Kirchnerismo y jacobinismo: la saga
maldita
Por Ricardo Forster
Hay
que tomar en serio el ‘vamos por todo’. No es un relato, es una explícita
declaración de intenciones. No es un subterfugio narrativo para engañar a
partidarios ni a enemigos. Es algo que la Presidenta y sus leales desean y creen
que puede obtenerse. Ir por todo implica no dejar nada a nadie: a los enemigos
ni justicia. Así se cierra el círculo vicioso de la virtud jacobina en su
versión criolla”.
Beatriz Sarlo, “Teoría y práctica cristinista del ‘vamos
por todo’”, en La Nación, 16/12/12
Cierto discurso que se reclama como
progresista y republicano busca, a la hora de analizar el kirchnerismo,
establecer una genealogía –no carente de significación política y como parte de
una estrategia de horadación sistemática de sus perspectivas centrales– que lo
convierta en heredero directo de una alquimia que va de los jacobinos franceses
a la teoría del jurista alemán Carl Schmitt que trazó la línea maestra de la
diferenciación amigo-enemigo como núcleo, así lo sostenía el compañero de ruta
del nacionalsocialismo en los años turbulentos de la Alemania de entreguerras,
de una política antiliberal y posilustrada. Una saga que arranca con
Robespierre, Marat y Saint-Just y se encuentra, para sorpresa de quienes no
imaginaron esas filiaciones entre los orígenes de la izquierda y la construcción
filosófico-política de una de las derechas más radicales que se desplegaron en
la primera mitad del siglo XX, con un claro giro contrarrevolucionario después
de haber pasado por la etapa bolchevique. Sin pudor, esos intérpretes se
subieron al tren de la derecha neoliberal que, puesto en marcha hacia finales de
los años setenta –cuando se iniciaba el proyecto arrasador del tándem
Thatcher-Reagan– comenzó el trabajo de desmantelamiento de las tradiciones
democrático-populares convirtiéndolas en el punto de partida de los
totalitarismos modernos. Muchos antiguos izquierdistas se acomodaron sin
inconvenientes en el interior de ese giro conservador de la historia
despachando, sin complejos, sus vocaciones igualitaristas y emancipadoras como
restos arqueológicos de otra época del mundo.
La deducción es evidente y
salta a la vista: el kirchnerismo representa, hoy y entre nosotros, la
actualización –quizá tragicómica dirían estos intérpretes– de esa perturbadora
saga que ha tendido a homologar tradiciones revolucionarias con tradiciones de
derecha y fascistas en esas lecturas arrasadoras y cargadas de prejuicios de la
complejidad de la historia, alimentados, esos prejuicios y esas
simplificaciones, por el giro neoliberal del antiguo progresismo, que establece
una línea de continuidad entre el jacobinismo y los totalitarismos del siglo que
ha quedado a nuestras espaldas.
El kirchnerismo, bajo la forma de la
parodia que se estructura, eso escriben las plumas principales que parecen
recostarse en el progresismo pero se pronuncian desde la tribuna clásica de la
derecha argentina, alrededor de la frase “vamos por todo”, seguiría expandiendo
las últimas descargas espasmódicas de un ontologismo político asumido como
exigencia de lo absoluto. Expresado bajo otra nomenclatura no menos perturbadora
la podríamos presentar, a esta filiación histórica, siguiendo una línea
temporal: revolución francesa (origen del terror estatal y de la “virtud
incorruptible”), revolución rusa (ampliación de los alcances de la dictadura
revolucionaria hasta convertirla en una maquinaria represiva sin fisuras) y
contrarrevolución nazi (forma radical del totalitarismo cuyo germen ya se
encontraba en el comité de salud pública jacobino y en todas las ideologías que
fueron deudoras de esa matriz forjada desde una reducción de la política a
“ética de la convicción”, esto es, a un decisionismo de lo absoluto e
innegociable enfrentado al consensualismo democrático-republicano del
liberalismo). Como heredero de esta perturbadora saga, el cristinismo, versión
radicalizada del kirchnerismo, estaría llevando a la democracia argentina hacia
su colapso autoritario. La mesa está puesta: contra ese “peligro jacobino” hay
que defender a la república de sus envilecedores que están dispuestos, una vez
más, a negarles toda justicia a los enemigos. ¿Reconoce el lector la estrategia
que lleva en su interior ese argumento –utilizado por las derechas
continentales– de “rescate de la democracia” de sus destructores internos que se
expresan en el neopopulismo?
