martes, 8 de octubre de 2013
Una camisa Por Ricardo Forster
Voy a contar una historia de la tradición jasídica –para quienes no conocen lo que ha sido el jasidismo recuerdo, rápidamente, que fue un movimiento de características mesiánico renovadoras que surgió en el seno del judaísmo de Europa oriental en la segunda mitad del siglo XVIII de la mano del Baal Shem Tov, un rabino místico que dejaría una enorme huella en el mundo hebreo y cuyos relatos legendarios, al igual que los de sus discípulos, serían magníficamente recogidos por Martin Buber en las primeras décadas del siglo XX–. Se cuenta en uno de esos relatos que en un Schtetl (una pequeña aldea en la que vivían pobremente los judíos en Polonia oriental), se juntaban en la Yeshivá (casa de estudio o pequeña sinagoga) los judíos para conversar el viernes a la noche. Era un pueblito pobre, extremadamente pobre, no le sobraba nada y le faltaba muchísimo. Pero esa noche, la noche que preparaba el sábado –siempre, a lo largo de los siglos, fue una noche de la esperanza, de las ilusiones e, incluso, del delirio de imaginar lo imposible, lo maravilloso que viniera a paliar tantas miserias y preocupaciones–, uno de los presentes propuso que dedicaran esa víspera del Shabat a algo que a él le había interesado porque había visto que ese día había llegado al pueblo un mendigo, un pobre entre los pobres, que lo único que pidió es que le diesen refugio allí en esa casa de estudios porque se iba a quedar unos días en el pueblo y no tenía dónde caerse muerto. Ni siquiera tenía una camisa presentable, apenas si vestía unos andrajos.
Entonces, uno de los judíos reunidos alrededor de la mesa, inspirado por la llegada del miserable viajero, propuso que esa noche imaginaran, todos los presentes, que llegaba el Mesías. Que el Mesías estaba allí, que estaba llegando y que ellos podían pedirle cómo imaginaban que tenían que ser sus vidas, de qué manera reparar lo que tenía que repararse el día de la redención o qué conseguir pidiéndole algo al Mesías. Primero pidió la palabra el carpintero que dijo que él, en realidad, no tenía grandes proyectos, grandes ilusiones, porque no tenía nada y era muy pobre, pero que si el Mesías le daba un banco de carpintero seguramente iba a poder construir grandes proyectos y grandes ilusiones. Después tomó la palabra el sastre y dijo que a él ya no le quedaba tela y que la próxima semana su hija se iba a casar y que ni siquiera tenía un trozo de tela para hacerle un vestido y que, quizás, si llegaba el Mesías, le pediría tela para hacerle a su hija un vestido para la boda, y que yendo al palio nupcial con un vestido nuevo, ella también iba a estar en condiciones de soñar una vida mejor. Y así se fueron sucediendo, uno tras otro, cada uno con sus propias pobrezas, sus propias ilusiones, conscientes de que no tenían nada. Venían de derrota tras derrota, de humillaciones, de pérdidas, de infinita pobreza. Cuando todos habían hablado y planteado sus deseos y ya dispuestos a dedicarse a otra cosa, vieron que quedaba, todavía, en un rincón oscuro, el mendigo. Lo miraron y le preguntaron por cortesía: “¿Y tú qué le pedirías si tuvieras la oportunidad?”. Pensó un rato, los miró largamente y levantando el tono de voz respondió: “Le pediría ser un rey, un rey riquísimo, en mi palacio, bien arropado en mi cama con una hermosa camisa de seda y que, de repente, los guardias viniesen corriendo a avisarme que mis enemigos estaban en la puerta del palacio y que no había manera de frenarlos. Sin tiempo para nada simplemente escaparía corriendo… correría y correría hasta quedar exhausto y alcanzaría a llegar a este oscuro rincón”. Se calló dejando un silencio confuso entre los pobres judíos del Schtetl que se miraban sorprendidos. Uno atinó a preguntarle: “¿Y qué habrías ganado?”, los miró con un dejo de tristeza e ilusión: “Al menos una camisa”.
¿Qué quiero decir con este relato? No cabe duda de que cuando pasa el tiempo, cuando subimos las alturas para mirar el mundo con el ánimo del exitoso nos enfrentamos a algunas encrucijadas: caemos, muchas veces, en la perspectiva del que olvida el lugar del que venía, y por lo tanto creemos que podemos llevarnos el mundo por delante, o cuando algo más duro, más complicado, cuando algo del orden de la debilidad reaparece, el gesto es replegarnos a la espera de que todo vuelva a ser de la misma manera. Lo que quiero tratar de pensar y de discutir es otra cosa. No estoy de acuerdo, desde lo más profundo de mis sentimientos y reflexiones, en caracterizar este tiempo signado por la impronta del kirchnerismo como el tiempo en el que no se dialogó, como el tiempo en el que no se buscó reconstruir la vida política y social argentina, como el tiempo en el que no se volvió a buscar instaurar la posibilidad de que el lenguaje político fuese, de nuevo, una palabra cargada de sentido, cargada de oportunidad, cargada de desafíos y de riesgos. Siempre cuando el lenguaje político es genuino, cuando vuelve a poner blanco sobre negro, cuando se atreve a decir lo que ya no se decía, cuando se atreve a tocar lo que ya no se tocaba, cuando se atreve a soñar lo que ya no se soñaba, ese lenguaje político está en riesgo, siempre está en riesgo. Cuando se espera al Mesías se sabe que en el punto de llegada están todos los riesgos juntos, pero que su llegada no es, de todos modos, la resolución mágica del fin de la historia, sino que, tal vez, es el comienzo de la oportunidad para volver a sentir que la historia puede pertenecerle al que había perdido toda esperanza de que la historia podía ser suya.
