Por Daniel Cecchini
dcecchini@miradasalsur.com
En estos días, por la acción de los sectores concentrados del poder económico y sus socios políticos y mediáticos –pero también por sus propios errores– el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner soporta la movida desestabilizadora más potente que se haya visto en la Argentina desde el golpe de mercado que obligó a Raúl Alfonsín a dejar anticipadamente la Casa Rosada.
A mediados de abril de 1987, centenares de miles de ciudadanos salieron espontáneamente a las calles para dejar en claro que no querían más golpes de Estado en la Argentina. La mayoría de ellos se dirigió a Campo de Mayo, una de las cabeceras de la rebelión carapintada, y a Plaza de Mayo a dar un apoyo incondicional al gobierno constitucional que había sido elegido democráticamente poco más de tres años antes. La participación de estos ciudadanos –y la posición de la inmensa mayoría de la sociedad argentina– fue determinante para evitar que la asonada militar se transformara en otra cosa. La espontaneidad de la movilización ciudadana –que no se tradujo en ningún tipo de organización posterior– no pudo impedir, sin embargo, que meses después el gobierno de Raúl Alfonsín cediera a las pretensiones de los subversivos embetunados y promoviera la aprobación de las leyes de impunidad en el Congreso Nacional.
En diciembre de 2001, centenares de miles de ciudadanos salieron espontáneamente a la calles de Buenos Aires, del Conurbano y de muchas otras ciudades del país, precipitaron la caída del gobierno de Fernando De la Rúa y, con él, pusieron punto final a una década de desguace neoliberal en el país. Se trataba de marginados sin trabajo, de jóvenes sin futuro, de hambrientos, de ciudadanos de clase media desesperados por el secuestro de sus ahorros y de personas indignadas por una década de vaciamiento y de aniquilamiento de derechos. Sus intereses –muchos de ellos disímiles– confluyeron y la noche del 19 de diciembre en la Plaza de Mayo corearon juntos dos consignas de resistencia: “duro, duro duro/ el estado de sitio se lo meten en el culo” y “que se vayan todos”. Esa movilización derrotó la sangrienta represión de un gobierno agónico y recuperó la esperanza para millones de argentinos. Sin embargo, más allá de la persistencia de algunas asambleas populares, la pueblada no se tradujo en organización y, aquietadas las aguas, de los que tenían que irse se quedaron casi todos.
En estos días, por la acción de los sectores concentrados del poder económico y sus socios políticos y mediáticos –pero también por sus propios errores– el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner soporta la movida desestabilizadora más potente que se haya visto en la Argentina desde el golpe de mercado que obligó a Raúl Alfonsín a dejar anticipadamente la Casa Rosada. La situación no es la misma: las reservas del Banco Central –aunque menguadas– hacen imposible que una corrida monetaria se transforme en un golpe de mercado exitoso. El Gobierno Nacional, asimismo, tiene una fortaleza política con la que el radicalismo gobernante en 1989 ni siquiera pudo soñar.
Pero el efecto de la jugada desestabilizadora no puede ser soslayado. La estampida de precios tiene un doble efecto: puede dejar a millones de argentinos en una situación de vulnerabilidad y, también, agita los fantasmas que anidan en el imaginario de otros importantes sectores de la sociedad, fundamentalmente la clase media.
La semana pasada, quien esto escribe señaló que era necesario un tiempo para ver la eficacia de las medidas tomadas por el Gobierno, fundamentalmente en lo que hace al precio del dólar y al control de los precios. También escribió entonces que, sin embargo, cualquier medida que tomara el Gobierno no sería suficiente si detrás de ellas no había un pueblo organizado que las apoyara y, con su participación, las garantizara. Esto es precisamente lo que falta hoy – igual que en abril de 1987 y en diciembre de 2001– en la sociedad argentina: organización ciudadana para defender sus intereses básicos.
Hay múltiples razones para que esto sea así. Una de las fundamentales es la propia cultura política de la sociedad argentina, la mayoría de cuyos integrantes entiende que su participación debe ser reducida a un voto que delega responsabilidades. Otra de enorme peso, el modelo clientelista que –con matices– han aplicado todos los gobiernos argentinos desde el retorno de la democracia (por poner una fecha para un fenómeno preexistente) y que es la marca de fábrica de la manera de hacer política del peronismo y del radicalismo, incluyendo sus neologismos, ramificaciones y variantes. Una tercera, la existencia de organizaciones sindicales generadoras de castas de dirigentes más preocupados por sus intereses políticos, económicos y personales que por la defensa de los derechos de los trabajadores.
