Por Esteban Rodríguez Alzueta *
La Marcha de la Gorra, realizada hace unos días en Córdoba, es una marcha contra la policía, pero también contra los vecinos alertas. Si no hay olfato policial sin olfato social, eso quiere decir que detrás de la brutalidad policial está el prejuicio social. Los estigmas que cotidianamente destilan esos emprendedores morales crean condiciones de posibilidad que habilitan y legitiman a las policías a estar de manera discrecional y violenta en los barrios más pobres.
El telón de fondo de la marcha es la derogación del Código de Faltas. Sus figuras están escritas de manera ambigua (tienen más de un significado) y vaga (tienen significados imprecisos). Vaya por caso el “merodeo sospechoso”, “la prostitución molesta o escandalosa”, “los actos contra la decencia pública”, “la ebriedad molesta”. Son prácticas que ni siquiera son objeto de contralor judicial. A través de esta legislación se criminalizan las estrategias de sobrevivencia, como por ejemplo; cartonear, cuidar coches, limpiar los parabrisas de los coches, ofertar sexo en la vía pública, la venta ambulante, hacer malabarismos en las esquinas de los semáforos. Estrategias de pertenencia o expresivas: como deambular por la ciudad, pintar grafitis, usar los espacios públicos para consumo de alcohol, juntarse en las esquinas a escuchar música. Todas estas prácticas, más o menos colectivas, fueron referenciadas por el legislador como eventos problemáticos, habilitando por añadidura a las policías a actuar en consecuencia. Para el legislador demagogo, como los vecinos alertas, cada una de estas pequeñas situaciones problemáticas, si bien no son un delito, estarían creando las condiciones para que el delito tenga lugar. Por eso, prevenir el delito significa demorarse en los estilos de vida o las pautas de consumo identificados como peligrosos, como fuente de inseguridad. Esto es lo que se llama aquí y en casi todo el mundo “prevención del delito”, que luego se traducirá en “saturación policial”; “retenes policiales”; detenciones, cacheos, paseos en patrullero, traslados y demoras en las comisarías.
Según las últimas estadísticas, en la provincia de Córdoba se produjeron en 2011, 73.100 detenciones por averiguación de identidad, es decir, se llevaron a cabo 2209 detenciones cada 100.000 personas. Más de la mitad de ellas tuvo lugar en la capital. El 86 por ciento de la población objeto de estas prácticas son hombres. El 70, jóvenes menores de 35 años, y la causa que según la policía motivó su accionar fue el “merodeo”. ¿Cuál es el límite entre el paseo y el merodeo? La respuesta a esta pregunta hay que buscarla en el olfato policial. Un olfato que se nutre del prejuicio social. El olfato social es la brújula de las policías. El policía se mueve con los estigmas del vecino alerta. Un joven morocho que anda con ropa deportiva, en bicicleta playera o motito tuneada, tiene más chances de ser detenido que si es un joven blanco y anda con libros bajo el brazo. Lo vimos también en la ciudad de La Plata. A través de las detenciones por averiguación de identidad, las policías establecen una suerte de estado de sitio o toque de queda para los jóvenes de los barrios pobres. Jóvenes que no pueden salir de su barrio, que no podrán acceder al centro de la ciudad o no podrán hacerlo a determinadas horas del día.
Todas estas prácticas policiales, y las rutinas sociales que están detrás, vulneran los derechos de los jóvenes. No sólo el derecho a desplazarse, sino el derecho al acceso a la ciudad, el derecho a la libertad de expresión, el derecho a reunirse, el derecho a la identidad, el derecho a ser dejado tranquilo, a no ser molestado, el derecho a divertirse... todos estos derechos aparecen sistemáticamente violados por la discrecionalidad policial y la estigmatización social.
La Marcha de la Gorra le devuelve la risa a la protesta. Los jóvenes no están dispuestos a convertirse en el chivo expiatorio de una sociedad que canaliza sus angustias y temores difusos a través de los actores más vulnerables. Es una marcha donde caben todas las marchas. No sólo la militancia de Juez o los radicales tuvieron su lugar en esa larga columna que se extendió diez cuadras, también el kirchnerismo, la izquierda tradicional y autónoma, las ONG, los movimientos sociales, las agrupaciones estudiantiles, los sindicatos, las organizaciones de derechos humanos, familiares de víctimas contra la violencia policial, los espacios culturales, las revistas, murgas, bandas de hip hop, y un largo etcétera. La Marcha de la Gorra reúne lo que las otras marchas no pueden juntar. Es bullanguera y generosa. Llena de ruidos y colores. Cada uno puede apropiarse según su propia experiencia. Cada organización o espacio llega con su consigna, su bandera, megáfono, y ensaya su mejor representación, su canción; se pone su mejor disfraz, se pinta la cara o se la tapa. El derecho a la alegría no lleva patente de autor, pero encuentra en el colectivo de jóvenes un protagonista generoso que sabe que la violencia policial es un problema que nos atraviesa a todos, un problema urgente que merece ser abordado dejando de lado las habituales mezquindades y el internismo que nos caracteriza a todos. Sus protagonistas saben que los derechos no son regalitos de Navidad. Los derechos se conquistan, y luego, la misma movilización que hubo que poner para construirlos será necesaria para ejercerlos. Por eso, La Marcha de la Gorra será una marcha larga, que recién empieza.
* Investigador de la UNQ. Miembro del CIAJ y la Campaña Nacional contra la Violencia Institucional. Autor de Temor y control: la gestión de la inseguridad como forma de gobierno.
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