sábado, 11 de enero de 2014
Esquirlas de un debate no saldado
Por Ricardo Forster
Una antigua y nueva discusión regresa en estos arduos, conflictivos y desafiantes días argentinos. Es aquella que opone, con sus matices, dos intervenciones en el interior de la sociedad: por un lado, la del lenguaje político que se mueve bajo las exigencias de una realidad que deja poco lugar para las ambigüedades y las contradicciones allí donde, por lo general, se ve obligado al discurso afirmativo y proposicional; por el otro lado, la del lenguaje de la crítica, propio de los ámbitos teóricos e intelectuales, que, por el contrario, suele moverse como pez en el agua eludiendo las determinaciones de la realidad a la hora de no tener que ofrecer, como núcleo de sus intervenciones, alternativas incontrastables, esas que emanan del ejercicio del poder. El primero se ve obligado a cierta univocidad, a la lógica de los contrarios, a nunca mostrarse dubitativo o frágil; la respuesta positiva es su naturaleza. El segundo tiene otras libertades y responde a otras lógicas en las que sí vale la pregunta que no encuentra una solución afirmativa y que prefiere seguir moviéndose en la incertidumbre propia de quien no tiene que ofrecerle a la sociedad soluciones ni determinaciones potentes e indiscutibles.
Ir de un registro al otro no resulta sencillo. Son pocas las ocasiones en las que ambos lenguajes encuentran correspondencia allí donde lo que suele impedirla es la trama de una realidad que le reclama a la política y a los políticos palabras directas, uniformes en su capacidad para definir con absoluta claridad el sentido de la disputa. El lenguaje intelectual tiene y debe usar la licencia que se le concede a la hora de rodear la cuestión en debate desde perspectivas distintas acentuando las tensiones, las opacidades y con autonomía de las demandas que surgen de las obligaciones gubernamentales y de los prejuicios de gran parte de la sociedad. Pocas veces se cruzan los caminos de la política y de la crítica. La afirmación y la negación cuando se pronuncian en la misma frase producen un efecto de antagonismo insoportable para la lógica del sentido común. En el mundo de las ideas eso es posible y hasta buscado. Son extraordinarios los momentos en que se producen esas confluencias. Sería formidable que se dieran con más y mayor naturalidad. ¿Pero acaso lo resiste la sociedad? ¿Sería aceptable el discurso de un político que pusiera en evidencia sus preguntas más profundas y lacerantes? Hemos sido formateados para el blanco y el negro. Lo demás, como decía un reaccionario vernáculo, es “vanidad de intelectuales”. ¿Cómo escapar de esa trampa empobrecedora? ¿Cómo intentar descifrar la estructura laberíntica de la sociedad y de sus dilemas sin apelar al dogmatismo o a la simplificación?
El camino recorrido desde el 2003 –incluso si retrasásemos la fecha a diciembre de 2001– no sólo ha redefinido dramáticamente la marcha del país sino que nos ha interpelado de un modo como ya no parecía posible. De la desilusión y el escepticismo, de la profunda crisis de las ideologías progresistas y populares a una visión pesimista de la época dominada por un capitalismo hegemónico y despiadado, hemos pasado, con sus más y sus menos, a una intensa repolitización acompañada por la aparición del entusiasmo y de la fuerza del pensamiento crítico asociado a prácticas políticas que desafían, en Sudamérica, el orden neoliberal hegemónico a nivel global. Es en este contexto en el que hay que intentar situar y comprender el debate alrededor de Milani y la política de derechos humanos. Sabiendo, también, que hay especificidades que hacen de ese debate una cuestión no reducible a otras instancias y fuertemente signado por la tensión, siempre presente, entre política y ética, entre razón de Estado y decisión moral. Si el kirchnerismo es fiel a sus orígenes no podrá eludir esta discusión y, sobre todo, deberá ser consecuente con ese legado y sus obligaciones persistentes.
