Proclaman un default que en realidad es una interrupción de cobros decidida por la justicia de EE UU.
Un coro de alcahuetes anda por el mundo repitiendo con inocultable alegría que la Argentina entró nuevamente en default. Lo sostienen obviamente algunas calificadoras de riesgo, que tienen intereses imbricados con los acreedores. Pero lo peor es que buena parte de los corifeos son argentinos. No ensayan la sonrisa gardeliana con la cual Adolfo Rodríguez Saá proclamó en diciembre de 2001 la cesación de pagos ante la Asamblea Legislativa, sino un aire victorioso por ver en apuros al gobierno que odian.
En los '90, ponderaron las políticas que llevaron al país a la bancarrota y elogiaron luego los malabares financieros que le costaron al país 55 mil millones de dólares, además de años de atraso y dolor. Jamás alertaron sobre el desbarajuste.
No les avisaron entonces a los ahorristas, ni al pueblo en general, que se cortaba la cadena de la bicicleta financiera; esa que el país pedaleaba desde la dictadura militar.Sin embargo, ahora advierten catastróficamente que se viene el mundo abajo con muchísimas menos evidencias. Apoyaron cualquier tipo de tropelía financiera en el pasado, pero ahora se oponen al esfuerzo del gobierno por defender los intereses nacionales. Y proclaman eufóricos el default, porque ven en él un castigo del mundo financiero al modelo político-económico que sacó los pies del plato y al cual detestan ideológicamente. Siempre apostaron a un país para pocos y reclaman que truene el escarmiento contra el intento de un desarrollo relativamente autónomo, con inclusión social.
Muchos de los cacareadores del default ni siquiera reparan en que están serruchando la rama del árbol sobre la cual están sentados. Son capaces de pagar el precio de un porrazo con tal de condenar al populismo que odian. No distinguen entre nación y gobierno.
Acusan al kirchnerismo de haber llegado a esto que llaman default por un "capricho ideológico", como si los cuestionamientos que realizan desde posiciones ultraconservadores en defensa del statu quo mundial no fueran ideológicos.
Proteger el interés nacional les parece "un capricho", pero nunca criticaron el suicidio del endeudamiento de los '90, ni la "tozudez" de la convertibilidad solventada con crédito externo.
Algunos de los alegres críticos de hoy ni siquiera tienen un interés directo en el default, ya que simplemente son amanuenses o empleados de los intereses que realmente pueden sacar tajada. Otros ciudadanos de a pie, menos avisados, son víctimas del repiqueteo mediático que grita "default" como si fuera un gol. Unos y otros son los patos.
Es lógico que las calificadoras de riesgo que trabajan para los acreedores sostengan que hay default y condenen a las autoridades argentinas. De ese modo pueden gatillar el seguro.
Pero sólo el odio ideológico o la deshonestidad intelectual puede obnubilar a un argentino de a pie que no vea que la Argentina pagó. Que se comprometió a depositar las cuotas de su deuda en un banco y lo hizo, pero un juez de los Estados Unidos decidió bloquear la transacción. Hasta ahora, default era no pagar; a partir de ahora parece que también será default que la justicia impida que esos fondos lleguen a los acreedores. No hay cesación de pagos, sino interrupción de cobro.
En realidad, el "griesfault" es una situación inédita que aún no tiene una palabra convencional que la defina.
El ministro de Economía del Brasil, Guido Mantega, prefiere describir a la situación como una "impasse". No es el único que sostiene que el default se plantea cuando un deudor declara que no pagará porque no quiere o porque no puede, pero no puede ser decretado por un juez de los Estados Unidos.
De todos modos, el "griesfault" es un chirinada al lado de la cesación de pagos de 2001 por unos 100 mil millones de dólares. Los temerosos que quieren pagar a toda costa no tienen en cuenta que la Argentina ya le demostró al mundo que hay vida tras un default en serio, como lo fue el de 2001.
Desde entonces hasta hoy, el país casi duplicó su PBI, lo cual implica decir que bajo el signo del default, sin apelar a préstamos internacionales, la economía nacional creció como nunca.
Aquella nación estaba en bancarrota. Con las reservas en un nivel misérrimo, la deuda equivalente a un 150% del PBI, los pagos del Megacanje y el Blindaje amontonándose en las ventanillas de cobro, la desocupación en un 25% y la pobreza en un 50%, el país estaba de rodillas.
La situación actual no tiene nada que ver con esa época desesperanzada: la Argentina posee reservas por unos 30 mil millones de dólares, genera exportaciones cuatro veces superiores a las de entonces y su población posee un poder adquisitivo que mantiene al mercado interno, pese a la caída de los últimos meses.
La situación en la que un fallo absurdo metió al país no es para celebrar, pero tampoco para entregar el esfuerzo argentino de once años a cambio de una buena nota de las calificadoras y las pitonisas globales. Con José Alfredo Martínez de Hoz, el mundo financiero elogiaba la marcha económica al tiempo que el país se hipotecaba. No siempre es bueno que elogien los de afuera.
Hoy el país está fuera de los mercados internacionales y no tiene necesidad imperiosa de acudir al crédito externo.
Es cierto que el gobierno venía haciendo esfuerzos por regularizar totalmente la deuda que cayó en default en 2001. Arregló con las empresas extranjeras que litigaron en el Ciadi, con Repsol y con el Club de París. Sólo faltaba un acuerdo con los buitres para que Cristina Fernández se retirara el año próximo con la satisfacción de entregar el país con toda la deuda reprogramada.
Un acuerdo total hubiera permitido que el país accediera a financiación internacional para solventar obras de infraestructura, lo cual puede demorarse ahora hasta que en diciembre venza la cláusula de tratamiento igualitario. En el peor de los casos, habrá una impasse de cinco meses en lo cuales el mundo seguirá andando.
Quienes se muestran ahora exultantes por el problema planteado por los buitres con el apoyo del juez Thomas Griesa, ni siquiera toman en cuenta que, en realidad, el problema se trasladará al próximo gobierno, que seguramente tendrá mayor afinidad con las ideas de los críticos de hoy. Están tan resentidos por los once años de populismo que debieron tragar que ni siquiera advierten que el próximo presidente, que cargará con el problema, será muy probablemente tan conservador como ellos.
En sus últimos discursos Cristina Fernández dejó en claro que juega para la posteridad. Dijo que por más que la presionen no firmara "cualquier cosa" porque no quiere pasar a la historia del modo que lo hicieron los responsables del Megacanje y el Blindaje.
No tiene posibilidad de transferir sus votos a un candidato propio que dispute con posibilidades las Primarias Abiertas y la elección general de 2015. Sólo le resta aspirar a un fallo favorable de la historia. Y para ello piensa en seguir dinamizando el consumo interno y preservando el empleo, que sufrió un impacto tras la devaluación y la menor actividad de la economía brasileña. En realidad, los problemas son los mismos que antes de que Griesa produjera su dislate.
Infonews
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