Por Ricardo Forster
¿Qué dice un nombre? ¿Qué de nuevo se guarda en el lenguaje político cuando sobre la escena de una historia desnutrida y avara con sus mejores tradiciones surge el nombre de algo otro y semejante? ¿Es acaso el advenimiento de una nominación la evidencia de una novedad? ¿Qué misterios se esconden en el interior de una palabra, cuya significación se mueve al compás de lo que cambia en una sociedad, cuando poco y nada se vislumbraba en el horizonte oscurecido por la impiedad de una época ajena a las grandes reparaciones populares, como lo fue la del último cuarto del siglo XX? ¿Qué implica que el patronímico de una persona se convierta en santo y seña de un giro fundamental en la historia de un país? ¿Qué nombramos, de qué manera y por qué cuando pronunciamos la vastedad difusa, ambigua y compleja de un nombre que viene a resignificar la realidad política y la materia simbólica con la que nos habíamos acostumbrado a decir, a pensar y a hacer lo nacional? ¿Es ese nombre continuador de otro más amplio, contradictorio y desgastado que lo precedió? ¿Es lo propio e innovador heredero o traidor de la nominación previa? ¿Puede un nombre perturbar tan intensa y decididamente el itinerario de una sociedad hasta dividirla de modo casi irreconciliable despertando demonios dormidos? Preguntas que surgen, arremolinadamente, cuando lo que intentamos descifrar es el “nombre del kirchnerismo”, su irradiación incendiaria, su potencia hermenéutica y su reconfiguración del presente y el pasado. Algo porta ese nombre que no nos deja en paz. Algo insólito para un tiempo crepuscular en el que ya no esperábamos novedades refulgentes, inspiraciones políticas capaces de sacarnos de nuestra parsimonia dominada por un pesimismo que parecía irrevocable. Como si el enigma de su pronunciación nos obligara a repensar nuestras biografías individuales y colectivas.
Cuando escribimos sobre un tiempo que es el nuestro no podemos eludir las peripecias personales –aunque lo queramos tratando de responder a ciertas exigencias académicas que nos prohíben las confesiones por extemporáneas a la rigurosidad metodológica–, los estados de ánimo que ocupaban nuestras reflexiones en momentos en los que experimentamos la brutal escisión entre la lejanía de otra época en la que nos quemamos en el fuego de la insurrección y la inmediatamente previa a la actual, la que ahora nos ocupa, en la que el lenguaje se nos escapaba a la hora de intentar establecer los lazos entre uno y otro tiempo de nuestras biografías.
La llegada imprevista de Néstor Kirchner, su silueta anacrónica que parecía querer testimoniar un ayer olvidado y sepultado, revolvió las aguas estancadas de la memoria reactualizando lo que ya no discutíamos. O, tal vez, sería mejor decir lo que buscábamos interpelar sabiendo que de lo que se trataba era de un pasado clausurado, de recuerdos gelatinosos que nos remitían a otra época del mundo. Una historia sellada, acabada, a la que sólo podíamos mentar desde la monografía académica (el más distanciado de los modos) o desde la experimentación del ensayo (escritura en la que nos atrevíamos a cruzar lo personal, lo íntimo de experiencias vividas con el balance crítico de una generación desmembrada por derrotas propias y ajenas). Lo cierto, diga lo que se diga, a favor o en contra, es que la irrupción del santacruceño desplazó las certezas termidorianas, sepultó las sensibilidades melancólicas, arrinconó los lamentos de ese ille tempore mitificado y por lo tanto alejado para siempre de los cuerpos actuales, salió a disputar con los sepultureros de ideas, ideales, biografías, sueños y utopías devastadas por la inclemencia mancomunada de la represión –entre nosotros– y el aceleramiento de un profundo y decisivo cambio civilizatorio que venía junto con derrumbes soviéticos, regresiones inverosímiles de experiencias tercermundistas convertidas en locura y muerte, crisis del marxismo, preterización de la revolución y entrada sin anestesia al capitalismo salvaje fabulosamente estetizado por el reinado absoluto de la mercancía y el consumo de masas. En ese a destiempo se instaló inopinadamente un nombre que todavía no se pronunciaba pero que ya anticipaba lo inédito por ocurrir. Nos asaltó. Nos atravesó como un rayo. De ahí en más nos impidió el acomodamiento a la certeza del fin de la historia y de la muerte de las ideologías que, entre otras cosas, permitieron acallar nuestros demonios y nuestras desgarraduras. Bajo otra luz comenzamos a ver el discurrir de las cosas.
