Fallo histórico en el Circuito Camps
Por Laureano Barrera
lesahumanidad@miradasalsur.com
Etchecolatz. El ex jefe policial sacó un cartel cuando era leída su condena. Lo sacaron de la sala. (TELAM).
El Tribunal condenó a los 23 imputados. A 16 de ellos, a reclusión perpetua. Tal fue el caso Jaime Smart, el primer civil condenado por crímenes de lesa humanidad. También se ordenó la captura del ex fiscal Alberto Rodríguez Varela.
Sucedió un día de noviembre de hace cinco años, durante los alegatos del juicio al capellán policial Christian Von Wernich. En aquel entonces pareció más una utópica expresión de deseo que una premonición: “Ese asalto a las instituciones tuvo como objetivo disciplinar a la sociedad mediante la utilización del terror para implantar así un nuevo modelo económico, político y social, del cual fueron beneficiarios unos pocos y que es lo que explica la participación de los grupos civiles que fueron tan autores y tan partícipes de ese proceso de la dictadura militar como los jefes de las Fuerzas Armadas. Porque así como hubo un Videla, hubo un Martínez de Hoz; y así como hubo un Camps o un Etchecolatz tenemos aquí los casos de Rodríguez Varela, Durrieu y Smart. Algún día, los responsables civiles del terrorismo de Estado también serán sometidos al proceso que les corresponde para responder por sus crímenes”.
Ese día, por el que pugnaban la querella de la Secretaría de Derechos Humanos y gran parte de la sociedad, ha comenzado a despuntar. El miércoles que pasó, el Tribunal Oral Federal Nº 1 compuesto por Carlos Rozanski, Mario Portela y Roberto Falcone condenó a los 23 represores del llamado Circuito Camps –ministros, jefes policiales y guardias de menor rango–, 16 de ellos a reclusión perpetua. Entre los que pasarán el resto de sus días a la sombra, hay quienes ya purgaban condenas anteriores como el ex director de Investigaciones de la policía bonaerense, Miguel Osvaldo Etchecolatz, y el ex subjefe de la Policía bonaerense, Rodolfo Aníbal Campos. Otros fueron condenados primerizos, como el ex ministro de gobierno de la provincia, Jaime Lamont Smart, que también se convirtió en el primer civil condenado por estos delitos.
En un muestrario del horror vivido que se prolongó un año, los sobrevivientes contaron sobre violaciones sexuales a secuestrados, la rígida clandestinidad de Arana y el padecimiento de hambre en la comisaría 5ª. La sentencia resonó también por la calificación de los hechos: “Delito internacional de genocidio”. La figura es más específica que la fórmula “en el marco del genocidio” utilizada en otros fallos, pero sigue siendo por los tipos penales domésticos y no incide en el monto de las penas.
Además, los jueces revocaron las prisiones domiciliarias y dispusieron condenarlos por autoría directa: una derivación de la teoría de la “infracción de deber” que posibilita responsabilizar con mayor amplitud a funcionarios en contextos históricos de violaciones masivas a los derechos humanos, como las ocurridas durante la noche de muerte que implantaron Videla y sus secuaces civiles y militares.
El veredicto del Tribunal, aplaudido unánimemente por agencias estatales y organismos de derechos humanos, explora sobre cada una de las líneas que componen la trama urdida para matar opositores políticos durante la dictadura cívico-militar. Porque no sólo recomienda investigar al secretario del vicario, Emilio Graselli, y –específicamente– a los funcionarios del seminario mayor San José de La Plata, cuyo doblar de las campanas ubicó espacialmente a varios secuestrados de la comisaría 5ª, y cuya comida era la que recibían en cuentagotas. También focaliza en el rol de La Nación, no ya en las complicidades manifiestas de la época en que sucedieron los hechos, sino en la defensa encendida de uno de los condenados, Jaime Smart, a través de notas y editoriales, nada menos que la voz institucional del diario.