El “relato” del kirchnerismo (forjado, eso
dicen, en la supuesta influencia que sobre Cristina Fernández han tenido y
siguen teniendo Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, cultores contemporáneos de la
categoría schmittiana de “amigo-enemigo”) no sería otra cosa que la última
estación de la vieja maquinaria, algo herrumbrada, del “giro totalitario” de los
populismos actuales. La historia de la modernidad guardó, como excrecencia
política, la metamorfosis de los proyectos revolucionarios en máquinas de terror
totalitario. Lo que no dicen, estos progresistas liberal-conservadores, es que
la consecuencia última que se extrae de esta genealogía es que la propia
democracia, bajo su matriz popular, lleva en su interior ese germen destructivo
que desde siempre habitó en la tradición revolucionaria. Si fuesen consecuentes,
como lo viene siendo la derecha europea contemporánea, estarían cada vez más
dispuestos a desprenderse de la tradición democrática en nombre de la pureza
republicana y liberal. Todavía, para antiguos militantes de izquierda, resulta
difícil dar el último paso hacia el sinceramiento político. Sus críticas al
experimento popular-democrático kirchnerista apuntan, ya casi sin disimulos, a
la restauración bajo la máscara de una república recuperada de su envilecimiento
populista.
La consecuencia política directa de este posicionamiento la
podemos encontrar reflejada en el espanto que sienten algunos intelectuales
autoafirmados como progresistas y/o socialdemócratas frente a la “desprolijidad
populista” del kirchnerismo que ha reinstalado la lógica de la beligerancia y la
confrontación entremezclando de manera escandalosa lo que debe ser prolijamente
separado para que la dinamita no explote. Maestros retóricos del consensualismo
no expresan otra cosa que el pánico bienpensante ante el retorno, inesperado,
del litigio por la igualdad, un litigio que, en cada época, adquiere sus propios
rasgos. Negada como una anomalía salvaje de la historia la etapa de la
revolución, se abrió el camino, desde la lógica del poder hegemónico, para ir
desmontando de a poco los contenidos igualitaristas de la tradición democrática
y para reintroducir el ideal republicano prolijamente despojado de cualquier
herencia plebeya y, ahora, focalizado en la cuestión de las elites y de una
suerte de mitificación ahistórica de las “instituciones” (allí está el cruce de
frontera generado, a finales de los años ’70, por el libro del historiador
François Furet –Pensar la Revolución Francesa– en el que no sólo se ponía en
discusión los ideales “modernos” emanados del jacobinismo revolucionario, sino
que se reducía la propia matriz de la revolución a terror, a punto de partida de
los horrores desatados en la peripecia de una modernidad nacida de la Revolución
Francesa con lo que la propia tradición democrática comenzaba a ser descripta,
con astucia y sigilo, en juego con su otrora opuesto, el
totalitarismo).
La crítica del papel de las multitudes sería una
constante de esa línea liberal; una crítica que volvía a recoger la herencia del
desprecio de las elites de finales del XIX hacia los desafíos que provenían de
las masas plebeyas pero que también se vinculaba, más subterráneamente, a la
matriz contrarrevolucionaria del conservadurismo de finales del siglo XVIII y
principios del XIX (más de un progresista se sentiría algo perturbado al
“descubrir” esta insospechada filiación). Redefinir la idea de “pueblo”, dándole
otra significación histórica hasta desmontar pacientemente sus contenidos
emancipatorios, sería otra de las inquietudes de los críticos neoliberales que
terminaron de hacerse fuertes en el tránsito de la década del setenta a la del
ochenta cuando la noche de los ideales revolucionarios parecía ocupar toda la
escena del mundo. Constituye una tarea no menor reconstruir, bajo nuevas
perspectivas, una tradición, la popular democrática, que también ha dejado sus
males en su travesía por la historia; hacerlo implica, también, recuperar lo
mejor de la idea republicana pero entramándola con aquella otra proveniente de
las canteras del igualitarismo.
