Por Ailín Bullentini
“No, no, nada. Mejor no.” Palabras más, palabras menos, la idea de los habitantes de Olavarría es la misma cuando se los consulta sobre lo que ocurrió en la ciudad durante la última dictadura cívico-militar. No porque no hayan sabido de nada en aquellos tiempos ni sepan hoy el terror desatado entonces, sino porque “mejor no” hablar de eso, pese a “la pequeña revolución” desatada en el pueblo a partir de que Ignacio Hurban confirmó que es también Guido Montoya Carlotto. “Ciudad milica”, “ciudad careta”, la definen desde diferentes esquinas antes de justificar el silencio que se tendió durante décadas sobre crímenes de lesa humanidad que “aquí sucedieron como en todo el país”. La tranquilidad de un silencio elegido tal vez más por comodidad que por ideología se rompió cuando el pueblo cementero se convirtió en el destino del bebé que le arrebataron a Laura Carlotto sólo unas horas después de su nacimiento, y entonces, algunas fichas ya no encajan.
“Dudas hay muchas y las hubo siempre, pero cuando sucede algo con un golpe de efecto tan importante como lo de Ignacio Guido se revive la cuestión, las consultas, los rumores”, advierte Carmelo Vinci, ex detenido desaparecido, víctima del centro clandestino local de Monte Peloni e integrante de la Comisión por la Memoria de la ciudad, depósito de sospechas, versiones sobre implicancias civiles y posibles casos similares a los del nieto de Carlotto.
La meca del cemento
El aire es espeso en Olavarría, un pueblo de calles anchas y prolijas, de techos bajos, verjas modestas y ritmo cansino. Despierta temprano y entonces es el género femenino el que gana las veredas, el silencio invade las siestas, cuando todo parece entrar en una pausa que dura hasta que el sol ya pega la vuelta. Entonces, son los hombres los que asoman a la vida en común: vuelta a la plaza central, café o vermú en las confiterías de moda, cena entre amigos después de “pasar la jornada laboral”. Se trata de una ciudad chica, pero quizá de las más imponentes de la zona céntrica del territorio bonaerense. Tal vez heredó la prepotencia de sus épocas doradas de canteras relucientes, cuando debido a la presencia de Loma Negra, Ladrillos Olavarría (Losa) y Fabi, fábricas ceramistas y relativos el municipio rozaba el pleno empleo. De aquello quedan sólo carteles y planteles reducidos.
Las cifras las ofrece Juan Weisz, cuyos viejos fueron desaparecidos y se crió en la ciudad de Ignacio Guido con sus padrinos: cerca de 2000 obreros vivían de esas fábricas, antes de que “la reestructuración industrial, la aplicación de la tecnología y el neoliberalismo redujera todo a cenizas”. La pujante Olavarría fue, suma Vinci, caldo de una militancia de base “interesante”. “Eramos peronistas y simpatizábamos con Montoneros”, avisa. Pero Olavarría también fue escenario militar. Es la ciudad base del área militar 124 y en donde hubo más desaparecidos de todo el centro bonaerense. Hasta ahora se contabilizan 28 olavarrienses víctimas del terrorismo de Estado durante la última dictadura cívico militar. Algunos de ellos pasaron por Monte Peloni, otros fueron a la localidad vecina de Las Flores. La Plata también fue destino.
“Durante aquella época mandaron a detener a laburantes que protestaban, que reclamaban. Incluso a algunos que no eran delegados ni nada. Llamó al Ejército para que interviniera en un conflicto que era chiquito, así que la fábrica fue cómplice.” Vinci se vale de ese episodio en Loma Negra, que tuvo a la dueña de la compañía Amalia Fortabat como protagonista ligada al Ejército, para generalizar la situación que se experimentó en las principales empresas durante el advenimiento del terrorismo de Estado. “La actitud de acudir al Ejército para marcar laburantes, advertirles del poder, limitar sus reclamos, fue común a otras empresas. En FABI gracias a la insistencia de un gerente que se creía dueño de la empresa, un grupo de trabajadores fueron detenidos y torturados en diferentes comisarías, a algunos los llevaron a Monte Peloni. En LOSA (Ladrillos Olavarría) pasó igual”, puntualiza. En Loma Negra, además, se debe recordar el asesinato del abogado laboralista Carlos Moreno.
