Por Juan Sasturain
Para Walter Cazenave,
que conoce los sentidos del agua
que conoce los sentidos del agua
Hasta no hace mucho, dicen las crónicas, había una viejita en la zona del río Barrancas, en el límite entre Mendoza y Neuquén, que se acordaba. Porque cuando se desató el desastre –hace hoy exactamente un siglo, el 29 de diciembre de 1914– ella, Avelina Canale, tenía seis años y vio saltar el agua y las piedras y llevarse todo. Murió con 104 y todavía, entre otras cosas, repetía con rencor el nombre de un tal Becaria, el que tenía que controlar el nivel y avisar si subía demasiado. Y parece que el hombre no avisó, no estaba, se había ido a emborrachar a Malargüe o algo así. Siempre hay pequeñas historias trágicas, anécdotas devenidas leyenda en el origen de las catástrofes. Y ésta lo fue, una de las peores de las que se tenga memoria: la rotura del dique natural de la laguna Cari Lauquén y el ulterior aluvión que devastó las costas del Colorado.
Lo que debe haber sido eso. De pronto, tras un invierno del catorce de mucha nieve y una primavera hinchada de deshielos, reventó, allá arriba, en la precordillera, el dique natural que desde hacía más de dos mil años –dicen los precisos geólogos– contenía las aguas de la laguna Cari Lauquén. Esta belleza se había formado precisamente por entonces, cuando parte de la ladera del cerro Pelan se derrumbó transversalmente sobre el curso de un Barrancas que todavía no sabía su nombre y lo obturó, lo endicó –así se dice– embalsando su cauce e inventando hacia arriba una ominosa palangana de borde irregular de más de veinte kilómetros de agua verde (eso quiere decir “Cari Lauquen” en el idioma de los originarios que la disfrutaron) que desde entonces estuvo allí, a más de mil metros sobre el nivel del mar, como un balde dispuesto a verterse al menor desequilibrio. Se tomó veinte siglos, pero un día lo hizo.
Hay que ver los números, que dan miedo incluso –o sobre todo– ahora. Cuando el dique natural se rajó, en la tarde del 29, y la columna de agua creciente de casi cien metros de alto que presionaba se abrió una brecha de 250 metros, comenzó a verterse en el cauce del habitualmente medido Barrancas un torrente que arrastraba rocas y todo lo que pudiera ser movido y removido por la bestialidad de 2800 millones de metros cúbicos de agua (sic) en vertiginoso movimiento, cuesta abajo y de oeste a este.
Calculemos, imaginemos: el nivel de la laguna bajó, casi hasta desagotarse del todo, 95 metros; el viaje del agua desatada buscando el mar –primero algunos cientos de kilómetros a través del encauzado Barrancas, después los mil quinientos del generoso y abierto Colorado hasta su desembocadura– duró una semana larga y no empezó a remitir hasta mediados de enero del quince. Para entonces, la devastación que había dejado atrás era incalculable.
El aluvión –mucho más que una creciente simple– se llevó puesto todo lo que había y la prensa señala: gente, comisarías, poblados enteros, estancias, cultivos, ganado, fauna natural, telégrafo, estaciones y kilómetros y kilómetros de ferrocarril. Pero se llevó, sobre todo –y esto no aparece en los partes– años de trabajo y de futuro en una zona en que, históricamente, nada se dio jamás sin esfuerzo y constancia en el trabajo duro. Eso es lo que subraya hoy y siempre la gente de Fundación Chadileuvú, dedicada a la defensa de los siempre amenazados recursos hídricos pampeanos. De ahí el sentido de la recordación de este aniversario, por eso la información –un detallado artículo del profesor Emilio González Díaz que utilizo de fuente primordial en este caso– que pone el suceso en su verdadero lugar y dimensión. Quiero decir: también nosotros tuvimos nuestro ominoso tsunami. Y hubo quienes jamás remontaron sus consecuencias.
Por eso es que, como nunca antes ni después, en aquellos últimos días del movidísimo 1914, el lejano Colorado estuvo tanto tiempo en las penosas noticias y en las columnas de los desatentos diarios capitalinos. Compitió incluso con La Gran Guerra. Raro destino. Porque este bello río Colorado nuestro nunca tuvo, como el del Norte, un cañón famoso que lo encajonara, ni un compositor efectista y efectivo como Ferde Gofré para que le hiciera una suite, ni un Hollywood dispuesto a fotografiarlo seguido y en colores, postal de recién casados. Nada de eso para el austero y austral Colorado –hermoso nombre– que ha de tener, eso sí, su loncomeo o su cordillerana que lo evoque y celebre en la lengua que siempre entendió y le hablaron a dos orillas.