No somos los jóvenes revolucionarios de los ’70 que pensábamos la política como instrumento para la creación de una nueva sociedad y que soñábamos –bajo la lógica de lo absoluto e innegociable– tomar el cielo por asalto llevando adelante nuestros ideales blindados e implacables con nuestras debilidades y/o contradicciones; tampoco somos, por suerte, los escépticos contempladores de una sociedad devastada que parecía haberse tragado ideales y posibilidades de habitar la política desde la perspectiva de una incidencia efectiva sobre una realidad viscosa; tampoco somos, estrictamente, aquellos intelectuales que, con nuestras revistas a cuestas y a contracorriente de las hegemonías culturales de los ’90, insistíamos con la crítica del mundo sabiendo de la corrosión de nuestras propias tradiciones político-intelectuales o, para decirlo con un giro tomado de Nicolás Casullo, de una crítica capturada, ella también, por un sistema voraz que ni siquiera dejaba lugar para imaginarnos fuera de sus tenazas y de su fuerza de absorción cuando todo discurso, por más radical que pareciese o fuera, quedaba como “un florero en el living del burgués”. Tampoco somos, después de diez años de kirchnerismo, los portadores de los mismos entusiasmos que, principalmente, nos conmovieron desde el 2008, pero tenemos (tengo) la certeza de seguir viviendo los mejores años de la democracia argentina, años de profunda reparación no sólo del país sino, fundamentalmente, de nosotros mismos, de nuestra manera de estar en la escena nacional y de repensar muchas cosas. Sin la marca que en nosotros han dejado estos años sorprendentes, sin lo que he denominado en otro lugar “el nombre de Kirchner”, su tremenda interpelación a una sociedad incrédula, nada de lo que ha ocurrido hubiese sucedido del modo como sucedió.
El giro de la materialidad histórica habilitó el advenimiento, bajo nuevas condiciones, de esa relación siempre tensa y compleja entre intervención política y mundo de ideas. Lo que parecía desahuciado por la inclemencia de hegemonías pospolíticas y poshistóricas, un abigarrado mundo de tradiciones intelectuales que por comodidad llamo de “izquierda”, pudo regresar sobre la escena de otra realidad para intervenir sobre esa misma realidad. Estos diez años también han rescatado de sus confusiones y crisis, de sus imposibilidades y estrecheces, de sus dogmatismos y sus parálisis, a esas tradiciones nacidas de ideales emancipatorios e igualitaristas. Incluso ha posibilitado un salto cualitativo para los propios movimientos de derechos humanos que han visto cómo se concretaban sus demandas cuando nada parecía abrir esa posibilidad en un país dominado por la impunidad y el cinismo. Se pasó de lo testimonial a una política de Estado. Y se lo hizo tanto para reparar una deuda con la memoria de los desaparecidos como para dotar de legitimidad ética a una reconstrucción de la política y de la sociedad.
El kirchnerismo conmovió creencias, certezas, sospechas, olvidos, negaciones y, también, nos permitió ser más generosos con los ideales de antaño al mismo tiempo que, para nuestra sorpresa, nos puso en el centro de la escena para disputar una pelea que ya no soñábamos. No nos prometió las certezas de ayer ni sus blindajes ideológicos (por suerte); tampoco nos aseguró que su marcha por el tiempo iba a ser impoluta. Todo lo contrario. Siempre supimos de las contaminaciones, de la resaca, de los límites y de las tramas canallas que se encierran en el peronismo (y que por extensión podríamos ampliar a las experiencias de izquierda que recorrieron el siglo pasado). Sabíamos que íbamos a incursionar en la política desde un lugar insólito para la mayoría de nosotros: defendiendo al Gobierno Nacional, siendo “oficialistas” y, claro, poniendo en debate, otra vez, la relación entre ideales y política en la época en la que se acabaron las certezas que cobijaron nuestra comprensión de la historia.
Vamos en gran medida avanzando sin brújula y casi a ciegas por el escenario de un mundo dominado por un capitalismo implacable que seguirá intentando arrasar con esta anomalía sudamericana que tiene uno de sus enclaves más provocadores en Argentina (eso sería bueno siempre recordarlo a la hora de ser duros con las políticas oficialistas, es decir, no subestimar lo que significan las ofensivas brutales de la derecha contra nosotros, ofensivas, como ya se ha señalado insistentemente, que ponen en evidencia la enorme provocación que el kirchnerismo le ha hecho al poder real). Pero, sobre todo, no podremos dejar de sentir las tensiones entre las exigencias de la política como lenguaje positivo –seguro de sí mismo y sin fisuras ni ambigüedades– y las demandas de la lengua crítico-intelectual (esto no significa que deba leerse la política sólo desde la linealidad afirmativa y a la crítica como deudora de instancias no políticas o definidas bajo la lógica de una negatividad libertaria).
Milani, su ascenso y su nombramiento, tienen que ver directamente con estas preocupaciones y con estas contradicciones, nuestras y del proyecto. Lo inmediato, no sé si lo más sencillo, es responder bajo la exclusiva demanda de los principios y de la actividad crítica y, claro, desprendernos de las exigencias de la razón política a la hora de rechazar a quien, supuestamente, está manchado por los crímenes de la dictadura (no es difícil hacer lo que hace el CELS, y eso independientemente de que admire y valore su enorme trabajo en defensa de los derechos humanos, porque su lógica es otra y su manera de colocarse ante las demandas de la feroz disputa política es inversamente proporcional a la del Gobierno, que no es una ONG ni un centro de investigaciones que se debe a sus fundamentos normativos y a sus protocolos). Mientras que el CELS no tiene que preocuparse de las disputas políticas, de la correlación de fuerzas, de las opacidades que emanan de la sociedad y del acto de ejercer el poder real, el Gobierno –en este caso, el que redefinió de modo sustantivo la política de derechos humanos– sí tiene que lidiar con el barro de la historia, con los límites que le impone una escena compleja y contradictoria. El CELS asume sólo, aunque no es poco, un compromiso con sus fundamentos y sus principios éticos escindidos de cualquier responsabilidad de gestión política. Otra es la demanda que se le hace al Gobierno, otras sus obligaciones y las dificultades por las que tiene que moverse a la hora de defender un proyecto siempre amenazado. Están también los que eligen quedar bien con la sociedad, caer siempre del lado políticamente correcto y asumir las posiciones que menos riesgos les implican.
El kirchnerismo, enfrentado a la encrucijada de la RealPolitik o a la persistencia de su capacidad ampliadora y transgresora de los límites, deberá, si quiere seguir constituyendo esa fuerza disruptiva, no dejarse colonizar por las demandas de fin de ciclo ni retroceder en aquello que definió su excepcionalidad en la historia argentina.
Un difícil y a veces imposible equilibrio entre las demandas implacables de la lucha política y las demandas, distintas y complementarias, que nacen del ámbito de las ideas y de los dispositivos éticos. Una vieja y siempre renovada controversia que viene acompañando, al menos desde la Revolución francesa y pasando por todas las experiencias revolucionarias del siglo veinte, cualquier intento de avanzar en una línea popular enmarcada en el interior de la vida democrática. El debate que ha suscitado el ascenso y el nombramiento del General Milani debe inscribirse en esta larga y no saldada tradición que sólo habita el universo de los proyectos progresistas. A la derecha jamás la desveló este tipo de polémicas (salvando excepcionales reticencias morales de algunos escasos intelectuales provenientes de ese sector). Seguramente es esa condición la que ha sostenido moralmente –tanto en la victoria como en la derrota– a las tradiciones de izquierda y nacional populares. Para ellas nada es lineal ni se resuelve bajo la exclusiva lógica de la razón de Estado. Por eso nos preocupa y nos ocupa la “cuestión Milani”. Y por eso también deberíamos preguntarnos por qué la derecha, la que fue parte de la dictadura, la que se opuso a los juicios, la que intentó una y otra vez imponer una política de olvido y reconciliación, la que ha criticado sin eufemismos la política de derechos humanos del kirchnerismo, esa derecha fiel a su historia de golpismos y violencias, hoy se dedica a cuestionar el ascenso de Milani colocándose a la izquierda y señalando el supuesto pasado que lo condena. Sorpresas te da la vida.