Rodríguez Varela también tenía llegada a la mesa chica del diario de los Mitre. En una extensa columna publicada en marzo de 2007 por La Nación, Rodríguez Varela aseguraba encontrarse “nuevamente en plena discordia, intentando algunos mantener una visión asimétrica que inculpe a los militares, también quizá a la Triple A y al gobierno de Isabel Perón, pero que cubra con la más absoluta impunidad a los terroristas que desataron nuestra guerra interior y la mantuvieron, incluso, con gobiernos constitucionales”. Y terminaba la parrafada con un tono no muy distante a la amenaza: “Vana ilusión y frágil visión. En cuanto cambie el contexto, las lealtades de hoy sucumbirán y se reanudará la persecución de quienes vayan cesando en sus cargos”. Ahora, pesa sobre el diario una denuncia en la Comisión Nacional de Independencia Judicial, la Corte Suprema de Justicia y la Comisión Interpoderes por haber publicitado “de manera falaz los hechos juzgados, intentando mejorar la situación procesal” de Smart. Y sobre su compadre de andanzas en el Camarón, Rodríguez Varela, un pedido de captura.
El Señor Fiscal. Ese entramado cobra mayor sentido con la orden de detener a Alberto Rodríguez Varela, ex fiscal de Estado, ex ministro de Justicia y ex rector universitario de la última dictadura. También con iniciar pesquisas sobre otros funcionarios que llegaron al Ejecutivo de la provincia de Buenos Aires cuando Smart se rodeó de sus hombres de máxima confianza: Héctor Munilla Lacasa, Juan María Torino Olivieri, Edgardo Frola, Roberto José María Durrieu y Roberto Bullrich. Todos ellos, acusados por la privación ilegítima de la libertad y los tormentos de los miembros del grupo Graiver durante la apropiación de Papel Prensa.
Se probó durante las audiencias que Rodríguez Varela asistía a Puesto Vasco a entrevistarse con miembros del grupo Graiver que estaban secuestrados y torturados. Uno de ellos es Isidoro Graiver, el hermano de David, que fue secuestrado el 17 de marzo de 1977, la misma semana que gran parte de su familia y empleados o ex empleados de sus empresas. Con tanto dinero de por medio, los hombres de Camps andaban desbocados, como tiburones olfateando la sangre.
Luego de tres semanas de cautiverio, tabicado y torturado, a Isidoro Graiver lo llevaron a una salita contigua en el centro clandestino. Ramón Camps, de civil, se presentó por su rango de coronel y por su cargo de jefe de la fuerza. Hizo tres preguntas “sin mayor significación y nada más”, recordó Graiver mucho tiempo después. Lo acompañaba, a sus espaldas, un hombre trajeado y circunspecto que se mantuvo en un estricto silencio. “No sé si le dio letra antes a Camps”, dijo el sobreviviente. En aquel momento no supo quién era. Un tiempo después lo vio en el diario. Era un mal fisonomista, pero no le quedaban dudas: era Rodríguez Varela. Mucho tiempo después, su nombre apareció en los agradecimientos del libro de Camps, en los que resumió la “investigación” sobre el caso Papel Prensa.
Los testigos de Puesto Vasco recuerdan que sus torturadores –entre ellos, el condenado Norberto Cozzani– tenían delirios persecutorios. A Isidoro Graiver le preguntaron, ésa u otra vez, sobre el Plan Andinia: un panfleto antisemita en clave conspirativa que en 1971 escribió Walter Beveraggi Allende, un profesor de economía de la UBA, que advertía que el estado de Israel y la comunidad judía internacional tenían planes secretos para apropiarse de la Patagonia, porque no tenían espacio suficiente para vivir en Medio Oriente.
Otros testigos que dieron pistas sobre la presencia de Rodríguez Varela en el chupadero fueron el actual canciller Héctor Timerman, Lidia Papaleo, Silvia Fanjul, Rafael Iannover y Lidia Gesualdi.
El ex fiscal de Estado y su adjunto, Roberto Durrieu, como tantos otros apologistas de la dictadura, aún hoy integran –como socio fundador el primero, como vocal y autor del Estatuto, el segundo– una asociación jurídica y jurásica: la Sociedad de Abogados Penalistas de Buenos Aires.
Sus abogados defensores hicieron presentaciones para dilatar la disposición, que transita un camino jurídico-burocrático. Sin embargo, la cárcel parece ser el destino inexorable del otrora señor fiscal.
