miércoles, 1 de mayo de 2013

Thatcher, Francisco y el debate político argentino Por Egdardo Mocca

Thatcher, Francisco y el debate político argentino Por Egdardo Mocca La vigencia de la revolución conservadora en la génesis de la crisis global, las razones de la elección del Papa y la naturaleza de los virajes posibles. Tal vez la presencia de Margaret Thatcher en los titulares periodísticos tenga la fugacidad de los rápidos obituarios de ocasión. Se la recordó, con motivo de su muerte, por su condición de pionera de la revolución conservadora mundial, de mujer inflexible y autoritaria y de criminal de guerra, decisora del hundimiento del crucero argentino General Belgrano en aguas ajenas al conflicto militar de Malvinas en 1982. Hace rato que Thatcher había perdido toda influencia política; sin embargo, su muerte desata un impacto simbólico de extraordinaria actualidad. La “dama de hierro” se ha vuelto imprevistamente actual más de tres décadas después del apogeo de su estrella política. Es una actualidad crítica. Nadie como ella-incluidas las más brillantes plumas del pensamiento “posmoderno”- sintetizó de modo tan conciso y contundente como ella el signo de la época de oro del paradigma mundial cuya crisis recorre el mundo: “la sociedad no existe”, dijo allá por 1987. Solamente, decía, existen los individuos, las familias; de lo que se trata es de “cuidar de nosotros mismos y, después, de nuestros vecinos”. Fue la fórmula demoledora que definió la filosofía del neoliberalismo y marcó a fuego el modo de pensar de toda una época. Sindicatos, clases, protección y solidaridad social eran, entre otras muchas, construcciones fantasmales que habían alimentado al monstruo estatal dispuesto a destruir de igual modo a la competencia meritocrática y a las libertades individuales. Eran la trama de una retórica que estaba siendo arrastrada fuera de la historia por los vientos implacables de la crisis del socialismo que giraba alrededor de la Unión Soviética. Pero no sólo de “ese” socialismo sino del Estado de Bienestar europeo, construido durante el auge de la socialdemocracia y la vigencia del “neocorporativismo”, que articulaba fuertes Estados nacionales, poderosos sindicatos y empresariados beneficiados por la ola keynesiana del intervencionismo estatal preventivo de las cíclicas crisis del capital. Ese prolongado “consenso socialdemócrata” tenía que ser tirado al basural de la historia de igual modo que el socialismo autoritario del Este europeo. La muerte de Thatcher se carga de fuerza simbólica porque ese mundo ideal del neoliberalismo con sus “muertes” -de las ideologías, de los nacionalismos y hasta de la propia historia- vive hoy una época de agonía. Por lo menos, en la acepción de la agonía como ese momento extremo de lucha interior del que un organismo no puede salir con vida manteniendo el orden en el que ha estado viviendo. Hay una profunda analogía entre los tiempos actuales y la década del treinta del siglo pasado. También entonces -según lo relata Karl Polanyi, en su también extraordinariamente actual libro La Gran Transformación- la fantasía ideológica de los “mercados autorregulados” había desatado grandes conjuros; de aquel neoliberalismo avant la lettre, había emergido la crisis capitalista más profunda de ese siglo, el fenómeno del totalitarismo europeo y una devastadora guerra de alcances mundiales. Con un poco más de optimismo histórico también puede decirse que de las cenizas de aquella barbarie global surgió el orden mundial de un capitalismo regulado por el Estado y con mayor capacidad de contención relativa del conflicto social y político. Llamar a esa época, como se la ha llamado, “los treinta años gloriosos” es poco menos que desaforado, pero a la hora de evaluar el saldo del regreso a la escena del fundamentalismo de mercado, no puede negarse que algo hemos perdido. A ese momento de cambio, a esa revolución conservadora y neoliberal está imborrablemente unido el nombre de Margaret Thatcher. Y la puesta al día del balance de la época civilizatoria cuya crisis estamos viviendo es una cuestión crucial, acaso la principal, de la política de estos días. Es en épocas de crisis civilizatorias como la que vivimos, cuando la mirada hacia el mundo es una premisa central para cualquier análisis y para cualquier estrategia política nacional. Es posible que lo haya comprendido así la cúpula vaticana, la que parece haber intuido la íntima vinculación entre su pérdida de fuerza y atractivo popular y el desarrollo de una cultura global signada por el repliegue en el más radical individualismo, centrado en la rapacidad extrema sobre la naturaleza, el consumo desenfrenado y el sostenido avance contra las conquistas laborales y sociales alcanzadas en los tiempos de la segunda posguerra. Muchos políticos e intelectuales empiezan a sospechar que el fracaso del comunismo no equivale a la desaparición y mucho menos a la solución de añejas demandas de igualdad y de dignidad por parte de las clases populares. La asunción del papa Francisco parece signada por la certeza católica de que no es posible una recuperación institucional de la Iglesia sin reactivar una relación debilitada con los sectores socialmente más vulnerables. No significa que el catolicismo no haya estado actuando en el interior de esos sectores, sino que el discurso de las estructuras copulares de la iglesia ha perdido atractivo entre ellos. Acaso tengamos que prepararnos para una iglesia católica dispuesta a conjugar el conservadurismo en materia de opciones íntimas de vida con un activismo populista en materia de derechos sociales. ¿Comparte la política argentina esta percepción de un viraje histórico global? Claramente, la presidenta Cristina Kirchner ha hecho de ella tanto el centro de su interpretación del momento político nacional como una poderosa herramienta de seducción popular. No es extraña esa conjunción: sabemos, desde Antonio Gramsci en adelante, que el análisis político no se sostiene en hipótesis teóricas racionalmente comprobables sino que es, ante todo, la premisa para la acción de un determinado programa político; quien analiza está, a la vez, diseñando una estrategia de acción sobre el objeto de su análisis. Las oposiciones parecen no compartir esta definición del cuadro de situación. En las sedicentes oposiciones progresistas, eso produce una dramática escisión de la realidad: están a favor de todos los gobiernos transformadores de la región, con la estricta excepción del argentino; se sorprenden de las declaraciones de Binner que rechaza a Chávez por populista y no cuando hace lo propio con el kirchnerismo; denuncian la política de austeridad de los gobiernos europeos mientras se alían con fuerzas y dirigentes que claman por medidas análogas en nuestro país. La oposición de derecha no sufre esas contradicciones; sigue reclamando que la Argentina retorne al universo de los países “serios y previsibles” que respetan prioritariamente la seguridad jurídica del capital, sin alterarse en lo más mínimo por las noticias que muestran a muchos de esos países envueltos en crisis económicas y sociales que han ido deviniendo progresivamente en crisis de la propia democracia. El debate sobre la época no tiene una solución intelectual. Aquí y en todo el mundo lo que se disputa es el poder político que es lo que diferencia el utopismo bien pensante de la realidad. Fuente: Revista Debate http://www.revistadebate.com.ar/?p=2603 GB

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