En todo país capitalista dependiente las presiones de los grupos económicos concentrados son constantes y las crisis que éstas provocan tienen un carácter cíclico. En la América latina de estos días están ocurriendo con mayor fuerza y frecuencia allí donde hay gobiernos que han intentado incluir a sectores de la población largamente postergados y morigerar los efectos de la desigualdad.
En el caso específico de la Argentina, la mayoría de la sociedad asiste –preocupada, asustada y/o indignada– a una combinación de suba de precios, bombardeo mediático y riesgo de desabastecimiento de productos. Frente a ello –por su histórica falta de organización ciudadana y de conciencia sobre la necesidad de participación– se encuentra prácticamente inerme. No hay, por ejemplo, ciudadanos que se organicen para controlar el acuerdo de precios (sea lo que esto realmente fuere), tampoco se ve a las organizaciones sindicales convocando a sus afiliados para que lo hagan. Menos aún se organizan boicots contra los productos de las empresas que especulan con los precios.
El Gobierno –mientras tanto y más allá de sus innegables logros de la última década– toma medidas coyunturales y se queja de la conducta “antipatriótica” y “especulativa” de empresarios y entidades financieras. Cómo si éstos hubieran tenido alguna vez la buena voluntad de actuar diferente. Quizás haya que incorporar a los manuales políticos aquella vieja tira de Quino donde Malfalda le preguntaba a un capitalista cuál era su nacionalidad. El capitalista, gordo y galerudo, sonreía y le contestaba: “No, nena, el capitalismo no tiene patria”.
No se trata de caer en simplificaciones, pero con una sociedad consciente de que su participación (real y no delegada) es decisiva para la defensa de sus derechos e intereses, hoy la pelea se daría en otros términos. También si desde el Gobierno se hubiera puesto seriamente límite al poder de los grupos económicos y financieros concentrados que ahora, nuevamente, lo acosan y, al mismo tiempo, atentan contra la calidad de vida de los argentinos.
Se podrá decir que no hay nada que hacerle, que son las limitaciones reales del populismo. También, claro, son reales las consecuencias que por ellas paga la sociedad.
02/02/14 Miradas al Sur
dcecchini@miradasalsur.com
En estos días, por la acción de los sectores concentrados del poder económico y sus socios políticos y mediáticos –pero también por sus propios errores– el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner soporta la movida desestabilizadora más potente que se haya visto en la Argentina desde el golpe de mercado que obligó a Raúl Alfonsín a dejar anticipadamente la Casa Rosada.
A mediados de abril de 1987, centenares de miles de ciudadanos salieron espontáneamente a las calles para dejar en claro que no querían más golpes de Estado en la Argentina. La mayoría de ellos se dirigió a Campo de Mayo, una de las cabeceras de la rebelión carapintada, y a Plaza de Mayo a dar un apoyo incondicional al gobierno constitucional que había sido elegido democráticamente poco más de tres años antes. La participación de estos ciudadanos –y la posición de la inmensa mayoría de la sociedad argentina– fue determinante para evitar que la asonada militar se transformara en otra cosa. La espontaneidad de la movilización ciudadana –que no se tradujo en ningún tipo de organización posterior– no pudo impedir, sin embargo, que meses después el gobierno de Raúl Alfonsín cediera a las pretensiones de los subversivos embetunados y promoviera la aprobación de las leyes de impunidad en el Congreso Nacional.
En diciembre de 2001, centenares de miles de ciudadanos salieron espontáneamente a la calles de Buenos Aires, del Conurbano y de muchas otras ciudades del país, precipitaron la caída del gobierno de Fernando De la Rúa y, con él, pusieron punto final a una década de desguace neoliberal en el país. Se trataba de marginados sin trabajo, de jóvenes sin futuro, de hambrientos, de ciudadanos de clase media desesperados por el secuestro de sus ahorros y de personas indignadas por una década de vaciamiento y de aniquilamiento de derechos. Sus intereses –muchos de ellos disímiles– confluyeron y la noche del 19 de diciembre en la Plaza de Mayo corearon juntos dos consignas de resistencia: “duro, duro duro/ el estado de sitio se lo meten en el culo” y “que se vayan todos”. Esa movilización derrotó la sangrienta represión de un gobierno agónico y recuperó la esperanza para millones de argentinos. Sin embargo, más allá de la persistencia de algunas asambleas populares, la pueblada no se tradujo en organización y, aquietadas las aguas, de los que tenían que irse se quedaron casi todos.