23/12/12 Miradas al Sur
Por Laureano Barrera
lesahumanidad@miradasalsur.com
Etchecolatz. El ex jefe policial sacó un cartel cuando era leída su condena. Lo sacaron de la sala. (TELAM).
El Tribunal condenó a los 23 imputados. A 16 de ellos, a reclusión perpetua. Tal fue el caso Jaime Smart, el primer civil condenado por crímenes de lesa humanidad. También se ordenó la captura del ex fiscal Alberto Rodríguez Varela.
Sucedió un día de noviembre de hace cinco años, durante los alegatos del juicio al capellán policial Christian Von Wernich. En aquel entonces pareció más una utópica expresión de deseo que una premonición: “Ese asalto a las instituciones tuvo como objetivo disciplinar a la sociedad mediante la utilización del terror para implantar así un nuevo modelo económico, político y social, del cual fueron beneficiarios unos pocos y que es lo que explica la participación de los grupos civiles que fueron tan autores y tan partícipes de ese proceso de la dictadura militar como los jefes de las Fuerzas Armadas. Porque así como hubo un Videla, hubo un Martínez de Hoz; y así como hubo un Camps o un Etchecolatz tenemos aquí los casos de Rodríguez Varela, Durrieu y Smart. Algún día, los responsables civiles del terrorismo de Estado también serán sometidos al proceso que les corresponde para responder por sus crímenes”.
Ese día, por el que pugnaban la querella de la Secretaría de Derechos Humanos y gran parte de la sociedad, ha comenzado a despuntar. El miércoles que pasó, el Tribunal Oral Federal Nº 1 compuesto por Carlos Rozanski, Mario Portela y Roberto Falcone condenó a los 23 represores del llamado Circuito Camps –ministros, jefes policiales y guardias de menor rango–, 16 de ellos a reclusión perpetua. Entre los que pasarán el resto de sus días a la sombra, hay quienes ya purgaban condenas anteriores como el ex director de Investigaciones de la policía bonaerense, Miguel Osvaldo Etchecolatz, y el ex subjefe de la Policía bonaerense, Rodolfo Aníbal Campos. Otros fueron condenados primerizos, como el ex ministro de gobierno de la provincia, Jaime Lamont Smart, que también se convirtió en el primer civil condenado por estos delitos.
En un muestrario del horror vivido que se prolongó un año, los sobrevivientes contaron sobre violaciones sexuales a secuestrados, la rígida clandestinidad de Arana y el padecimiento de hambre en la comisaría 5ª. La sentencia resonó también por la calificación de los hechos: “Delito internacional de genocidio”. La figura es más específica que la fórmula “en el marco del genocidio” utilizada en otros fallos, pero sigue siendo por los tipos penales domésticos y no incide en el monto de las penas.
Además, los jueces revocaron las prisiones domiciliarias y dispusieron condenarlos por autoría directa: una derivación de la teoría de la “infracción de deber” que posibilita responsabilizar con mayor amplitud a funcionarios en contextos históricos de violaciones masivas a los derechos humanos, como las ocurridas durante la noche de muerte que implantaron Videla y sus secuaces civiles y militares.
El veredicto del Tribunal, aplaudido unánimemente por agencias estatales y organismos de derechos humanos, explora sobre cada una de las líneas que componen la trama urdida para matar opositores políticos durante la dictadura cívico-militar. Porque no sólo recomienda investigar al secretario del vicario, Emilio Graselli, y –específicamente– a los funcionarios del seminario mayor San José de La Plata, cuyo doblar de las campanas ubicó espacialmente a varios secuestrados de la comisaría 5ª, y cuya comida era la que recibían en cuentagotas. También focaliza en el rol de La Nación, no ya en las complicidades manifiestas de la época en que sucedieron los hechos, sino en la defensa encendida de uno de los condenados, Jaime Smart, a través de notas y editoriales, nada menos que la voz institucional del diario.