Luego de permanecer un breve aunque indefinido tiempo secuestrado junto a sus padres, que pasaron por el Banco y El Olimpo y permanecen desaparecidos, Juan Weisz fue entregado a sus tíos maternos, que lo criaron en Olavarría. Allí, desde hace casi una década, coordina la Librería Insurgente. En realidad, la antigua “casa chorizo” que conserva originales las baldosas del pasillo de entrada y algunos detalles de hierro en su fachada y abraza exposiciones de artistas locales, ofrece una sala de teatro y un área de actividades recreativas para los olavarrienses más pequeños, dejó de ser una librería para convertirse en un espacio cultural: “Un lugar hecho por los trabajadores de la cultura para los trabajadores de la cultura”, presenta el joven, que reparte su militancia entre ese sitio y el Movimiento Antirrepresivo de Olavarría. Quizá por esa manera de entender la realidad, describe a su ciudad “de crianza” como un “lugar violento y de mucha impunidad” y se empecina en unir el hoy con ese ayer que la recuperación de la identidad de Ignacio Guido puso a flor de piel.
“Es violenta por la desigualdad en la que se vive, por la falta de laburo o el laburo precarizado: el destino de los jóvenes que buscan trabajo es el ser penitenciario, ser policía o ser obrero precarizado, la división de clase es hoy más descarnada que hace 40 años, la discriminación hacia los pibes de los barrios es muy fuerte, pero además, es una sociedad que se bancó mucha impunidad y esto tiene que tener un cierre”, considera, un hueco que comparten tanto los crímenes de la última dictadura como “los que todos los días cometen las fuerzas represivas acá”.
Para Weisz, tanto la noticia de Ignacio Guido como el juicio que comenzará en septiembre por los crímenes cometidos en Monte Peloni funcionarán como catalizador, junto con un proceso que él ubica a la par: el mismo día que arranca el juicio por el centro clandestino la Justicia comenzará a juzgar a cinco policías por torturar a un obrero, Diego González, en la comisaría de Olavarría. “Ambos juicios ayudarán a cicatrizar las heridas de impunidad que tiene la ciudad porque en ambos se darán a conocer historias que estaban tapadas. De un lado, nombres de militares y de integrantes de familias de bien que estuvieron involucrados en la dictadura, lo que es importante porque ¿qué hay si al lado nuestro hay otro u otra como Ignacio Guido? ¿Qué si hay otro como Aguilar?”, se pregunta y continúa: “Del otro, la historia de los que sufren a diario, que tenderán un puente entre la impunidad de ayer y la de hoy. Es necesario curar todo eso”.
La burguesía
“Son cajetillas, siempre quisieron volar más alto que el resto en esta ciudad”, coinciden dos hombres que disfrutan de la caída del sol en la plaza del pueblo, un pulmón de añejos árboles y algunos juegos infantiles que mira, como toda plaza citadina, a la catedral y a la municipalidad. Los hombres prefieren el anonimato como condición para hablar de la clase tradicional de la ciudad. Coinciden con otros testimonios recogidos allí en los integrantes de ese grupo selecto que no se modifica con el paso de los años: los Aguilar, los Mozotegui (apellido de la esposa del jinetero), los Fassina (primos de los Mozotegui). Los conocen, recitan de memoria sus relaciones filiatorias, señalan con los brazos extendidos y algunas directivas de giros y esquinas el domicilio de cada uno de sus integrantes, pero cuando se les consulta por la relación de estas personas, como el caso de Carlos Francisco “Pancho” Aguilar, con los militares, la certeza se esconde detrás de la prudencia, que no desaparece pese a la última exposición pública.
“A pesar de que vivimos en un clima de absoluta libertad, con condiciones de decir lo que uno quiera, la gente no quiere hablar de esos temas”, advierte Vinci quien, desde su lugar, ofrece algunos indicios para comprender quién se codeaba con quién en Olavarría, quién defendía a quién o quiénes no se soportaban. “Más que la parte industrial, era la burguesía la que tenía una relación más fluida con los militares locales. Porque Amalita volaba más alto, ella andaba en Buenos Aires. De hecho fueron apellidos reconocidos en la ciudad los que figuraron en aquella famosa solicitada en apoyo al coronel Ignacio Verdura, jefe de base militar y del centro clandestino de detención Monte Peloni, que circuló por todos los diarios”, recuerda el militante por los derechos humanos. “Los milicos eran la atracción preferida de la clase alta. En todas las fiestas estaban invitados, eran como soldaditos que se coleccionaban entre los contactos con valor”, confiesa un poblador nativo. Alcurnia y fajina se codeaban en el Casino de Oficiales que funcionaba frente a la Municipalidad y hoy descansa bajo el supermercado del pueblo, o el bar Cero Cero, establecido frente a la plaza principal del que Pancho Aguilar era férreo habitué. Allí, hoy funciona un restaurante que no corrió la misma suerte: los chalecos de polar “verdesoja”, las pañoletas camiseras y los pantalones elegante sport migraron para otros locales, como el exclusivo restaurante Torcuato, que funciona de la mañana a la noche a una cuadra de la plaza. El Club Estudiantes es el epicentro de reunión cajetilla que sobrevivió.