Desprendida de la gramática del conflicto
la vida política se apropió, como hoja de ruta de ese nuevo tiempo, de los
lenguajes y de las prácticas del gerenciamiento empresarial llevando hasta su
supuesta extenuación aquello que, en otra etapa de la historia, había sido lo
propio de la politicidad: el litigio por la igualdad, la disputa por las
condiciones materiales de la existencia y, junto con ello, la querella en el
interior de la propia democracia por definir su núcleo hegemónico. Sin conflicto
y sin antagonismos, lo político transmutó en pura fuerza de policía, es decir,
en prácticas de control, orden y administración asociadas en el imaginario de la
época a los ideales republicanos y a la calidad institucional. Prolijidad,
armonía, consenso, competencia sana, sociedad del riesgo, posmodernidad, mercado
global, iniciativa privada, se convirtieron, en las décadas finales del siglo
XX, en las palabras-llave que abrían las puertas de un presente pletórico de
esperanzas y sellador de cualquier posibilidad de retorno a los tiempos oscuros
y sombríos en los que reinaba la política del conflicto.
Pensando desde
otro registro (en un texto anclado en los inicios de los años noventa cuando la
ola neoliberal se expandía por un mundo atónito y aparentemente sin defensas),
el filósofo Jacques Rancière señalaba que la “democracia ha superado la época de
sus fijaciones arcaicas en la que convertía la debilitada diferencia entre ricos
y pobres en mortal asunto de honor, encontrándose hoy tanto más asegurada en
cuanto perfectamente despolitizada, en tanto ya no es más percibida como objeto
de una elección política sino vivida como medio ambiente, como el medio natural
de la individualidad posmoderna, sin imponer ya las luchas y los sacrificios que
se contradecían con los placeres de la época igualitaria”. Ese mecanismo de
naturalización de la democracia (es un hallazgo la fórmula “vivida como medio
ambiente”) se correspondió, y Rancière lo explicita con crudeza, con la más
amplia despolitización de la sociedad allí donde dejó de funcionar el conflicto
de origen para ser desplazado por la maquinaria consensualista y por un nuevo
imaginario igualitario que dejó de girar alrededor del problema de la
distribución de la riqueza para convertirse apenas en un reclamo por ser parte
de la “igualdad para consumir” (una igualdad desarticulada de lo colectivo, que
era lo propio de su forma inicial, para quedar asociada al gesto puramente
individual del nuevo sujeto posmoderno).
Fuera del conflicto lo que quedó
invisibilizado socialmente fueron los sujetos otrora portadores de las demandas
igualitarias, es decir, todos aquellos que, con sus vidas sustraídas por la
explotación, quedaban doblemente relegados: en sus derechos y en su existencia
real. Quedó completada la tarea del desmontaje iniciada por Furet y los cultores
de una asociación entre democracia radical y terror. Primero quedó
desprestigiada la tradición de la revolución, después siguió el camino del
ostracismo el sujeto colectivo portador, otrora, de esas rupturas
revolucionarias de la continuidad y la repetición en la historia. La multitud
popular (el pueblo en ciertos registros, la clase obrera y/o los campesinos en
otros más vinculados a las izquierdas), no sólo quedaron expuestos como el
núcleo indiferenciado de “la barbarie” sino que, en un giro más espectacular e
impúdico, fueron despojados de su dinamismo, de su incidencia en los cambios de
la historia e, incluso, de su memoria rebelde. El republicanismo liberal
(incluyendo también a los nuevos exponentes de un progresismo “políticamente
correcto” e institucionalista) se convirtió, durante un par de décadas, en el
eje de una nueva “verdad histórica”, en la voz de orden para destituir los
rasgos “totalitarios” presentes en la tradición de la democracia hasta dejarla
exhausta de sí misma transformada, como ya se ha dicho, en un “pellejo vacío”.
En estos últimos años, una ola reivindicadora de lo olvidado de la historia
atraviesa Sudamérica reabriendo los expedientes de un debate no saldado en el
que, bajo experiencias actuales y antiguas, reaparece, con fuerza, la multitud
como garantía de una recuperación incipiente de la democracia
igualitaria.
