domingo, 27 de octubre de 2013
Boludo en veda Por Miguel Russo mrusso@miradasalsur.com
Hace cincuenta años, el inglés John Berger, por entonces casi de cuarenta, abandonaba la tranquilidad socioeconómica londinense que le proporcionaba ser uno de los más consagrados críticos y pensadores europeos para radicarse en Quincy, un pequeño pueblito rural en la Alta Saboya de los Alpes franceses. Cuatro décadas en Londres y cinco en el campo son tiempo suficiente (qué otra cosa es el tiempo, al fin y al cabo, sino espacio) como para saber de qué habla. En una de sus hipótesis, ensayada en uno de sus tantos libros, Berger señalaba dos ideales de superficie.
Una, brillante, como los cromados o los espejos: el hombre urbano los toca con la certeza absoluta del reflejo, que no hay nada visible detrás de sí. Otra, impredecible, emergente: “El campesino toca las superficies para imaginar lo que hay detrás con más propiedad”. Remataba, Berger, con una de esas maravillas que funcionan como disparadores para seguir pensando largo rato: en un caso, la verdad se pinta como una certeza; en el otro, como una incertidumbre. Resulta curioso comprobar cómo un pensamiento proveniente de Europa puede reflejar tan cabalmente una realidad latinoamericana.
Palabras, palabras, palabras. Qué difícil se hace reunir palabras cuando es día de veda. Quizá por eso en el razonamiento de Berger no se hizo mención a la palabra “campo”, ya que, en la Argentina de los últimos años, remite a una entelequia que se indigna torvamente, despilfarra leche, vitupera, chifla presidentes, propone antimodelos, pero no, no, guarda, no se puede decir más en días de veda.
Unos días atrás, lejos de la Alta Saboya, en la ciudad de Panamá, el diario español El País –en día de veda conviene no adjetivar al diario El País– interfirió en el VI Congreso Internacional de la Lengua Española para proponerles a varios escritores hispanoparlantes que eligieran una palabra, una sola palabra, que fungiera de reflejo de su país natal para crear, como ellos mismos lo llamaron, un Atlas sonoro. De la mano de Antonio Skármeta apareció la chilena “patiperro”: “Abandonamos tras vagas ensoñaciones o por apremiantes necesidades nuestro país, eso es el patiperreo”. La colombiana Laura Restrepo dictaminó “vaina”. “Yapa” fue el término elegido por la ecuatoriana Gabriela Alemán. El español Álvaro Pombo propuso “contradiós”: “Una mezcla de teología y falta de lógica en la que se pone a dios, la contradicción absoluta, como análogo de la razón o el sentido común”. José Emilio Pacheco reflotó la mexicanísima “pinche”. El nicaragüense Sergio Ramírez eligió “chunche”: “Una cosa y cualquier cosa, un comodín que salta sin descanso”. Claudia Amengual, para su Uruguay, formuló “celeste” como marca de la identidad nacional charrúa. Para la Argentina, es sabido, se dijo por todos lados antes de la veda, el poeta Juan Gelman eligió la palabra “boludo”. “Es un término muy popular y, hoy, dueño de una gran ambivalencia. Entraña la referencia a una persona tonta, estúpida o idiota; pero no siempre implica esa connotación de insulto o despectiva. En los últimos años me ha sorprendido la acepción o su empleo entre amigos, casi como un comodín de complicidad. Ha venido perdiendo el sentido insultante. Ha mutado a un lado más desenfadado, pero sin perder su origen”, dijo.
Hubo coincidencias y divergencias por igual. La ensayista María Pía López dijo que “aunque ‘boludo’ es una forma coloquial, no atraviesa del mismo modo las formas orales de toda la población, ni aparece tan claramente en la lengua escrita”. El escritor Fabián Casas restó dramatismo a la cosa: “Creo que Juan no se lo debe haber tomado en serio para nada: hizo una broma. Si no es como armar el cubo de Rubik: ¿dónde vas a encontrar una palabra que realmente personifique de manera objetiva y positivista a todo el mundo? No hay forma de tomar esta propuesta en serio y tomárselo en joda está bueno”. La narradora Selva Almada, entrerriana, cruzó que el término “boludo” es más porteño que argentino: “Quizás en el exterior se asocia esa palabra con la Argentina porque Buenos Aires es la capital y es donde habitualmente vienen los extranjeros cuando visitan la Argentina”. Pero, cuidado, por ahí se entra en el pantanoso terreno de federalismo o unitarismo y hay veda, alto, prohibido pasar: Hay veda.