Es cierto, o al menos eso seguimos creyendo, que las sociedades no se plantean tareas que no pueden resolver ni se saltan, como si nada, las determinaciones materiales de la historia. Eso, hasta que no se demuestre lo contrario, seguirá siendo parte de nuestro acervo conceptual (nuestro Marx dixit capaz de interpelar, como pocos, la trama profunda del capitalismo). Pero, y esto también es verosímil, de vez en cuando, muy de vez en cuando, algo se quiebra en el interior de un sistema acostumbrado a la repetición. Algo del orden de la sorpresa viene a conmover lo establecido conjugándose con la aparición de aquellos rasgos que, desde Maquiavelo a Hegel, se han pensado bajo la idea de una voluntad capaz de presionar sobre la escena de la realidad invirtiendo el devenir de las cosas. Una ruptura. El surgimiento de una firma que, en el inicio, apenas si alcanza a garabatear su nombre sin que todavía sea posible volverlo plenamente inteligible para una sociedad que permanece entre lo antiguo –que sigue impregnando su sentido común y la trama central de su subjetividad– y lo nuevo –neblinosa experiencia que busca algún nombre que la pueda nombrar mientras las cosas dejan de ser lo que eran sin acabar de asumir los rasgos de la novedad que portan–. El 25 de mayo de 2003, sin que nadie alcanzase a vislumbrar lo que se estaba desencadenando, las palabras impensadas de un discurso también inopinado dibujaron en el clima de la época una ráfaga de aire puro capaz de producir sensaciones extrañas y encontradas. Una apertura hacia otra manera de ver la realidad que, en ese comienzo, no alcanzaba a permitirnos la claridad suficiente como para proyectar con alguna certeza el hacia dónde de ese discurso que delineaba lo que aún parecía un nombre impronunciable.
Un nombre de resonancias políticas comienza a sonar cuando algo distinto hiende la estructura de una realidad que, hasta ese momento de la emergencia, se movía por otros andariveles; cuando la repetición es interrumpida por aquello que dice provenir de algo conocido pero que, al mismo tiempo, porta algo de insólito y de novedoso. Como si ese nombre pronunciado con cautela en un principio guardase, en su interior, promesas impensadas el día anterior. No hay nombre político con aspiraciones provocadoras que pueda imaginarse sin ese golpe de efecto. ¿Sabía acaso Kirchner lo que su nombre iba a desencadenar? ¿Imaginaba esa dialéctica de novedad y de retorno que provocaría su lanzarse al ruedo de la intervención pública? ¿Había margen, todavía, para apropiarse de una tradición tan lastimada por las fatalidades de la historia como lo era, hasta ese momento, el peronismo y, sobre todo, su herencia popular, nacional y hasta de izquierda de la que provenía el personaje inesperado que venía del sur profundo? ¿Pero, y de eso se trataba sin que se pudiera ser especialmente optimista, imprimiéndole un giro sorprendente en su capacidad para no quedar aprisionado en la melancólica restauración de lo imposible de ser restaurado? Bajo el nombre de kirchnerismo muchas de esas cosas se han puesto en juego.
