonoestánenelsistemacargadoasiqueporahívanaMadariaga”.
“Miren, esto es así: los camiones están dando vueltas y nadie sabe dónde están". Y la desesperación impactando en las costillas.
Montadas en la angustia de las once de la noche llegaban Pía y Lucila a la comisaría de Madariaga, en el mismo momento que Santiago logra mandarle un mensaje a Pía avisándole donde está antes de que le descubran y le quiten el teléfono. Ellas estaban afuera, a dos paredes de distancia. A Santiago y a los otros detenidos los trasladarían a las dos de la mañana con una noticia: “ahora son terroristas”. Van a Marcos Paz, a donde llegan esposados, encadenados al piso de camión que los lleva escoltados entre sirenas de alerta, “lo único que recuerdo son las sirenas, un pasillo marrón, oscuro, y todo lleno de ratas. Viven entre ratas que se pasean sin problema ninguno. Ahí llegamos los “terroristas”: dos parrilleros, un cafetero, un panadero, un estudiante de kinesiología, un estudiante de historia, un músico…”
Cada quién pasó el insomnio como pudo. Pía y Lucila, con los ojos ardidos y las manos crispadas de dar vueltas sin sentido intentando adivinar. Santiago, que no cree en los auspicios de la clarividencia, se quedó con las fotos de su papá tocando la guitarra, saludando amigos, enseñándole la primera nota que “fue un la menor” y preocupado por la preocupación de su novia y su hermana y su madre.
Lo que sigue es un largo día de burocracias hechas para amedrentar ostentando poder ante los detenidos y todo aquel que “deba ser aleccionado de cómo son las cosas ahora”.
A las diez de la noche del 14 de junio, le dicen a Pía que los soltaron. Así nomás, sin decirles dónde, solo que “mire, ya los soltamos, ahora es problema suyo”. Y efectivamente los habían soltado en medio de la nada, sin plata ni abrigo, a las diez de la noche en un frio descampado que no perdonaba. Una compañera de otra asamblea los recogió hasta que llegó el rescate definitivo de los abrazos y el abrigo.
“Todo fue violento, furibundo, largo, castigador. De miedo. Y todavía hay dos en prisión. Imaginate pasar por todo eso, sólo porque nosotros queríamos hablar”.
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