Por Gustavo Veiga
¿Cuál es la diferencia entre pelearse en los quinchos, el playón o la confitería de River? Ninguna. ¿Qué diferencia hay en las conductas de antes y de ahora entre funcionarios, dirigentes y barrabravas? Ninguna. ¿Qué soluciones se vislumbran para modificar una matriz de violencia que tiene cómplices en la política, el sindicalismo, la Justicia, la policía, el fútbol, el mundo empresario y hasta el periodismo? Ninguna. Las preguntas pueden repetirse como en un sinfín e invariablemente arrojarán la misma respuesta: ninguna. Porque ninguna es la voluntad para atacar un problema que se ha naturalizado, que anestesia, que olvida al muerto de ayer porque está bien muerto y al próximo muerto lo adivina, lo intuye, casi inexorable. Es, en palabras de Pablo Alabarces, doctor en sociología y especialista en el tema, “la historia de un fracaso compartido por todos, el de no poder salvar una sola vida” (extraído de Héroes, machos y patriotas, su último libro, un pormenorizado análisis de esta espinosa cuestión).
Siete minutos de furia homicida transformaron la confitería del estadio Monumental en una ratonera de la que fue casi imposible escapar. Está probado que el ataque exprés de la barra brava disidente a la oficial o cualquier otra pelea semejante entre estos grupos puede producirse a bordo de un avión o de un transatlántico. Lo mismo les da. Los hechos están documentados, probados. Basta un ejemplo. Hace casi diecinueve años, el 26 de octubre de 1995, dos pesados de los Borrachos del Tablón fueron deportados desde Porto Alegre, Brasil. El motivo fue que en un vuelo de Varig, 54 barras se emborracharon, pelearon entre ellos y abusaron de las azafatas durante el viaje.
Esta vez fue en tierra firme y más cerca, en Núñez. No al aire libre, como en los dos combates anteriores, en los quinchos y el playón de estacionamiento. Pero sí, al igual que en esas ocasiones, adentro del club. Eligieron un lugar muy transitado, en plena tarde y cuando socios, alumnos del instituto educativo que funciona en River y chicos de las divisiones inferiores ocupaban la mayoría de las mesas de la confitería. Nada los inhibió y, mucho menos, la precaria vigilancia privada. Los atacantes portaban handies para comunicarse. Fueron por su botín, los salvoconductos para ver el partido de vuelta con Boca por la semifinal de la Copa Sudamericana. Carnets, entradas de protocolo, lo que pudieran manotear de sus adversarios circunstanciales, porque en este tipo de grupos las relaciones suelen ser circunstanciales y por conveniencia mutua.
Hasta aquí, la crónica abreviada de los hechos. Una interna entre barrabravas, la violencia que se desata y el parte policial que tipifica en muertos, heridos y damnificados varios a las víctimas o victimarios. En marzo de 2008, las víctimas estuvieron entre la Banda del Oeste durante un ataque de la barra oficial en el corazón de la popular visitante de Vélez. Hoy son los victimarios de la confitería. Si se permite la diferenciación. Un atajo dialéctico del discurso dominante no haría tal distinción: serían potenciales asesinos los dos.
Lo que pasó en esos siete minutos en River, cuyos problemas de violencia –con matices– son parecidos en la mayoría de los clubes, fue el alimento de las coberturas periodísticas, a menudo descontextualizadas y por lo general carentes de interpretación. Más interesante para sacar conclusiones, reforzar las precarias certezas que tenemos o teorizar sobre la matriz de este problema fue el contrapunto público entre el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, y el presidente de River, Rodolfo D’Onofrio.
No debería ser éste, el de la violencia en el fútbol, un compromiso ajeno al Estado, como lo definió el funcionario en una conferencia de prensa, cuando dijo: “No es competencia del Gobierno trabajar en esos temas”. A menos que se piense que los clubes de fútbol son territorios donde no se hace política, sólo sirven para realizar actividades lúdicas y que no deberían ser alcanzados por la tutela del Estado.
Capitanich responsabilizó a River por lo que pasó. Textual: “Hay una responsabilidad de las autoridades de la institución por facilitación de acceso, por sistemas de control interno, por identificación de las personas y porque deben propiciar las denuncias correspondientes”. D’Onofrio hizo su mea culpa, asumió que había sido un error no suspender a los barrabravas que figuran en el padrón de socios, pero también dijo con cierto cinismo que no sabía “quién es el jefe. River no hace inteligencia”. Hasta pidió “una custodia muy grande”. Fue un pase de pelota entre el jefe de Gabinete y el presidente del club que pone blanco sobre negro el de-sentendimiento de ambos sobre un problema viscoso, piantavotos, donde quienes tienen las mayores responsabilidades políticas miran para otro lado.
A principios de septiembre pasado, a dos cuadras de la sede y del estadio del club Sarmiento de Resistencia, un barrabrava fue asesinado en medio de un enfrentamiento entre dos facciones de la institución. Se llamaba Gonzalo Rodríguez y tenía 25 años. Capitanich preside la entidad deportiva (donde renovó su mandato en junio pasado), aunque está en uso de licencia y lo reemplaza en el cargo Gabriel Lemos, el subsecretario de Infraestructura escolar del Chaco. Cuando los medios buscaron responsables por el episodio, él se defendió: “No se puede utilizar la figura del jefe de Gabinete como una estrategia para enlodar”.
Con su experiencia en la política y también en el mundo del fútbol, debería saber que la violencia en el juego-espectáculo que más aliena a los argentinos es un campo de lodo que salpica a funcionarios, jueces, dirigentes deportivos, policías, empresarios, protagonistas de pantalones cortos y periodistas que hablan del tema con un carácter no inclusivo, como si fueran ajenos a él.
Una muerte evitable o un ataque evitable, por previsible, agigantan la sensación de que estamos demasiado lejos de reducir la cuota-parte de violencia que le aporta el fútbol a nuestra sociedad. La negación en los discursos de la propia responsabilidad o su atribución a terceros mientras el problema nos supera también contribuye a no entender lo que pasa y por qué nos pasa.