“Julio Pagano pertenecía a ese círculo selecto de amigos”, señala Vinci. El y su familia son los fundadores y aún dueños del diario local El Popular que “jugó con la dictadura”, más allá de la presencia de algún que otro periodista que se hacía cargo de manera personal de su apoyo a la represión, como Octavio Fisner Oliva, Ofo para los amigos; Verde Oliva para los enemigos. El opinólogo integró la redacción hasta entrada la década del ’90.
“Ahora empiezan a aparecer cosas y nos ponemos a atar cabos. Por ejemplo, un hombre que fue chofer de Verdura murió asfixiado con la novia adentro de su auto. La familia duda, pero ¿y? El no te metás pesa”, apunta Vinci. Algunos cabos, sin embargo, se atan solos: César Mozotegui, primo de la esposa de Aguilar, es uno de los testigos convocados por Omar “Pájaro” Ferreira, uno de los imputados, junto a Verdura y otros represores que actuaron en El Monte, como le dicen al centro clandestino los que llevan en la piel su paso por allí, por los crímenes allí cometidos.
Aguilar
“Dicen que era un borrachín, un vago, un canchero”, se escudan en el “dicen” algunos que probablemente hayan confirmado con ojos propios tales características del “jinete” Aguilar, que salvó su campo, aquel en el que trabajaron toda su vida los padres de crianza de Ignacio Guido Montoya Carlotto de la quiebra cuando descubrió que estaba sobre una cantera de piedra lista para explotar. “Un tipo con mucha suerte. Heredó todo del padre y se salvó sin laburar”, suman otros.
Por su ya conocida actividad con los caballos “entraba y salía del cuartel como si fuera a su casa”, confirma Vinci, lo que ya es información sabida por los medios durante la últimas semanas. Aguilar falleció en marzo pasado, pero su esposa continúa habitando la casa en la que la familia siempre vivió. Al timbre, no obstante, no responde. “La señora está enferma y los hijos –Jerónimo y Francisco– no quieren que hable con nadie”, confirmó a Página/12 la empleada que la cuida durante el día y que, por esta última semana funcionó de “filtro” de la prensa. La casona de los Aguilar, de paredes rosadas que el tiempo descascara sin pausa, baja algunos niveles a la familia de la alta alcurnia en la que los rumores pueblerinos la ubican.
Las organizaciones de derechos humanos avanzan en la reconstrucción de posibles líneas de hechos –ya sea la que trajo a Ignacio Guido a Olavarría como las que puedan nacer de otros probables casos – a medida que los datos van saliendo de las bocas de los vecinos, que suelen guardar como en cuevas. “La confirmación de que era Aguilar quien estaba sospechado de haber entregado a Ignacio Guido la tuvimos a la noche de aquel día en que todos nos enteramos de la recuperación, cuando estábamos festejando. Lo mismo sucedió con Salcerini (el esposo de la prima de Susana Mozotegui, la esposa de Aguilar): recién ahí, por datos que sabía uno u otro supimos de la relación familiar que unía a ambos, que Salcerini además tenía un cuñado que tenía contacto con La Plata. Son datos que aparecieron recién entonces, que deben ser probados”, reconoció Vinci.
¿Vínculos entre La Plata y Olavarría? De inmediato, el miembro de la Comisión por la Memoria local puede citar un dato que, por estos tiempos, basta para justificar sospechas. A José Alfredo Pareja, un militante local, lo secuestraron en Olavarría durante la persecución del golpe y, según testigos, luego de pasar por el cuartel de la ciudad, estuvo en La Cacha, centro clandestino de detención destino de Laura Carlotto. “Si existió el canal entre Olavarría y La Cacha de ida, también lo hubo de vuelta.” El eslabón que une ambos sitios es el perdido.
El integrante de la Comisión por la Memoria de Olavarría confirma que en el organismo han recibido datos sobre casos similares a los del nieto restituido 114 y sobre participación de personas en crímenes de lesa humanidad, y que esas consultas aumentaron tras el episodio de la restitución de la identidad al bebé que Laura Carlotto parió en cautiverio en junio de 1978.
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