domingo, 1 de diciembre de 2013
El kirchnerismo como politización de la historia Por Ricardo Forster
“El giro copernicano en la visión histórica es este: se tomó por punto fijo ‘lo que ha sido’, se vio el presente esforzándose tentativamente por dirigir el conocimiento hasta ese punto estable. Pero ahora debe invertirse esa relación, lo que ha sido debe llegar a ser vuelco dialéctico, irrupción de la conciencia despierta. La política obtiene el primado sobre la historia. Los hechos pasan a ser lo que ahora mismo nos sobrevino, constatarlos es la tarea del recuerdo. Y en efecto, el despertar es la instancia ejemplar del recordar: el caso en el que conseguimos recordar lo más cercano, lo más banal, lo que está más próximo. Lo que quiere decir Proust cuando reordena mentalmente los muebles de la duermevela matinal, lo que conoce Bloch como la oscuridad del instante vivido, no es distinto de lo que aquí, en el nivel de lo histórico, y colectivamente, debe ser asegurado. Hay un saber-aún-no-consciente de lo que ha sido, y su afloramiento tiene la estructura del despertar”. W. Benjamin, Libro de los Pasajes
La política del presente, la que inició su recorrido en mayo de 2003, expresada en un nombre –el del kirchnerismo– capaz de inaugurar un viaje a dos puntas: hacia las comarcas del pasado revitalizando lo que había sido convertido en pieza de museo o en itinerario erudito por tierras cuya lejanía las acaba haciendo inalcanzables para un presente incapaz de cuestionar su actualidad interrogando críticamente a la historia. Y hacia una inevitable reapropiación del presente como tiempo desde el cual inventar, de otro modo, la doble relación con el pasado y el futuro e, incluso, abriendo el debate sobre el peronismo y sus improntas actuales. Un debate que no sólo deberá dar cuenta de su larga y abigarrada travesía por la historia sino, también y centralmente, de su continuidad bajo otra experiencia que le ha conferido, de eso nadie tiene dudas, una nueva oportunidad. Un extraño rescate que, desde el presente, le devuelve al peronismo una intensidad política que parecía definitivamente perdida. Sabemos, con Benjamin, que le toca a la generación actual redimir a las generaciones que sufrieron en el pasado la opresión y la derrota. Tal vez el peronismo ha encontrado en lo inaugurado por Néstor Kirchner la posibilidad de su propia redención.
Porque eso es también el kirchnerismo: un cuestionamiento radical de un presente abroquelado que ya no se sentía disponible para disputar su propio lugar en la historia y que prefería acomodarse a la resignación posmoderna y a la hegemonía neoliberal. Dicho de otro modo: ruptura de la pasividad de una época incapaz de sentirse legataria ni heredera de antiguas apuestas generacionales transformadas en polvo apenas reclamado por historiadores desprovistos de lo que Walter Benjamin le reclamaba al trabajo del historiador “materialista”: ser constructor de un “giro político” de ese pasado actualizado desde las exigencias, las tensiones, las luchas y las contradicciones del presente. Una politización de la historia, eso es lo propio, lo original y lo desafiante del kirchnerismo; aquello que produce la reacción intempestiva de una parte mayúscula del gremio de los historiadores académicos que se sienten cuestionados en su “poder clasificador”, en su “trabajo de garantes de la verdad histórica”, esa misma que no puede ni debe ser contaminada, según su concepción, con las furias emanadas de la toma de partido.
Un desafío, lo sabemos, plagado de peligros cuyo signo distintivo no es otro que el del dogmatismo allí donde las exigencias de la disputa por el relato de la historia puede conducir a la estrechez de miras y al reduccionismo. De todos modos, vale la pena pagar el precio de ese riesgo, que incluye la discusión, para nada saldada, del estatuto de la verdad histórica y de las aduanas que se levantan para garantizar, supuestamente, que se protejan los saberes regulados por la ciencia. Ser contemporáneos de una disputa de este calibre, vivir días en los que vuelve a cobrar relevancia lo que sucedió a lo largo de nuestros 200 años de historia, constituye un privilegio que ya no imaginábamos que apasionaría de este modo a una sociedad que parecía haber cerrado los expedientes del pasado o, tal vez, que los había reducido al trabajo erudito de historiadores alejados del ruido de la realidad. El kirchnerismo, con sus más y sus menos, abrió un debate que amenaza con seguir extendiéndose. Lo celebramos aunque, insistimos, conocemos sus riesgos. Peor, mucho peor, es convertir a la historia en una pieza de orfebrería encerrada en las vitrinas del museo. La politización de la historia rompe el giro pasivo que intenta reducir a dato muerto los reclamos y los ensueños de liberación gestados, a lo largo del tiempo, por las generaciones que nos precedieron.
Apertura del pasado, apropiación discursiva que se entrelaza con la necesidad de cargar de contenido un presente necesitado de legitimación. Esa ha sido, y sigue siendo, la tarea de historiadores comprometidos con su época y con la saga de las multitudes. Pero no de cualquier tipo de historiador: sino de aquel cuya artesanía constructiva de la memoria se sustenta en la imperiosa necesidad de rescatar del olvido a los derrotados de la historia. Un relato que descree de objetividades al uso y que rechaza la asepsia con la que siempre se ha buscado romper los puentes entre épocas apuntalando la imaginaria percepción de “un destino solitario” que nada o muy poco tiene que ver con aquello que ha quedado a nuestras espaldas. Por lo general, el viaje hacia esas regiones del ayer se hace para destacar los abismos infranqueables que nos separan de esas épocas, nunca para entretejer los ensueños diurnos de quienes, a lo largo de la historia de una sociedad, imaginaron otra realidad para los subalternos.