Dicen que un camino transitable en días de veda es el comprobado tranquilo sendero de la charla de sobremesa. Cafecito, entonces: ¡cómo fueron cambiando las palabras, habrase visto! Y no se trata de expresiones como el “rucucu” de Olmedo o el “kinner” de Bonelli, por citar a dos profesionales de la risa.
¿Entonces? “Proceso”, por ejemplo. O su reverso, si se quiere: “revolución”. (Cuidado, cuidado con la veda, recalculando.) Los publicistas ofrecen andanadas de elementos que, al parecer, son indispensables, bajo el término “revolución”: la revolución en tu pelo, para cualquier marca de tinturas o geles; la revolución en tu dieta, para yogures y marcas de cereales; la revolución en tus pies, para las altas llantas y todo tipo de calzado; la revolución en tu hogar, para plasmas, leds, home theaters, lavavajillas o cualquier otro electrodoméstico; la revolución en tu cara, para novedosísimas cremas de afeitar; la revolución en un auto, un diurético, una computadora, una gaseosa sin burbujas ni gusto, una sartén, un soplete que pinta todo tipo de superficies (hasta esas que mencionaba Berger). La revolución en todos lados menos ahí donde es revolución. (¿Otro café? Bueno, sí, gracias.) Con “boludo”, como decía Gelman, lo mismo. De sinónimo de “gil”, de “papafrita”, de “esquenún”, paso rápido a “querido”, “hermano”, “eh, amigo”. Pero eso sí, al adjetivarlo, vuelve a su versión original: “Boludo alegre”, “boludo al trote”. Lo mismo que al aplicarle el mérito del aumentativo: “Boludazo”, “boludón”, o el adrianpaenziano “boludo al cubo”.
El café, la sobremesa, la veda tienen esas cosas: permiten la reflexión en pantuflas y sin limitaciones de tiempo. Por unas cuantas horas, por lo menos hasta las postrimerías del recontraprohibido pero una y mil veces infligido boca de urna, es el reino del boludeo, para seguir con la apreciación de Gelman. Entonces, volviendo a ese tema de la mutación, de las palabras que antes eran una cosa y ahora son otra, se puede pasar a las “personas que antes” y a las “personas que ahora”. ¿Qué personas?, puede gritar uno, levantisco, desde la punta de la mesa, en pos de guardar respeto ultrademocrático por la veda. Admonición a la que otro comensal retrucará enarbolando sonrisa: no, no, esos no, me refiero a Casero, Alfredo Casero.
–¿Hablar de Casero no rompe la veda?
–Bueno, depende de qué digas de Casero.
La referencia a Casero (sí, otro cafecito, apenas cortado, gracias) remite a que no sólo las palabras cambian. A ver, como gustan arrancar sus alocuciones los filósofos, lo que ayer, en los años del menemato, causaba gracia del cómico en cuestión, De la cabeza o Cha cha chá o El estigma del Dr. Vaporeso y sus gags generosos de incongruencias y caos, hoy provoca el efecto contrario. Lo que hacía carcajear de aquel desopilante ministro de Ahorro Postal don Gilberto Manhattan Ruiz, con la cara distorsionada de Alfredo Casero, hoy, en boca de Alfredo Casero con la cara distorsionada de Alfredo Casero, ni siquiera deja camino a una supuesta ironía. Por el contrario: asusta, duele.
–Pero, entonces –dice uno, revolviendo en un tic lo poco de café que queda en el pocillo y tratando de seguir la vaga línea argumental–, ¿eso significa que hay boludos y boludos?
–No, no, no, veda. Punto.
Hay palabras que cambian, hay superficies que difieren. Pero hay cosas que son inmutables. Por suerte, para que se puedan entender y desmalezar y despiojar y desboludizar andan pensando por ahí tipos como Berger y Gelman. Justamente es de esas cosas que no se puede hablar en momentos de veda.
27/10/13 Miradas al Sur
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