lunes, 30 de diciembre de 2013
LOS TESTIMONIOS SOBRE FAMILIAS DIEZMADAS EN EL MEGAJUICIO POR LOS CRIMENES DE LA PERLA “¿Le dice algo el apellido Vaca Narvaja?”
“¿Le dice algo el apellido Vaca Narvaja?”
Miguel Vaca Narvaja había sido ministro de Frondizi y tenía 12 hijos. Fue secuestrado y asesinado a principios de 1976. En el megajuicio por La Perla se ventiló el caso de su familia.
Por Marta Platía
Desde Córdoba
Luciano Benjamín Menéndez no puede consigo mismo y se descontrola no bien alguien que lleve el apellido Vaca Narvaja declara en el juicio. En menos de un mes, al ex dueño de la vida y la muerte en Córdoba y en otras diez provincias durante la última dictadura le estalló en pedazos la calma paquidérmica que adopta durante los juicios y se quejó, desencajado y despeinado, ante los jueces del Tribunal Oral Federal N° 1 por los dichos de los hijos de Miguel Hugo Vaca Narvaja (p.): un hombre que fue ministro de Gobierno de Arturo Frondizi, dos veces presidente del Banco de Córdoba, y que fue secuestrado, torturado, asesinado y decapitado a principios de 1976 por el llamado Comando Libertadores de América (CLA), una versión cordobesa de la Triple A que unificaba al Ejército y al III Cuerpo bajo el sesgo férreo de Menéndez. Vaca Narvaja tenía entonces 59 años.
“A usted, que se dice occidental y cristiano, ¿le dice algo el apellido Vaca Narvaja? Dígame, ¿qué hizo con mi padre y con los 30 mil desaparecidos?”, le lanzó a la cara Ana María Vaca Narvaja, uno de los 12 hijos que tuvo Miguel Hugo Vaca Narvaja con Susana Yofre. Rubísima, imponente y dueña de un carácter enérgico, Ana María sacó de las casillas a Menéndez cuando le recordó ante los jueces: “Sé que a Luciano Benjamín Menéndez le gustaba que le llamaran ‘La Hiena’. Me puse a buscar en un diccionario, y leí que la hiena es un animal cobarde, que se alimenta de carroña. Los árabes suelen decir, incluso: no vayas a ser más cobarde que la hiena”. Fue en ese momento que, desfigurado por la ira, el represor multicondenado a prisión perpetua saltó desde su butaca y comenzó a gritarle a la testigo. El juez Julián Falcucci le ordenó callar y lo amenazó con sacarlo con la policía si no se comportaba. Menéndez quedó de una pieza. Lo ha dicho ya en varios juicios: no está acostumbrado a recibir órdenes. El Tribunal le señaló que si quería hacer preguntas debería formularlas a través de su abogada defensora de oficio, Natalia Bazán. Hacia la joven profesional fue entonces Menéndez, con un andar errático, atolondrado, tropezándose con los muebles del juzgado. Estaba tan fuera de su eje que tuvo que sentarse al lado de Bazán para reponerse. Ahí le pidió que le preguntara a la testigo “dónde militaba su padre”, y “de dónde había sacado que a él le gustaba que le dijeran Hiena”. La situación era excepcional: por lo general se espera que la persona termine de declarar para aceptar o no los interrogantes de los acusados. Pero Ana María Vaca Narvaja no tuvo reparos en contestarle. Incluso, aseguró que no le intimidaba la cercanía en la que quedó con Menéndez: a escasos dos metros, situación que fue apuntada por el fiscal Facundo Trotta en resguardo de la testigo. La mujer citó orgullosa los méritos personales y profesionales de su padre y desplegó documentación sobre el otro apodo del Cachorro Menéndez: “Lo de Hiena está en el libro Nunca Más. En el legajo 578, el señor Jorge Bonardel dice que a Menéndez le gustaba mucho que le dijeran la Hiena...”.
Este fue el segundo episodio, en menos de un mes, de momentos indigestos para el ex jefe del Tercer Cuerpo de Ejército. Y todos vinieron de la misma familia. Es que cuando declaró Gonzalo Vaca Narvaja, el menor de los hijos de Miguel Hugo Vaca Narvaja, y el único que estaba con sus padres en el momento en que irrumpió la patota a la casa familiar y se llevó a su padre para siempre, Menéndez también se quejó.
Ocurrió que Gonzalo se refirió a los secuestradores, torturadores y asesinos de su progenitor como “estos seres miserables”. Esto “ofendió” a Menéndez, quien le pidió al juez que “nunca más” permitiera que los insultaran. Que él “nunca más” –así, repitiendo (¿profanando?) esas dos palabras emblemáticas– permitiría que los insultaran a él y a sus subordinados, “que ahora estamos acá haciendo de imputados”. El juez Falcucci, con su habitual calma, le replicó que él no había escuchado “ningún insulto en particular para los acusados: el testimoniante se refirió en modo genérico a los miserables que le hicieron eso a su padre, y a ninguno de ustedes en particular”. Pero era tarde para Menéndez: ya se había puesto el sayo de miserable. Una vez más.
Familias diezmadas
La saña contra Vaca Narvaja, abogado de raigambre radical, padre de 12 hijos, defensor de presos políticos y ministro de Estado, entre otras ocupaciones, se enmarcó en las masacres que se perpetraron contra las familias de los jóvenes militantes de los setenta. Entre las más afectadas se cuenta la de Mariano Pujadas, el joven vocero de los fusilados en Trelew en 1972. La madrugada del 14 de agosto de 1975 Héctor Pedro Vergez, alias “Vargas”, asoló la finca avícola que los Pujadas tenían en Córdoba. Allí atormentó y asesinó al padre, la madre, un hermano y dos cuñadas de Mariano Pujadas. Sólo se salvaron un nene de 11 años, porque alcanzó a encerrarse en un baño y no lo descubrieron, y una bebé de un año y medio, María Eugenia Pujadas, que dormía en su cuna en la planta alta. Ella es hoy es la única querellante por la masacre de su familia. Los asesinos, insatisfechos con las torturas y la balacera infligida a sus víctimas, arrojaron los cuerpos a un viejo pozo en un campo cerca de Alta Gracia, y los dinamitaron. De esa matanza sólo sobrevivió una mujer: Mirta Yolanda Bazán, la mamá de María Eugenia. Los cuerpos de sus familiares la habían protegido de las explosiones. Murió pocos años después. Nunca pudo recuperarse del horror de creerse muerta y hasta enterrada en vida.
Vergez se ha vanagloriado de lo perpetrado a los Pujadas. Lo contaba a los prisioneros de los campos creyendo que hablaba con “muertos vivos”. Varios sobrevivientes dieron cuenta de esto. El y sus cómplices querían cobrarse en el grupo familiar aquella legendaria fuga de la prisión sureña. Mariano Pujadas fue fusilado en la base Almirante Zar junto a otros 21 compañeros. Pero Fernando Vaca Narvaja, líder de Montoneros, sí logró escapar. Primero a Chile. Luego a Cuba. Se sabe que los represores no toleraban las actividades políticas de Vaca Narvaja padre, pero también que quisieron que repudiara públicamente a su hijo. Cosa que el hombre se negó a hacer. “Mi padre tuvo doce hijos, doce individualidades, doce universos y jamás iba a renegar de ninguno de nosotros”, afirmó Gonzalo en su declaración.
“Ellos querían borrar nuestro apellido de la faz de la tierra. Eso me dijo el propio Vergez cuando me fue a buscar a la ESMA para matarme en Córdoba”, declaró Sara Solarz de Osatinsky, a quien le asesinaron a su compañero, el militante Marcos Osatinsky, sometiéndolo a brutales torturas, y a sus dos hijos: Mario, de 19 y José, de sólo 15 años. En esa premisa de crimen colectivo, de odio a muerte contra grupos familiares completos, estaban apuntados los Vaca Narvaja.
La madrugada del 10 de marzo de 1976, la patota del CLA asoló la casa de Villa Warcalde donde “el Viejo” Miguel Hugo Vaca Narvaja vivía con su esposa Susana y el menor de sus hijos, Gonzalo, de entonces 16 años. Los golpearon, saquearon la casa, se robaron todo lo que encontraron de valor. A Vaca Narvaja apenas le dejaron ponerse un pantalón sobre el pijama y lo metieron adentro de un baúl. Antes, habían pasado por la casa de su primogénito: Miguel Hugo Vaca Narvaja (h.): abogado, 35 años, padre de tres hijos, y a quien ya tenían encerrado en la cárcel UP1 de barrio San Martín desde que lo secuestraron el 20 de noviembre de 1975. Fue a plena luz del día en las escalinatas de los tribunales cordobeses cuando salía de hacer gestiones por un preso político. La intención inicial de los represores ese 10 de marzo era secuestrar a la esposa de éste, Raquel Altamira, y a los tres chicos: Hugo, Hernán y Carolina. Como no los encontraron, tomaron como rehén a un pintor que había en la casa y lo obligaron a señalar dónde vivía “El Viejo”.
Vaca Narvaja padre fue visto por última vez con vida en el Campo de la Ribera. Fue Amparo Fisher de Moyano, una mujer que también cayó cautiva por esos días, quien les contó a las hermanas Cecilia y Ana María Vaca Narvaja lo que presenció: “Un día escuché unos gritos, discusiones y la voz de una persona mayor. Pregunté a los suboficiales que quién era ese señor que discutía. Me dijeron: ‘Usted ha tenido muy mala suerte, porque está detenida con Vaca Narvaja el que lleva el dinero de los Montoneros’”. La mujer fue liberada el 27 de marzo del ’76, cerca del Parque Sarmiento con la orden de que olvidara “todo lo que había visto y vivido”.
A todo esto, después del secuestro de Vaca Narvaja padre, la familia tuvo que tomar una decisión “de vida o muerte”, tal como la definió Susana Yofre luego de la última visita que pudo hacerle en la UP1 a su hijo Huguito. El le dijo que la familia estaba condenada. Que debía sacarlos a todos del país. Que los iban a matar como a los Pujadas.
Así, Gustavo Vaca Narvaja, otro de los hijos, médico y escritor, organizó lo que llamaron “el asalto a la embajada de México”: el 23 de marzo, y a pocas horas del golpe de Estado, 26 miembros de la familia Vaca Narvaja entre los que había 13 chicos (el menor de apenas 9 años), y una embarazada: Patricia, la actual embajadora en México, ocuparon el edificio azteca en Capital Federal y pidieron asilo político sin papelería previa. Habían dejado sus casas con lo puesto. De hecho, el 24 por la tarde el Ejército rodeó la embajada con tanques y armas largas, y sólo pudieron llegar a Ezeiza el 2 de abril en cinco autos de la diplomatura mexicana. Regresaron recién en 1983, con la democracia.
En México supieron del fusilamiento, el 12 de agosto, de Huguito Vaca Narvaja (h.), quien fue sacado de la UP1 junto a Higinio Toranzo y Gustavo De Breuil. En el camino, los asesinos comandados por Osvaldo Quiroga –quien hasta firmó un documento para retirarlos de la prisión y llevarlos al muere– tiraron una moneda al aire para ver a cuál de los dos hermanos De Breuil dejaban vivo, si a Alfredo o a Gustavo, el menor. Le tocó a Alfredo sobrevivir para ver el cadáver de su hermano y los de sus compañeros. Lo devolvieron a la cárcel y le ordenaron contarles a los presos lo que había visto “porque eso era lo que les esperaba a todos”.
Del Viejo Vaca Narvaja, en cambio, nada más supieron. “Se lo tragaron la tierra y el silencio”, describió su hijo Gonzalo. Ningún dato concreto hasta el regreso en 1983. Fueron Valentina Enet y Carlos Albrieu, una abogada y un biólogo, respectivamente, quienes por azar obtuvieron información sobre el padre desaparecido y ayudaron a reconstruir sus últimos días. Ambos ya dieron su testimonio en este juicio.
Valentina Enet contó que “los primeros días de marzo de 1976 se habían llevado a mi hermano Gerardo. Yo acompañé a mi padre a una reunión que él logró obtener con el entonces coronel (Raúl) Fierro (uno de los 41 imputados). Me acuerdo de que nos recibió en su despacho. Era un hombre raro. Se distraía con el vuelo de las moscas... Se lamentaba de que Primatesta no lo quería... En un momento dijo que lo llamaba Menéndez y se fue. Nos dejó solos en la oficina. Como yo quería saber sobre mi hermano y vi que este hombre tenía muchas fotos debajo del vidrio de su escritorio, literalmente me tiré encima para ver quiénes eran. Algunas fotos tenían manchitas rojas, como sangre; otras estaban escritas o tachadas con lapicera roja. Una, la más grande, me llamó la atención. Era un cuerpo sin cabeza. De pronto se abrió la puerta. Era Fierro que volvía. Cuando me vio, me dijo: ‘Ah, estás mirando mi álbum de recuerdos... Pero a ése no lo vas a poder reconocer porque le falta la cabeza... Eso es lo que les pasa a los padres que andan buscando a sus hijos, esos montoneros marxistas... A ése tu viejo lo conoce. Es Vaca Narvaja’”. Valentina Enet contó que su padre, aterrorizado, la agarró de un brazo y se la llevó “volando” de ahí. La abogada detalló que no creyeron que lo que les dijo Fierro fuera realmente cierto, hasta el hallazgo de la cabeza: “Ahí nos dimos cuenta de la barbarie”.