Es siguiendo esta huella benjaminiana que prefiero interpretar la significación del nombre del kirchnerismo como reapertura de expedientes sellados, como instalación, en el debate actual, de lo que permanecía bajo la forma de lo espectral. En todo caso, lo que no puede permanecer silenciado o convertido en mera mercancía cultural ofrecida para el consumo de espectadores pasivos, es ese pasado que insiste con regresar para desafiar los prejuicios y las determinaciones de un relato inclinado al ensimismamiento académico o a la fábula sin consecuencias en el presente. La historia como querella, que es lo mismo que sostener su imprescindible politización. Ese es “el giro copernicano en la visión del historiador” del que hablaba con insistencia Walter Benjamin mientras proseguía sus eruditas investigaciones parisinas al borde del abismo. Otro modo de mirar el pasado que conduce hacia una decisiva redefinición de sus contenidos. Apertura de lo que parecía sellado y que poco y nada podía determinar de la experiencia del presente. Haber abierto las compuertas de la historia desde la perspectiva del litigio interpretativo, de aquello que algunos han denominado “la disputa por el relato”, constituye una de las originalidades del kirchnerismo.
Haciendo las salvedades del caso y de sus especificidades, es posible abordar, con una clave semejante, la profunda interpelación política que desde mayo de 2003 le vuelve a acontecer al peronismo. Tal vez ahí radique la distancia esencial entre la captura menemista del peronismo, su metamorfosis en un dispositivo funcional a la reconversión neoliberal, y la acción provocadora que sobre la tradición fundada por Juan Perón ejerció el kirchnerismo. Es a partir de esa interpelación que retornan sobre la escena actual los fantasmas de controversias nunca saldadas, la emergencia, una vez más, de un peronismo de izquierda y otro de derecha. Los rostros, enfrentados, de dos maneras antagónicas y agonales de asumir un legado siempre en litigio. Eso no significa que la contraposición sea mecánica ni ofrezca los rasgos de lo inconmovible e irrevocable allí donde la propuesta del Frente Para la Victoria ha logrado incluir formas tradicionales del peronismo disputándoselas a la derecha. ¿Será que estos diez años permitieron la emergencia de lo que de ese primer peronismo había sido transformado en mito y guardado en la memoria popular? ¿Abrió, el kirchnerismo, una agenda retrospectiva, un ejercicio de rememoración capaz de actualizar, bajo la imposibilidad de la repetición, lo desplegado en ese tiempo del origen? ¿Se puede hoy ser peronista sin ser kirchnerista? En la respuesta que seamos capaces de formular radica, quizá, lo nuevo de este momento argentino.
Si el nombre donado por el santacruceño se convierte apenas en otra denominación agregada al diccionario de los sinónimos insuficientes, no estaremos delante de una inflexión sino, apenas, de una expansión más dispuesta a reencontrarse con sus otras formas tradicionales. Un giro irónico de una historia entre trágica y camaleónica. En cambio, y siguiendo a Benjamin, nos importa abordar el nombre del kirchnerismo desde la perspectiva de la “conciencia despierta” que reinstala políticamente, bajo la forma del recuerdo, aquellas experiencias y aquellos sueños convertidos en mito que nos retrotraen al primer peronismo. Un sacudimiento del letargo de una historia que parecía ya consumada y que había transformado al peronismo en una mitología desprovista de capacidad para interpelar, en el presente, la conciencia de las mayorías populares. En todo caso, una de las características sobresalientes de lo inaugurado en mayo del 2003 fue, precisamente, la actualización, sin desconocer su fragilidad, de esa “conciencia despierta” entendida, ahora, como reanudación de la disputa por el sentido y, sobre todo, la puesta en movimiento de una historia capaz de entretejer aquellas marcas del origen con las demandas y las novedades de este tiempo del capitalismo y de la sociedad argentina.
Doble, entonces, la interpelación kirchnerista: de los legados y herencias forjados en otra época nacional, época quemada por los fuegos de una revolución derrotada (de la que generacionalmente participaron Néstor y Cristina) y, bajo una continuidad siempre en estado de debate, la perseverancia del peronismo como fuerza política paridora de lo virtuoso y de lo turbio, de los ideales igualitaristas y de cinismos restauradores. Turbulencias de una historia que parecía haber arribado al puerto de las cosas muertas y que se encontró, de manera inopinada y cuando muy pocos lo preveían, con la posibilidad de abrirse a novedades y desafíos que no pertenecían, eso creíamos, a la cartilla de este momento de la vida argentina y sudamericana. Lo inesperado mezclado con lo excepcional. Ruptura y continuidad que sigue teniendo en el peronismo su enigmática figura irreemplazable. En todo caso, y de eso también tratan estas reflexiones, la potencia del kirchnerismo para habilitar una redención que ya no parecía posible de ese movimiento surgido en una jornada mítica allá por octubre de 1945. Politización no sólo de la memoria histórica sino, también, del peronismo. Un más allá que se reencuentra con lo no saldado: un peronismo después del peronismo. ¿Apenas una repetición de la pendularidad que desde siempre lo acompañó o señal de una ruptura histórica? Estos dos años que restan del mandato de Cristina Fernández serán claves a la hora de darle respuesta a esta pregunta. ¿Habrá sido el kirchnerismo un ave de paso, apenas un accidente en la marcha de un movimiento cada vez más adaptado a las exigencias del sistema o, por el contrario, el punto de clivaje para una nueva historia? Hay genuina novedad cuando en el interior de una época se pueden abrir, con viejos y nuevos recursos teóricos, políticos y lingüísticos, las preguntas que desde siempre nos acechan.
Revista Veintitrés
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