Horacio González ha escrito un texto importante que nos exige reflexionar sobre nosotros mismos. Él, eso creo, está convencido de la opción, voy a llamarla por comodidad, “ética” que, no por ser tal, deja de ser política. Su planteo, complejo y profundo, nos lleva a debates que no pueden resolverse en algunas líneas o de manera unívoca. Es el debate de la decisión moral, de la permanencia de los principios y de la capacidad de todo individuo de elegir, incluso en las peores circunstancias, si hacer el mal o no. Pero es también la discusión, nada menor, de los cambios en la vida de una persona (los ejemplos que ha dado Horacio, igual que otros que han intervenido en el debate, son multiplicables e involucran muchas experiencias –incluyo acá al ejército israelí, como para complicar todavía más la cuestión–. Siguen siendo indispensables, eso creo, las tremendas reflexiones de Dostoievski en Los demonios para también incorporar no sólo a quienes cometieron actos repudiables desde una maquinaria de derecha sino también para interpelar las prácticas revolucionarias y sus violencias). Y, surge con fuerza irrecusable, la cuestión de la culpa y de la responsabilidad. Vale, eso creo, seguir estas discusiones que son imprescindibles.
Pero también vale establecer las sutiles y no tanto, diferencias entre un debate crítico-intelectual, ese mismo que puede recorrer argumentaciones difícilmente asimilables por el sentido común, y la controversia política atravesada por las demandas de una realidad implacable. Vivo esas tensiones, no las rechazo. De la misma manera, y de eso estoy convencido, de que no se trata de una involución del Gobierno ni de un cuestionamiento a la política de derechos humanos que ha sido y sigue siendo extraordinaria, única en el mundo (por eso mismo no se la puede debilitar ni supeditar a “otras” exigencias de la hora, pero tampoco se puede cuestionar, corriendo por izquierda, a quienes han encabezado un proceso de reparación que sigue avanzando sin dejar de lado a los responsables civiles y eclesiásticos –recuerdo la condena a Von Wernich y el procesamiento de Blaquier–). Sigo teniendo una confianza última y profunda en quien lidera el proyecto al mismo tiempo que reconozco las grandes dificultades que nos seguirán desafiando en estos dos años. No haría de la “cuestión Milani” el centro de lo que hoy necesitamos disputar políticamente aunque considero que no debemos ni podemos eludir lo que su emergencia ha suscitado entre nosotros al precio de arrojar por la borda una parte sustancial de nuestras herencias ideológicas y de los valores que ellas contienen. Es un debate que nos incumbe y nos exige. Sus consecuencias no son ni podrán ser unívocas allí donde arrastran logros y virtudes indudables, oscuridades y ambigüedades.
Lo fácil, una vez más, sería desentendernos de este debate. Callarnos o, peor aún, elegir la posición más amable con nosotros, esa que nos hace caer siempre bien parados. Sencillo sería acoplarnos al coro que rechaza de plano –y con la complacencia cínica de la derecha procesista que habita, por ejemplo, en el diario La Nación– el ascenso de Milani y criticar al Gobierno por incoherencia. Lo desafiante es, por el contrario, dar el debate reconociendo sus claroscuros y sin olvidarnos de lo que está en juego en esta hora argentina. Allí está tanto la dificultad como la oportunidad.
Infonews
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