En estos días, por la acción de los sectores concentrados del poder económico y sus socios políticos y mediáticos –pero también por sus propios errores– el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner soporta la movida desestabilizadora más potente que se haya visto en la Argentina desde el golpe de mercado que obligó a Raúl Alfonsín a dejar anticipadamente la Casa Rosada. La situación no es la misma: las reservas del Banco Central –aunque menguadas– hacen imposible que una corrida monetaria se transforme en un golpe de mercado exitoso. El Gobierno Nacional, asimismo, tiene una fortaleza política con la que el radicalismo gobernante en 1989 ni siquiera pudo soñar.
Pero el efecto de la jugada desestabilizadora no puede ser soslayado. La estampida de precios tiene un doble efecto: puede dejar a millones de argentinos en una situación de vulnerabilidad y, también, agita los fantasmas que anidan en el imaginario de otros importantes sectores de la sociedad, fundamentalmente la clase media.
La semana pasada, quien esto escribe señaló que era necesario un tiempo para ver la eficacia de las medidas tomadas por el Gobierno, fundamentalmente en lo que hace al precio del dólar y al control de los precios. También escribió entonces que, sin embargo, cualquier medida que tomara el Gobierno no sería suficiente si detrás de ellas no había un pueblo organizado que las apoyara y, con su participación, las garantizara. Esto es precisamente lo que falta hoy – igual que en abril de 1987 y en diciembre de 2001– en la sociedad argentina: organización ciudadana para defender sus intereses básicos.
Hay múltiples razones para que esto sea así. Una de las fundamentales es la propia cultura política de la sociedad argentina, la mayoría de cuyos integrantes entiende que su participación debe ser reducida a un voto que delega responsabilidades. Otra de enorme peso, el modelo clientelista que –con matices– han aplicado todos los gobiernos argentinos desde el retorno de la democracia (por poner una fecha para un fenómeno preexistente) y que es la marca de fábrica de la manera de hacer política del peronismo y del radicalismo, incluyendo sus neologismos, ramificaciones y variantes. Una tercera, la existencia de organizaciones sindicales generadoras de castas de dirigentes más preocupados por sus intereses políticos, económicos y personales que por la defensa de los derechos de los trabajadores.
En todo país capitalista dependiente las presiones de los grupos económicos concentrados son constantes y las crisis que éstas provocan tienen un carácter cíclico. En la América latina de estos días están ocurriendo con mayor fuerza y frecuencia allí donde hay gobiernos que han intentado incluir a sectores de la población largamente postergados y morigerar los efectos de la desigualdad.
En el caso específico de la Argentina, la mayoría de la sociedad asiste –preocupada, asustada y/o indignada– a una combinación de suba de precios, bombardeo mediático y riesgo de desabastecimiento de productos. Frente a ello –por su histórica falta de organización ciudadana y de conciencia sobre la necesidad de participación– se encuentra prácticamente inerme. No hay, por ejemplo, ciudadanos que se organicen para controlar el acuerdo de precios (sea lo que esto realmente fuere), tampoco se ve a las organizaciones sindicales convocando a sus afiliados para que lo hagan. Menos aún se organizan boicots contra los productos de las empresas que especulan con los precios.
El Gobierno –mientras tanto y más allá de sus innegables logros de la última década– toma medidas coyunturales y se queja de la conducta “antipatriótica” y “especulativa” de empresarios y entidades financieras. Cómo si éstos hubieran tenido alguna vez la buena voluntad de actuar diferente. Quizás haya que incorporar a los manuales políticos aquella vieja tira de Quino donde Malfalda le preguntaba a un capitalista cuál era su nacionalidad. El capitalista, gordo y galerudo, sonreía y le contestaba: “No, nena, el capitalismo no tiene patria”.
No se trata de caer en simplificaciones, pero con una sociedad consciente de que su participación (real y no delegada) es decisiva para la defensa de sus derechos e intereses, hoy la pelea se daría en otros términos. También si desde el Gobierno se hubiera puesto seriamente límite al poder de los grupos económicos y financieros concentrados que ahora, nuevamente, lo acosan y, al mismo tiempo, atentan contra la calidad de vida de los argentinos.
Se podrá decir que no hay nada que hacerle, que son las limitaciones reales del populismo. También, claro, son reales las consecuencias que por ellas paga la sociedad.
02/02/14 Miradas al Sur