Nacido de otros menores en las laderas orientales de la Cordillera, el Colorado es de algún modo la arruga horizontal que señala el extremo norte de la Patagonia, ya que entra en el llano desértico marcando el límite entre La Pampa y Río Negro, y atraviesa sobre todo soledades y más soledades de oeste a este hasta dar, con un tardío delta bonaerense, en el mar, bastante arriba de Patagones.
Si uno mira hoy el mapa y busca la laguna del estallido original –reducida a la mitad de lo que era en el momento en que se vació, de prepo y sin aviso– y sigue el recorrido río abajo, habrá faltantes en las orillas, encontrará otros parajes y otros nombres que los que figuran en las crónicas de la época. Es que algunos directamente desaparecieron. La altura que alcanzó el agua es difícil de concebir sin estremecerse. Acompañemos los números, imaginemos.
En el origen, en lugar casi deshabitado, el torrente corrió a más de 32 metros por encima de su cauce habitual, y cuando a las ocho de la noche pasó por el pueblo de Barrancas –no quedó nada, hoy está en otro emplazamiento– el nivel era aún de 17 metros por encima, y cuando destruyó la Estancia Santa Margarita y mató a todos sus pobladores sobrepasaba los nueve metros. Al clarear el día 30 el nivel estaba aún cinco metros arriba. Por la Colonia 25 de Mayo, una de las poblaciones importantes ya entonces, pasó a las dos de la tarde del 30 de diciembre y de ahí sí hay cifras precisas y espantosas: 110 muertos y 58 desaparecidos, y hubo 60 desaparecidos más ahí nomás, en Catriel. Para el 3 de enero, en Pichi Mahuida, bastante más abajo ya, las vías del ferrocarril quedaron bajo tres metros y medio de agua, y entre esta localidad y Fortín Uno desaparecieron los postes del telégrafo, tapados por el agua. Y ya en Fortín Mercedes y alrededores –zona de bajos bonaerenses: Pradere, Pedro Luro, Asacasubi– con el año nuevo el Colorado se desparramó a placer, llegando a las cinco leguas –más de veinte kilómetros– de ancho: un mar poco antes del mar.
El galés Arthur Coleman, que tenía por entonces responsabilidades directivas en del Ferro Carril Sud, con sede en Bahía Blanca, ha dejado en sus memorias testimonio de esas horas y esos días de épica pelea por llegar al lugar, ayudar y mantenerse sobre los rieles. Todo muy difícil. Mandó un tren con más de veinte vagones con personal y con botes. Los terraplenes se hundían, los vagones se iban de costado, no había mucho que hacer. Se perdieron 140 kilómetros de vías. El puente de fierro que unía río Colorado y Buena Bajada –una en cada orilla del río– no aguantó. Fue difícil la evacuación, terminaron en los techos de la estación, viendo pasar las raudas aguas achocolatadas, los animales muertos, los árboles arrancados de cuajo.
Y así todo. El balance siempre provisorio habla de 186 muertos identificados y unos trescientos en total, con los desaparecidos que nunca faltan. La lista de nombres de los partes es conmovedora: familias enteras, chicos... De lo económico, mejor no hay que hablar. Además de los destrozos urbanos y medios/vías de comunicación y la pérdida del ganado, una laboriosa agricultura incipiente se perdió, en apenas un puñado de horas de pesadilla.
Cuando uno piensa/escribe sobre estas u otras cosas, lo que se dispara en el auditorio es imprevisible. O no tanto, de acuerdo con los tiempos: se podría (habría que) hacer la película del Aluvión del Colorado. En 3D, con efectos digitales, que ahora no son tan caros. Acá hay incluso quien la haga, tenemos nivel de producción, o se coproduce y listo. Con un par de figuras. Y de paso se muestra el país, nos pone en el mapa.
Por favor: no todo lo que sucedió lo hizo para convertirse en espectáculo. Hay otras tantas cosas por hacer y saber. Por lo pronto: hace un siglo se desbocó el Colorado. ¿Cuántos saben hoy dónde queda?
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