Con esto quiero decir que no me olvido en ningún momento, y menos cuando escucho palabras de desilusión, de desesperanza, de derrota, que nos llevan a decir que tenemos que salir a dialogar, a hablar, a juntarnos con los que piensan distinto… que son tan amables, que son tan progresistas y que se parecen tanto a nosotros que van a escuchar lo que nosotros, que teníamos tapones de cera en los oídos, no podíamos ni sabíamos escuchar; que no me olvido de dónde partimos, de qué profundas carencias y desilusiones. Frente a esas intervenciones pienso que o me equivoqué de país o de historia o no estamos dándonos cuenta de qué significa haber ganado una camisa cuando estábamos sin nada… y cuando digo que estábamos sin nada creo que se vuelve indispensable regresar sobre nuestros pasos y revisar de dónde venimos.
Cuando se plantea la diferencia, o no, entre la excepcionalidad, la ruptura y la emergencia de lo nuevo me parece que, en general, se tiende a confundir las ideas de excepcionalidad y de ruptura como si no tuvieran ni padre ni madre, es decir, como si fuesen una especie de nacimiento ex nihilo. Siempre se viene de alguna parte aunque en ocasiones haya que romper el curso de los acontecimientos para generar lo nuevo. Lo que hay que tratar de pensar cuando discutimos la idea de la ruptura, lo que estamos poniendo en evidencia, es de qué modo el tiempo previo había atravesado todas las penurias como para colocarnos en esa noche imaginaria de Shabat preguntando qué nos quedaba y cómo podíamos volver a entrar en la historia con alguna chance de apropiarnos esa historia en un sentido que nos fuese propio. Lo que hemos discutido una y otra vez es que, efectivamente, somos portadores de derrotas, de desilusiones, de crisis, de lenguajes que también tienen que revisarse. Porque cuando discuto la crisis del capitalismo, cuando discuto que entre capitalismo y democracia hay una zona muy compleja y contradictoria, tampoco puedo dejar, si soy sincero e intelectualmente honesto, de señalar que entre las tradiciones de las izquierdas y los socialismos realmente construidos, y fracasados, y la democracia también ha habido muchos y enormes problemas. Con esto quiero decir que el capitalismo es lo suficientemente complejo como para haber incorporado en su interior el liberalismo más salvaje, la acumulación originaria con su carga de horror y barbarie, la expansión imperial, la socialdemocracia y el Estado de Bienestar, las experiencias populistas democráticas en América latina de los años ’40 y ’50 y gran parte de las actuales, la bancarrota del Estado de Bienestar junto a la de la socialdemocracia convertida en funcional del emergente hegemónico de las últimas décadas que es el neoliberalismo. Esto significa que a la hora de discutir y de pensar el capitalismo y el socialismo tenga que hacerme cargo de estas historias porque si no sería muy poco lo que podríamos comprender de los fenómenos complejos, desiguales y combinados –como decía un viejo marxista–, que también se despliegan en nuestro contexto sudamericano (en Bolivia, en Venezuela, en Argentina, en Ecuador, en Uruguay y también, con sus variantes, en Brasil), quiero decir, estamos en el interior de un sistema que ha elegido planetariamente la locura que le es inherente –la peor de las locuras, no esa otra locura de la que hemos hecho en otra ocasión el elogio, sino la maligna, la locura de la destrucción que crece exponencialmente y más se ceba en su crecimiento cuando más trágica es la vida de las sociedades–. Nosotros somos lo extraño, lo que va contracorriente. Lo maldito. Lo que hay que destruir.
También sabemos que en el interior del capitalismo ha habido tensiones y disputas; que estamos donde estamos en la Argentina, y si estamos defendiendo lo que defendemos, es porque hemos sentido que el kirchnerismo, que la experiencia construida a partir de mayo de 2003, sin poner en cuestión el capitalismo (seamos honestos con nosotros mismos), sí le ha planteado, a la economía global de mercado, como lo han hecho otros proyectos que tienen su lógica propia pero que se hermanan en una idea común (como es el caso de los países recién mencionados), sí le han planteado al capitalismo, bajo la forma hegemónica del neoliberalismo, una crítica insoportable para el propio sistema como las izquierdas contemporáneas no han sabido ni han podido hacer. De ahí que algunas de esas izquierdas que hoy puedan llegar a tener un resultado electoral más o menos satisfactorio para su propia historia, pueden perfectamente convivir sin inconvenientes con una máquina mediática que las llama, las convoca y les rinde culto, incluso allí cuando crecen un poco en términos electorales, porque saben que el lugar del cuestionamiento, el lugar de la radicalidad, el lugar desde el que se puede refundar una historia, no necesariamente es el de la retórica de la revolución, no es el de la ilusión de tomar el cielo por asalto, ni tampoco es el de la retórica que tacha indefectiblemente por populista, demagógico, reformista o lo que fuese, proyectos de matriz popular y democrática que son los que se están llevando adelante en algunos países de modo antagónico y contracorriente a la hegemonía mundial; sino que son precisamente esos proyectos los que guardan en su interior una capacidad de ruptura y de dislocamiento, una potencia de excepcionalidad que quizá nos permita seguir avanzando, seguir generando las condiciones para una disputa que, insisto, porque siempre es bueno tomarlo en cuenta, en la que, como ya se dijo, el lugar del débil queda de nuestro lado. Nosotros somos los débiles. Claramente hemos sido débiles a lo largo de la historia (en algún momento creímos, porque habíamos construido una teoría sofisticada, que la historia, tarde o temprano, se correspondería con nuestras ilusiones; hasta que un día nos dimos cuenta de que entre la historia –sus realizaciones– y nuestras ilusiones quedaban en el medio amarguísimas derrotas que ponían en cuestión esa certeza. Y nos manejamos mejor, con más inquietudes y asumiendo los desgarramientos, pero quizá con una dinámica de mayores posibilidades de interceder, interpretar y actuar en la historia allí donde dimos cuenta de la repetición de la barbarie y de las formas de la dominación que podían ser intervenidas y que podían quizá ser, en algún momento, cuestionadas para abrir una grieta en el muro cerrado de la dominación).
En su último artículo del domingo, Alfredo Zaiat destacaba que en medio de la crisis económica se concentra aún más la riqueza. Esto –que es tan antiguo como el capitalismo– nos está diciendo algo: que si bien es cierto que hay una crisis de un modelo de acumulación en términos estructural-económicos, esa crisis no se ha procesado en términos político-culturales y que América latina, y Sudamérica en América latina, y algunos países en Sudamérica, han venido a poner en cuestión esa hegemonía pero que de ninguna manera se puede concluir, a partir de esa lógica contracorriente, que esa hegemonía hoy está en riesgo, sino que avanza de manera más despiadada (como ejemplos recordemos lo que está sucediendo en Grecia y España). Eso no significa que, volviendo al relato del comienzo, en el momento de la dificultad, allí donde crece el peligro, como decía el poeta, también crece lo que salva. Y si recordamos que el 24 de mayo del 2003 no teníamos siquiera una camisa –como aquel pordiosero del cuento jasídico–, hoy sí tenemos una camisa que la vamos a defender porque es la que nos abre de vuelta la historia. Por eso no se trata de aceptar el derrotismo ni la dramatización de un resultado electoral ni, tampoco, sacar como conclusión el reclamo de un dialoguismo que lo único que supone es un retroceso. Por eso la metáfora de la camisa es pertinente, constituye una marca del camino recorrido y de lo que tenemos que defender.
Pero no nos confundamos, no vamos por todo, ¿qué es ir por todo?, vamos por aquello por lo que es indefectible que tenemos que ir: por la defensa de lo conquistado, por lo no realizado y por garantizar la continuidad en nuestros países de un proyecto compartido que, con enorme dignidad y después de mucho tiempo cuando no teníamos nada, ni siquiera lenguaje para decir lo que pensábamos hoy, a través de Cristina y de Dilma, se para en un foro internacional y le dice al imperio que hay en este continente dignidad y que hay también deseo de seguir dando la batalla. Si se acaba el deseo se acaba todo. A veces siento, mirando algunos rostros y escuchando ciertas intervenciones, un tono que me preocupa, porque es un tono que o, para intentar disimular la sensación de derrota, supone la épica absoluta –que no es buena porque a la supuesta derrota no se la envuelve en un paquete de la épica o nada– o, por el contrario, anuncia el fin del ciclo y la necesidad de “escuchar a quienes antes no escuchábamos”. No, de ninguna manera, tenemos dos años de gobierno en los que se seguirá desplegando la misma voluntad que, a contracorriente de una realidad implacable, desplegó de manera inesperada Néstor Kirchner hace una década y que hoy, sin dudas, viene sosteniendo Cristina. Una voluntad que no eludirá revisar el camino recorrido señalando los aciertos y los errores y que buscará, en primer lugar, garantizar, en el 2015, la continuidad de un proyecto nacido para recuperar en nuestro país la idea y la práctica de la igualdad. No será fácil, pero tampoco nada fue sencillo a lo largo de estos años intensos, dramáticos, festivos y cargados de oportunidad transformadora.
(Intervención, algo corregida, de mi última participación en la asamblea de Carta Abierta)
Infonews
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Estuve en Carta escuchando a Ricardo, es cada día mas genial, sus intervenciones dejan siempre pensando,
ResponderEliminarASÍ ES ME LO PERDÍ...DE HABERME ENTERADO...AL MENOS LLEGA EL ESCRITO, SLUDOS.
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