viernes, 21 de diciembre de 2012

LEON BENAROS, UN RELATO


ZONA LITERARIA
El pueblo de las ranas
Un relato de León Benarós

Veinte o treinta manzanas componían ese infierno de aguas quietas y latas de querosén. Quedaba allá por los “Corrales viejos”, comenzaba en la calle Caseros y terminaba en Puente Alsina. En aquel hervidero, los charcos fermentaban, como las pasiones. Las casitas, herrumbrosas y vergonzantes, se alzaban de cual­quier modo, remendadas y endebles, como castillos de naipes mugrientos, si no fuera por el claveteado laterío. La milonga guitarrera retrató muchas veces ese antro, abundante de pecado y crimen. Los cocheros de antes no se animaban a llegar de noche hasta allí.

¡El Pueblo de las Ranas! “Pueblo”, sí, y no “barrio”, pues “pueblo” se le llamaba. La palabra “barrio” parece acarrear dulzuras de atardecer que el Pueblo de las Ranas no quiso tolerar. “Barrio” es el sillón de mimbre en la vereda pací­fica, los chicos jugando a la escondida o a la rayuela, los paraísos en otoño, alzando el ramo dorado de sus bolillas, de un ocre cálido. “Barrio” es la charla en mangas de camisa y lo demás, que Carriego vio tan bien. Allí, en el Pueblo de las Ranas, todo era sórdido y miserable. Situemos geográficamente este lugar, ya enteramente mitológico para el damero actual de la ciudad porteña. Casi todo el pueblo se asentaba en la extensa quinta de Navarro Viola. Veinte o treinta manzanas, ya lo hemos dicho. Pero abigarradas de prostitución y crimen. Muchas precarias casas estaban hechas de latas vacías de querosén, las que, llenadas con húmedo barro, operaban, superpuestas, a modo de enormes e incon­movibles ladrillos, sin requerir cemento alguno, sostenido por su propio peso. El croar batracio, noctámbulo y penitente, repetido noche a noche con indife­rencia bajo una luna redonda, a veces sangrienta del reciente crimen, le dio bautizo. Allí vivía la gente “ranera”. La inocente denominación llevó lejos el nombre del animalito verde y saltarín que poblaba los charcos. “Ranero” no fue adelante —como podrían pensarlo imperturbables lexicógrafos— vendedor de ranas ni otras delicadezas de vocación gastronómica. Fue, derechamente, sinó­nimo de hombre de mala vida. “Gente ranera''; es decir, genéricamente, habitante de ese infierno húmedo, del Pueblo de las Ranas, fue gente andrajosa, del bajo fondo, y especialmente ladrona y de mal vivir. Algunas atenuaciones tienen ciertos derivados del vocablo. El “rana” es ya menos que delincuente. “Vivo”, si se quiere, sí. “Pierna”, por cierto, listo y hábil. Pero ya el roce del centro lustra esos significados de las orillas y “rana” es el avispado, el ocurrente, el despierto, sin exigírsele la condición delictuosa que la denominación primitiva suponía. La memoria del pueblo no sospechó quizás esas consecuencias idiomáticas. Gente arisca y de pocas pulgas pululaba en aquel agrio conglomerado. Hubo mujeres de coraje que le dieron brillo. Casi todas eran fácilmente dadivosas de sus encantos por no muchas monedas. Entre ellas, las trompetas chillonas de la más descarrilada fama enuncian largamente un nombre, apodo más bien: Juana Rebenque. Los hombres que la vieron —no queda ya ninguno— la pintan así: soberbia de valor y desprecio, morocha, alta, delgada, insolente y pronunciada la nariz. Su casa —como todas las del “pueblo”— era de aquéllas que pedían agacharse para franquear el hueco de la puerta ausente, sustituida por la cortina de arpillera, en el verano ardiente de sol y moscas.

El pueblo tumultuoso galleaba noche a noche de presidiarios que intentaban adecentarse deviniendo milicos, de malevos nada titubeantes, de cuchilleros temibles. Hasta el viejo Cuartel de Inválidos —luego hospital Rawson— se extendía entonces el caserío miserable. No a muchas cuadras soplaban venda­vales broncosos en el terrible conventillo Los cuatro vientos. Sus cuatro entradas eran otras tantas antesalas del delito.

¡Pueblo de las Ranas! El anochecer quería intentar dulzura entre tanta acritud. Los pastos húmedos soltaban su nocturno aroma. Las piadosas sombras caían sobre desperdicios y desechos. La muerte era de frente y sin delaciones, salvo la aflojada de alguno que otro que “cantaba”, al fin. Las casas prefiguraban un cubismo incipiente, que no había nacido todavía. La “taquera” se vengaba de su hombre tirándole a la cara su abandono, comentado en el tango famoso:

Percanta que me amuraste
en lo mejor de mi vida...

Y entre taitas, malevos, “pesados” y malandras, entre chinas decididas para una diligencia, el Pueblo de las Ranas se alargaba en el croar de los charcos y en los ecos de las noticias de policía...

elortiba.org

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