Una ficción fundacional recorrió el cuerpo artificial de una
sociedad capturada por los engranajes cada vez más potentes de la industria del
espectáculo. Es ahí, en ese nuevo círculo virtuoso que une en un mismo recorrido
la despolitización, la neutralidad valorativa, la proliferación posmoderna, el
estallido monádico de individuos atrapados gozosamente en la red del
hiperconsumo y la afirmación de un presente eterno, que se entramó, como una
malla gruesa y aparentemente inexpugnable, el tiempo del fin de la historia y su
correlato de una democracia medioambientalista despojada de cualquier cantera de
la que pudieran extraerse nuevamente los conflictos de antaño. Una democracia
capaz de expulsar de sí misma su condición histórica y su evidencia, también
antigua, de ser escenario de una querella no resuelta.
La matriz
despolitizadora ampliamente desparramada en escala planetaria por la forma
neoliberal del capitalismo no sólo capturó el imaginario de amplios sectores
medios de la sociedad sino que, también, caló muy hondo en las tradiciones
provenientes del bienestarismo progresista e, incluso, en quienes se
referenciaban en las matrices de la izquierda y de lo nacional popular. Uno de
los rasgos sobresalientes, sobre el que todavía no se ha escrito demasiado, es
la mutación que se operó, en el interior de esos círculos, en relación directa
con la idea de “democracia”. Asfixiados por una atmósfera de época que parecía
traer sólo aires viciados por el “triunfo” neoliberal, incapaces de digerir el
bocado en mal estado del derrumbe de las ideas igualitarias y profundamente
desconcertados por la implosión, desde el propio interior, de las experiencias
mal llamadas socialistas, una amplia generación de intelectuales, de hombres y
mujeres provenientes de militancias antiburguesas pasaron, casi de la noche a la
mañana, de ser críticos de la democracia formal a convertirse en sus adoradores
más fervorosos, contribuyendo a lo que Rancière llamaba la “democracia vivida
como medio ambiente”.
Para muchos exponentes de esa generación detrás de
ellos quedaban el horror, la muerte y la derrota que fueron asociados al fracaso
estrepitoso de una concepción ideológica que ya no se correspondía con el mundo
real afirmado, de un modo que asumía la perspectiva de la eternidad, en la
estética de la sociedad de consumo y en la proliferación universal de una nueva
forma de subjetividad autorreferencial y atravesada de lado a lado por la
fascinación consumista. Junto con la emergencia del individuo hedonista (al
menos como experiencia real de quienes quedaban dentro del sistema y como deseo
insatisfecho de aquellos otros que eran excluidos de los llamados mercantiles al
goce) se pulverizaron las prácticas anticapitalistas y se expulsaron por
anacrónicas y vetustas las ideas que siguieran insistiendo con proyectos
alternativos al de un modelo de gestión de la sociedad que se ofrecía como
triunfante y definitivo. En todo caso, lo que quedaba para quienes no se
resignaban a ser parte de la masa acrítica de consumistas alienados pero
gozosos, era el distanciamiento crítico, la escritura testimonial y, claro, el
más allá de la política. Nunca como en los noventa estuvieron más alejados los
incontables de la historia, ampliamente marginados de la fiesta posmoderna, de
los forjadores profesionales de ideas que, en su etapa anterior, habían
contribuido con ahínco a reafirmar las virtudes míticas de aquellos mismos que,
en el giro despiadado de la actualidad neoliberal, serían despojados incluso
hasta de su memoria insurgente. La figura del intelectual, otrora imponente y
desafiante, dilapidó sus herencias y sus virtudes al precio del acomodamiento
académico o de la espectacularización mediática. Tiempo de ostracismo para
aquellos otros que no se resignaban a convertirse en coreógrafos de la
escenificación del fin de la historia. Fue en esa encrucijada en la que, bajo la
forma de lo inesperado, surgió el kirchnerismo. A partir de esa irrupción nada
volvió a ser igual y muchos de esos intelectuales progresistas terminaron por
confluir con el liberal-conservadurismo. De ahí no se han
movido.
20/12/12 Tiempo Argentino
GB
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