Nada ha permanecido igual a lo que era el día previo a la asunción del santacruceño. Para muchos ese nombre difícil de pronunciar abrió el horizonte de un país que se había extraviado en su noche más profunda; les devolvió una creencia, un sentido político, un rumor de afectos y fraternidades que ya no imaginaban circulando por su cotidianidad; les permitió dialogar de otro modo con sus ausencias y con sus posibilidades de transformación de la realidad. Renovó sus indagaciones teóricas contaminándolas con las nuevas e inesperadas demandas de la intervención política. Para otros, ese nombre se convirtió en un enigma y en un problema. Algo en él les resultó, desde el inicio, indigerible e insoportable, como si viniese a desplazar el lugar que venían ocupando a la hora de hablar de lo guardado en la memoria, de todo aquello que representaba sus luchas y sus ilusiones; un nombre del engaño y la impostura que intentaba quedarse con las tradiciones populares y emancipatorias desconociendo a sus verdaderos guardianes. Preferían la transparencia del menemismo al desafío de un nombre que los tomó desprevenidos y al que nunca lograron descifrar porque no pudieron sustraerse al prejuicio con el que lo recibieron.
Quedaron, también, aquellos otros que simplemente descargaron todas las baterías del rencor de clase contra una experiencia que los retrotraía a épocas que nunca imaginaron volver a vivir. Como si hubieran estado en una cápsula del tiempo y, de un día para otro, atravesando décadas, como sostuvo con ingenio irónico el artista plástico Daniel Santoro, salieron de ella con la misma estructura mental con la que rechazaron, criticaron y voltearon con odio furibundo al primer peronismo. Cuando un nombre, en este caso el del kirchnerismo, provoca estas reacciones es porque algo importante viene a proponerle a la sociedad. Pero también porque eso importante le resultará insoportable a una parte de esa misma sociedad. Pregunta inquietante: ¿qué sucede cuando esa pronunciación se adelanta a los deseos de esa sociedad, cuando se interna por caminos sinuosos que le exigen, a los habitantes del nuevo tiempo, adaptarse a lo que no soñaron que les iba a ocurrir? ¿Puede ese nombre, inclinado hacia el gesto jacobino, ese que irrumpe sin lo previo y sin pedir permiso, encontrar el reconocimiento de una sociedad que no lo había previsto? Sólo las experiencias políticas portadoras de la fuerza de la historia son capaces de despertar estados de ánimo exaltados. Ellas reinstalan pasiones olvidadas colocándolas, de nuevo, en el centro de la escena.
Pocas experiencias políticas, escasos nombres propios, han tenido la impronta de impregnar tan densamente el escenario de un país volviendo imposible la neutralidad valorativa y la huida hacia refugios impermeables a la demanda de una realidad relampagueante y tormentosa. Un nombre venido de latitudes sureñas, difícil para pronunciar, alejado de las grandes lenguas migratorias que configuraron aquellos otros nombres de nuestras grandes tradiciones políticas e intelectuales. Un nombre cuya resonancia había que inventar y que se iría desplegando al calor de las demandas de una sociedad en estado de intemperie que balbuceaba, sin aún entender, lo que ese nombre comenzaba a significar.
¿Qué espectros revoloteaban a su alrededor? ¿Qué memorias rapiñadas por la implacabilidad del poder regresaban junto con su pronunciación dubitativa? ¿Qué escrituras, nuevas y antiguas, vendrían o no a nutrirlo de un relato capaz de instalarlo en el derrotero de la historia argentina? ¿La significación de su nombre le viene del bando de sus adversarios o de algunos de sus seguidores? Lo inesperado de un discurso inaugural, sus sorprendentes giros narrativos, su vindicación generacional, su apelación a ideales sepultados por la barbarie represiva, la reposición de palabras olvidadas o saqueadas, conmovió nuestra capacidad de escucha. ¿Qué honduras de la memoria y qué trivialidades del poder se esconden en el interior de ese nombre que ha venido marcando a fuego nuestras vidas en la última década? ¿A dónde nos lleva? Algo sabemos: no hay novedad ni ruptura sin la aparición de algunas palabras y de ciertos nombres que nos obliguen a decir de otro modo lo que nos acontece. ¿Es acaso esa “novedad” la que irradia el nombre del kirchnerismo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario