martes, 17 de diciembre de 2013
Batalla cultural, política y económica
Publicamos (con un título que agregamos) el editorial del nuevo número (el séptimo) de la revista El río sin orillas, que será presentado el próximo miércoles 18 de diciembre, a las 18,30 hs. en el Museo del Libro y de la Lengua (Av Las Heras 2555).
EDITORIAL / Por El río sin orillas
I. Rasgaduras, peligros y afonías
Los ojos de los niños cuando el mundo los disfraza de cautivos / los ojos de los niños cuando el mundo los cautiva / el par de enanos con los chumbos en la mano / mientras ven que al otro hermano lo balearon mal / los hijos del olvido en cali arrepentidos / porque dios no los vino a buscar / los ojos de los niños cuando el mundo los cautiva / los ojos de los niños cuando el mundo los disfraza de cautivos / los ojos de los niños / los ojos del olvido / los ojos de los niños / juanita de boulogne / andrés se fue una noche / un par de enanos con los chumbos en la mano / pequeña niña vio… / juanita / andrés / josé / manuel
Bagualín, de Fernando Barrientos, en la voz de Liliana Herrero,
y oído en su último disco, Maldigo
En la Odisea encontramos un célebre pasaje que es también documento de una humanidad escindida. Es el momento en el que Odiseo enfrenta a las sirenas cuyo canto subyuga a los seres humanos como sólo puede hacerlo el pasado que no pasa, cuando no cede su fuerza primordial. Perderse irremediablemente en ese pasado es el peligro que debe evitar Odiseo y su tripulación si quieren autoconservarse, y seguir de regreso a Ítaca, de regreso a la patria. En la narración homérica, Odiseo es advertido por Circe del poder irresistible de ese canto, y por eso tapa con cera los oídos de sus remeros, para que no dejen de remar cuando tengan que enfrentar a las sirenas. Y se hace atar a sí mismo al mástil de la embarcación para no caer bajo el hechizo del canto subyugante. La razón, que busca dejar atrás el miedo que le produce una naturaleza ingobernable, tiene en la astucia su instrumento de dominio. Odiseo reconoce el límite que le proponen las deidades míticas (acepta la advertencia de Circe) para luego mostrar su poder, humillándolas: logra escuchar el canto y a la vez dejar atrás el peligro de hundirse en el sueño del pasado. Deja sus oídos limpios, libres, dispuestos a la escucha, como deja sus ojos abiertos, para contemplar con extraño goce la escena de lo que quedará atrás. Y vence. O cree vencer.
Sobre finales de los años 40 del siglo pasado, Theodor Adorno y Max Horkheimer analizaron esta escena en clave materialista, como si fuera el testimonio sedimentado en el lenguaje de la escisión entre placer y trabajo, escisión que preanunciaba los rasgos constitutivos de la experiencia dual del sujeto burgués. Así, en la Dialéctica de la Ilustración leemos que Odiseo encadenado “asiste a un concierto” (escucha inmóvil, como los futuros oyentes) “y su grito apasionado por la liberación se pierde ya como aplauso. De este modo, el goce artístico y el trabajo manual se separan al despedirse la prehistoria”. Los remeros trabajan y no pueden gozar del canto. Odiseo goza del canto pero sin poder perderse verdaderamente en él.
Con esta despedida en el confín de la historia de las fuerzas del placer y del trabajo, con este encuentro fallido de Odiseo con las sirenas, se produce también una herida. Y así como la Esfinge se suicida cuando Edipo resuelve el enigma que asola a Tebas, la civilización que la astucia de Odiseo expresa en el derrotero de su regreso a Ítaca, paga su triunfo con la herida de todos los cantos, con la derrota siempre repetida de su influjo mortal. El canto mítico de las sirenas (y con él, todos los cantos) se reactualiza una y otra vez herido por la astucia de la razón que les ha quitado su autoridad última.
Hace poco más de un siglo Lugones escribió que el Martín Fierro es nuestra Odisea, nuestro poema épico. Se ha negado desde entonces, y quizás con la misma fuerza, la hipótesis lugoniana. Sin ahondar en esta controversia, podemos decir que el poema de Hernández testimonia, como el de Homero, el triunfo de nuestra civilización. Pero lo hace fundado en otras tensiones y ambigüedades: las que se juegan entre la Ida y la Vuelta. Si en esta última la eticidad de unas costumbres prefiguran, en los consejos de Martín Fierro a sus hijos, la incipiente razón de Estado (que querrá desplazar para siempre la ingobernable e “improductiva” vida del gaucho solitario), en la Ida, menos sagaz que Odiseo pero más melancólico, menos terrateniente aventurero que sujeto desclasado y perseguido, el gaucho Martín Fierro, resulta ser él mismo la materia del canto herido que se pone a cantar la pena extraordinaria que lo desvela. Martín Fierro, en su nostalgia de lo perdido parece estar más cerca de las sirenas que de la astucia instrumental de Odiseo, y expresa como pocos, la herida de la herida, porque su canto entona la historia de una clase desclasada, una clase sin atributos que encuentra en el mismo canto el necesario consuelo ante la persecución y la injusticia. Pero también la vida que espera formas menos adversas de existencia.
En esta larga tradición del canto herido –y discutiendo sin concesiones con ella– se inscribe también, afónica, la voz de Liliana Herrero, quien según su propio decir, canta para no morir. Maldigo, su último disco, tiene una identidad estética que en su ley formal logra poner en acto el contenido de verdad de un mundo de la vida que lo niega en su barbarie autocomplaciente. Esa afonía que Leónidas Lamborghini hacía sustancia cautivante de Eva en la hoguera, es en el disco de Liliana, premisa ética: la voz maldice la injusticia del mundo con nombres propios hasta hacerse cuerpo. Esa voz afónica, quebrada, y por eso, amorosa, canta (sin celebrar) al par de enanos con los chumbos en la mano, y al hermano que balearon mal. En esa voz resuena el desgarro de este tiempo. Y su canto se hace cargo de ese desgarro. El canto de Liliana es un canto ético que piensa con la voz, y esa voz piensa con hondura la vida de los nuevos cautivos: “los ojos de los niños cuando el mundo los cautiva / los ojos de los niños cuando el mundo los disfraza de cautivos”. Esa voz piensa lo que hay que pensar: es decir, la distancia que separa unas vidas de otras vidas, el abismo entre los ojos cautivados por el mundo y los ojos de los niños disfrazados de cautivos. Esa distancia que entrevemos (o mejor dicho: entreoímos) en el canto de Liliana Herrero, en sus maldiciones, es la de una voz que afirma la imposible reconciliación con este mundo.
Esa voz es ética porque nos recuerda lo que es preciso sostener en las derrotas pero todavía más en las victorias sociales o políticas. Y lo que hay que sostener es la no reconciliación con la época, con nuestra época, tanto más en estos años, por nuestra empatía con ella. Esto es: aunque la república democrática kirchnerista nos parezca por lejos la más justa de todas las configuraciones políticas que vivimos en estos 30 años (muy por encima de las formas anteriores, incluso de lo mejor de la voluntad fundacional-reparatoria alfonsinista) mientras aflore la injusticia de unos pibitos cautivos no sólo de las riquezas de este mundo sino de las miserias de las bandas, de las mafias organizadas por policías y narcos en los barrios periféricos de todas las grandes ciudades, no habrá reconciliación posible. Y la época que lo produce deberá ser sometida implacablemente a crítica. Mientras maten a pibitos en Varela, San Martín, Soldati, Bajo Flores o el gran Rosario, Mendoza o Salta, mientras miles revuelvan la basura de la ciudad opulenta, o se paseen enanos con los chumbos en la mano, no hay, ni puede haber, reconciliación. Sostener esa no reconciliación es sostener un ultraje macerado en las astillas de las pequeñas voces. Es sostener una entonación cercana a la plegaria. Deleuze afirmaba que la elegía muestra siempre su doblez: es tanto una reivindicación como un lamento, una alegría y una inquietud. Es un decir en el que se deja la piel. La voz que ultraja, que maldice, es propensa al estado de peligro, y por eso mismo, materia de una orfebrería prudente. Reclama ser una caja de resonancia de murmullos que todavía esperan, reclama también la interferencia. Y el grano de la voz reclama una hendija por donde volverse respiración de la política. Reclama, en definitiva, atención y artesanía.
Esa atención la encontramos en el Odiseo confinado del viejo Leónidas, en la filosa ironía de sus preguntas: “¿Pero es que haber puede, acaso, / refugio alguno / que resguarde / de una memoria como ésta?”. El refugio (aunque paródico, como es el caso de la historia de Cordero, protagonista del largo poema) de una memoria de las injusticias sólo puede construirse a partir de esta lengua rota y afónica que es hoy su más hospitalario lugar. El mandato político de este tiempo es traducir en actos cada vez más concretos el reclamo de esa voz herida y sus memorias. Su contenido de verdad, que sedimenta en formas cada vez más crudas, no prescribe, ni prescribirá. Es arcaico, es decir, absolutamente moderno.
II. Batallas: enjundia y plasticidad
Lo cierto es que las discrepancias ideológicas, existenciales y espirituales que hoy son activadas tanto por una nueva derecha conservadora como por gobiernos de raíz populista con apoyo de mayorías sociales en el continente (como el actual caso argentino), plantean como nunca antes –a la ciudadanía y electores– climas culturales de fuertes desencuentros. Postidentidades y traumáticos tránsitos de sensibilidades con respecto a juicios y gustos societales. Fricción de mundos simbólicos. Distintas memorias enemistadas entre sí. Interpretaciones inconciliables, vidriosas, prejuiciosas… Un conglomerado nacional de signos, hechizos, ecos, deja vu, herencias, sombras y artefactos de conciencia que hoy es objeto de disputa y voto, tanto o más que los clásicos datos políticos explícitos…
Nicolás Casullo, Peronismo, militancia y crítica (1973-2008)
Durante los últimos cinco años no ha dejado de hablarse de la batalla cultural. El derrotero de la ley de medios desde su construcción, formulación y sanción, hasta la reciente confirmación de su constitucionalidad por parte de la Corte Suprema, la guerra sin velos entre el Grupo Clarín y los diversos espacios de comunicación gubernamental, impregnó en buena medida la agenda política de este tiempo, o mejor, determinó la jerarquía de valor que orientó las energías políticas de los más activos funcionarios, cuadros, militantes oficialistas y opositores. No se trata de la única batalla, de la única trifulca entre las partes de lo común nacional. Hay batallas por la representación política en las urnas que, hay que decirlo, no han reflejado tan mal lo que sucedió en las calles estos años. También hay batallas por la distribución de la renta económica, que suman a la calle y a las urnas operaciones mucho menos públicas y en general más lesivas para el conjunto de la población: la presión sobre los precios y sobre la moneda a partir de la restricción de divisas es sólo su rostro más evidente. La fuga de capitales su forma más conocida.
En este marco, la batalla cultural (como advertía con extrema lucidez Nicolás Casullo antes que la forma actual de la batalla se “desatara”), es no sólo el escenario mediático de articulación de las dos anteriores sino la construcción de una dimensión de legitimación fundamental que pone en relación la cantidad de votos y la cantidad de capital, para darles su justa medida, es decir, su medida de valor, su cualidad. Por eso la resolución de la corte respecto de la ley de medios pudo eclipsar de un modo tan notable un resultado electoral adverso al kirchnerismo, al menos en las grandes ciudades. La plasticidad inmaterial de la cuestión cultural (retórica, imaginaria y afectiva) resulta ser en última instancia cualitativamente determinante cuando tiene la capacidad de devenir material. Y tiene esa capacidad cuando logra la mediación institucional correspondiente.
Ya se sabe. La batalla cultural es una batalla por el sentido, por la interpretación de los hechos: es, por decirlo de algún modo, el momento gramsciano de la política. Pero también nietzscheano en un sentido no-postmoderno: no es el juego infinito de las interpretaciones entendidas como opiniones diversas lo que se pone de relieve aquí. Es la pregunta soberana por el mando lo que aparece en primer orden. ¿Quién manda?, pregunta Nietzsche, y sobre todo, ¿con qué fuerzas lo hace, a partir de qué instintos y memorias, trazando qué relaciones? Esas preguntas no se responden sólo con los votos, o con el bolsillo, y menos aún con el corazón. En política no manda el que sólo tiene los votos o la guita necesarios para mandar. Tampoco el que tiene los mejores programas de gobierno. Manda el que interpreta (es decir, obra) con racionalidad imaginativa cómo jerarquizar los votos, el capital y la voluntad en una coyuntura institucional y social concreta. Manda una voluntad de poder que se afirma como lo que es: una multiplicidad de fuerzas heterogéneas que tiene y sostiene una única dirección, una única orientación.
Este es el núcleo de la batalla cultural: transmitir la fuerza de un mando y su dirección, hasta lograr que el adversario la asuma como la dirección a combatir. Su eficacia para perdurar es directamente proporcional a su mayor plasticidad: cuando mayor y más extensa sea su influencia inventiva y narrativa, mejor asentado estará el mando. Cuando más endurecidos sean los discursos y los gestos, más fisuras dejará entrever. Y menos astillas, voces, ecos y reclamos, hará lugar en sus actos. Lo que se llama modelo nacional y popular puede tener tantos atributos como la coyuntura lo requiera, pero si sus notas estructurales no son materia de controversia interpretativa (centralidad parcial del Estado y del empleo, fortalecimiento del mercado interno, política redistributiva de la renta, etc.) es porque todavía una dirección única es capaz de aglutinar a una voluntad múltiple y contradictoria que ante una u otra batalla perdida parece siempre a punto de dispersarse.
Se dirá (y se ha dicho): si la economía anda mal, no hay relato ni batalla cultural que aguante. Si la representación política dejar de funcionar, tampoco. Quienes enuncian estas verdades subestiman dos cosas: por un lado, que la batalla cultural no son tres programas de televisión, sino los modos bajo los cuales el denominado relato se articula institucionalmente en leyes, en programas educativos en escuelas y universidades, en producciones audiovisuales (como buena parte de lo generado por la Televisión Pública, canal Encuentro y la señal infantil Paka-Paka), en instancias de capacitación de agentes estatales y diversos actores sociales, en intervenciones culturales formales e informales (de Tecnópolis al incentivo al teatro y al cine nacional, de la multiplicación de centros culturales barriales a la extraordinaria producción intelectual que tiene su epicentro en la Biblioteca Nacional), e incluso, en diarios, blogs y programas de radio donde hoy varios comunicadores enuncian algo cansados y deseosos de sosiego, que ya es tiempo de abandonar la batalla cultural.
Por otro lado, lo que allí queda omitido, es que la mediación cualitativa de la cultura es fundamental para ayudar a horadar o sostener la economía y la representación política. Si no existiera una narración poderosa y militante, si no existieran imágenes y palabras a la altura de una épica civil de transformación, en un país como el nuestro tan dispuesto a la denegación del otro, y, llegado el caso, a tirar un par de muertos en la zona gris de la gubernamentalidad territorial, difícilmente se habría consolidado un mando de lo estatal y lo público que, como el actual, defina (y defienda) su jerarquía de valor en relación con los intereses populares.
Por eso mismo, la disputa por el conglomerado de signos, herencias y artefactos de conciencia de la que nos hablaba Casullo, seguirá abierta: no hay triunfos perennes, hay relámpagos de entusiasmo, noches de derrota, e instantes de peligro. Pasada la edad de la inocencia, a cada uno le cabe elegir qué defender, qué enfrentar, qué criticar, qué apoyar. Como diría Paco Urondo, no hay de qué quejarse, entonces.
III. Itinerarios
El río era todo el tiempo, todo… / Ajustando todas las direcciones de sus líneas / como la orquesta del / edén bajo la varilla del amor… / Era el amor el río… / Todo nacía de él, o venía evangélicamente / a él.
Juan L. Ortiz, El Gualeguay
Es el vaivén del río de este tiempo lo que nos invita a sumergirnos en sus aguas en general revoltosas, pocas veces calmas, y en este nuevo número de El río sin orillas, el séptimo, lo hacemos otra vez con las ganas de los iniciados. Así, presentamos en la clásica sección política Comunidades un recorrido que insiste sobre las grietas del presente, a través un arco temporal amplio: arco que conmemora y celebra treinta años de democracia. Que es tiempo de vida y guerra, de amor y muerte, tiempo otrora infinito que ahora se vuelve civil, profano, convertible, resistente, creativo. Tiempo de una violencia que trastoca la cotidianidad y en muchos casos la contiene y la comprende en su fuerza primordial. La democracia puede ser un diálogo franco entre voces –por momentos, impacientes– que en el clamor de sus entredichos hace oír la búsqueda de la justicia que nos obliga a responder por la desigualdad evidente ante la ley. Es también el espacio en el que nuestras urgencias se sumergen en el torrente de la historia reciente. En Cuestiones abrimos una nueva sección en la que damos lugar a que nuestras urgencias puedan formularse desde la experimentación conceptual y política, que dejan atrás las pocas certezas del gabinete universitario para arrojarse a la contingencia territorial. Cuestiones sobre la actualidad que interrogan por el nuevo conflicto social, y por la búsqueda de cooperación en la construcción social del conocimiento de lo que sucede. El Colectivo Situaciones es nuestro interlocutor en esta sección, que cierra con ritmo ricotero.
Por otro lado, presentamos una vez más, producto de la artesanía del encuentro, el oficio que tanto nos gusta, la sección Conversaciones con la que abrimos el número. Esta vez nos reunimos con el historiador Javier Trímboli. Y allí la historia se escribe de otra manera. Con pasión por transmitir interrogantes y certezas en torno a la hechura de su arte: la historia, y también de búsquedas presentes. El Dossier funciona como cierre de la revista y contraluz de la conversación con Javier. Esta vez se transformó en un espacio de intervención multitudinaria. Encontrarán allí 14 respuestas a una encuesta que con generosidad desinteresada nos han devuelto nuestros invitados, a los que agradecemos por su contribución a un debate que creemos que hay que dar. A ellos en estos meses y a los lectores ahora, los invitamos a pensar juntos la relación entre las Universidades, las Humanidades y la cuestión nacional. No sin dejar de observar y tirar de los hilos que sostienen esa compleja configuración, cada uno de los que escribieron allí, han puesto un acento singular –a partir de las propias experiencias– a la discusión sobre la universidad en este tiempo.
Finalmente, fue Carmen Villa quien nos ha regalado esta vez las estampas hermosas que abren cada sección de la revista. Nunca es tarde para decirlo: cada número, cada artista que nos regala obra que transformamos en postales, es para nosotros un don que nos supera y agradeceremos siempre. Por lo demás, es preciso decir que la publicación de este número fue posible también por la distinción que nos otorgara este año el Fondo Nacional de las Artes: Primer Premio del concurso anual para la Promoción de revistas culturales independientes. Sin duda, fue un aventón no sólo económico, fue energía vital para continuar y persistir. Como siempre, a nuestros lectores, amigos, y colaboradores, un abrazo fraterno por el acompañamiento, las críticas y las escrituras. Sin ellas no abrazaríamos el proyecto de una comunidad orillera.
Por último, los que hacemos El río sin orillas no tenemos más que palabras de reconocimiento para los que se sumergieron en el río de estos años en busca de remansos, breves y cenagosos algunos, otros arremolinados, pero que aventuran la esperanza de la orilla, o del viaje continuo. Es el río, al decir de Juanele, una orquesta que en la afirmación de la diferencia de cada una de las voces que la componen no encuentra otra cosa más que su fundamento, un gesto de amor. Todo nace de él, y viene, evangélicamente, a él.
Octubre-Noviembre 2013
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