Rodríguez Varela también tenía llegada a la mesa chica del diario de los Mitre. En una extensa columna publicada en marzo de 2007 por La Nación, Rodríguez Varela aseguraba encontrarse “nuevamente en plena discordia, intentando algunos mantener una visión asimétrica que inculpe a los militares, también quizá a la Triple A y al gobierno de Isabel Perón, pero que cubra con la más absoluta impunidad a los terroristas que desataron nuestra guerra interior y la mantuvieron, incluso, con gobiernos constitucionales”. Y terminaba la parrafada con un tono no muy distante a la amenaza: “Vana ilusión y frágil visión. En cuanto cambie el contexto, las lealtades de hoy sucumbirán y se reanudará la persecución de quienes vayan cesando en sus cargos”. Ahora, pesa sobre el diario una denuncia en la Comisión Nacional de Independencia Judicial, la Corte Suprema de Justicia y la Comisión Interpoderes por haber publicitado “de manera falaz los hechos juzgados, intentando mejorar la situación procesal” de Smart. Y sobre su compadre de andanzas en el Camarón, Rodríguez Varela, un pedido de captura.
El Señor Fiscal. Ese entramado cobra mayor sentido con la orden de detener a Alberto Rodríguez Varela, ex fiscal de Estado, ex ministro de Justicia y ex rector universitario de la última dictadura. También con iniciar pesquisas sobre otros funcionarios que llegaron al Ejecutivo de la provincia de Buenos Aires cuando Smart se rodeó de sus hombres de máxima confianza: Héctor Munilla Lacasa, Juan María Torino Olivieri, Edgardo Frola, Roberto José María Durrieu y Roberto Bullrich. Todos ellos, acusados por la privación ilegítima de la libertad y los tormentos de los miembros del grupo Graiver durante la apropiación de Papel Prensa.
Se probó durante las audiencias que Rodríguez Varela asistía a Puesto Vasco a entrevistarse con miembros del grupo Graiver que estaban secuestrados y torturados. Uno de ellos es Isidoro Graiver, el hermano de David, que fue secuestrado el 17 de marzo de 1977, la misma semana que gran parte de su familia y empleados o ex empleados de sus empresas. Con tanto dinero de por medio, los hombres de Camps andaban desbocados, como tiburones olfateando la sangre.
Luego de tres semanas de cautiverio, tabicado y torturado, a Isidoro Graiver lo llevaron a una salita contigua en el centro clandestino. Ramón Camps, de civil, se presentó por su rango de coronel y por su cargo de jefe de la fuerza. Hizo tres preguntas “sin mayor significación y nada más”, recordó Graiver mucho tiempo después. Lo acompañaba, a sus espaldas, un hombre trajeado y circunspecto que se mantuvo en un estricto silencio. “No sé si le dio letra antes a Camps”, dijo el sobreviviente. En aquel momento no supo quién era. Un tiempo después lo vio en el diario. Era un mal fisonomista, pero no le quedaban dudas: era Rodríguez Varela. Mucho tiempo después, su nombre apareció en los agradecimientos del libro de Camps, en los que resumió la “investigación” sobre el caso Papel Prensa.
Los testigos de Puesto Vasco recuerdan que sus torturadores –entre ellos, el condenado Norberto Cozzani– tenían delirios persecutorios. A Isidoro Graiver le preguntaron, ésa u otra vez, sobre el Plan Andinia: un panfleto antisemita en clave conspirativa que en 1971 escribió Walter Beveraggi Allende, un profesor de economía de la UBA, que advertía que el estado de Israel y la comunidad judía internacional tenían planes secretos para apropiarse de la Patagonia, porque no tenían espacio suficiente para vivir en Medio Oriente.
Otros testigos que dieron pistas sobre la presencia de Rodríguez Varela en el chupadero fueron el actual canciller Héctor Timerman, Lidia Papaleo, Silvia Fanjul, Rafael Iannover y Lidia Gesualdi.
El ex fiscal de Estado y su adjunto, Roberto Durrieu, como tantos otros apologistas de la dictadura, aún hoy integran –como socio fundador el primero, como vocal y autor del Estatuto, el segundo– una asociación jurídica y jurásica: la Sociedad de Abogados Penalistas de Buenos Aires.
Sus abogados defensores hicieron presentaciones para dilatar la disposición, que transita un camino jurídico-burocrático. Sin embargo, la cárcel parece ser el destino inexorable del otrora señor fiscal.
23/12/12 Miradas al Sur
GB
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