Pasó que a fines del mes de abril, cerca de las vías del tren en el barrio Alta Córdoba, el joven Carlos Albrieu iba caminando con un amigo y encontró una bolsa de nailon con una cabeza humana: “No estaba en descomposición. Se ve que la habían mantenido en formol. Yo ya estudiaba en la facultad en ese entonces y había visto cuerpos conservados. Le faltaba un ojo. Tenía un bigote muy fino, una nariz larga, afilada... La llevamos con mi hermano a la comisaría séptima. La entregamos y esperamos que nos citaran a declarar. Eso nunca ocurrió (...). En agosto mi hermano necesitaba un documento y fue a esa misma comisaría. Como referencia, les dijo que vivía cerca de donde encontraron la cabeza. Y el policía le dijo ‘Ah, sí... la cabeza de Vaca Narvaja’”. Carlos Albrieu buscó a la familia cuando regresaron del exilio. “Me reuní con Gustavo Vaca Narvaja. Como no quería dejarme influenciar por fotos, no lo dejé mostrarme ninguna hasta que yo no le hiciera la descripción de lo que vi. Pero sí, cuando terminé y me mostró fotos de su padre, se parecía bastante...”
En su declaración, Gonzalo Vaca Narvaja apenas pudo contener su angustia y su furia cuando preguntó ante el Tribunal lo que él y su familia se preguntan desde entonces: “¿Qué clase de seres son los que le cortan la cabeza a alguien y la conservan como un trofeo? ¿Y qué clase de miserables los que la exhiben? ¿Y ante quiénes la exhiben? ¿Quién dio la orden? ¿Qué miserables seres son éstos?”.
No bien Gonzalo se retiró del estrado, Menéndez protestó haciéndose cargo del “insulto”. Ya en diciembre de 2010, algo similar le había ocurrido a su ex jefe, el dictador muerto Jorge Rafael Videla. Cuando hizo su descargo, horas antes de que lo condenaran por primera vez a prisión perpetua en cárcel común por delitos de lesa humanidad, Videla cuestionó puntualmente el alegato del abogado querellante Miguel Hugo Vaca Narvaja (n.), quien lleva el mismo nombre de su abuelo y su padre por ser el primogénito, y tenía sólo 9 años cuando la familia tuvo que salir del país. Según se quejó Videla, “el doctor Vaca Narvaja realizó un peligroso revisionismo histórico”, ya que en su alegato ahondaba en las matanzas genocidas y politicidas desde la Campaña del Desierto en adelante.
Un apunte: si no fuese que a Menéndez le irrita tanto el apellido de esta familia y todo lo que ellos tengan para decir, estas audiencias hubieran transcurrido dentro de los parámetros normales. Esto es: los testigos relatan atrocidades, y él permanece como si nada sucediera: pose pétrea, duerme o directamente se va a la sala contigua. Pero no. Ha quedado al descubierto que, tal como ya le ocurrió a Videla, lo que implique a los Vaca Narvaja indigna al represor hasta hacerle perder el control. ¿Será por su capacidad de “resiliencia ante el dolor y la muerte”, tal como lo señaló Cecilia, otra de las hijas? ¿O tal vez el hecho de que la prolífica estirpe del hombre con el cual se ensañaron hasta la –primitiva, tribal– decapitación, se les haya escapado, multiplicado y sobrevivido?
Tal parece que ése es el terrible, insoportable panorama para los represores: el de una familia repleta de hombres y mujeres jóvenes que no olvidan, señalan y reclaman justicia. Como tantas otras familias diezmadas que nunca se rindieron y siguen de pie.
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